Cuarenta años
Opinión

Cuarenta años

La única forma de pactar con la vida es el perdón propio

Por:
septiembre 12, 2021
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Toda edad es una impostora esperando su turno. No existen, ni existirán, maneras apropiadas de asumir la llegada de los años. Con el paso del tiempo, los cálculos y mediciones se convierten en chistes pesados y los pronósticos en la vida quedan siempre en borrador; guardados bajo la llave de la inexperiencia. Lo deseado sucede y se esfuma de un momento  a otro, y los pesares se quedan conversando como visitas indelicadas y parlanchinas. Cierta juventud escapa para siempre y otra, mucho más genuina, se queda aferrada a nosotros, definiéndonos a partir del antes que fuimos.  Así lo plantea Fernando Pessoa en algunos de los textos iniciales de El Libro del Desasosiego, en los que, provocado por el hallazgo de un par de escritos que elaboraría siendo muy joven, se reconoce a sí mismo en un extraño que aún puede recordar. Más allá de castigar a ese que fue, el autor portugués, lo acepta -sin perturbarse- como un desconocido enclavado en un tiempo vivido por ambos.

“Debemos respetar al idiota que fuimos”, me dijo alguna vez el escritor y amigo Felipe Escovar. Un pensamiento lúcido y oportuno que regresa cada vez que se acerca el día de cumplir años. En la práctica, se suele ser muy injusto y pugnaz con el pasado; y casi siempre, muy soberbio e insubordinado con el futuro. De ahí, que se pase la vida entre insatisfacciones y demandas, y que se pierda la capacidad de proporcionar el existir que a cada quien corresponde (eso que llaman individuo). Además, con frecuencia, naufragamos en ese cliché publicitario -convertido en obligación moral- de siempre permanecer aprendiendo. Como si vivir exigiera tomar nota y llegar con la lección aprendida. Vivir es mucho más simple e improvisado que eso. Triste aquel que agota sus días siendo uno solo.

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El tiempo de cada quien es una oportunidad constante de ser -una y otra vez- un extraño para sí mismo

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En ese sentido, el tiempo de cada quien es una oportunidad constante de ser -una y otra vez- un extraño para sí mismo. Supongo que el rito de celebrar cada año el nacimiento encarna esa posibilidad: perdonar al que quedó atrás y asegurarse de no confundir e importunar al que viene. Hemos sido convencidos de tener que personificar una única historia y, por efecto, terminamos sumidos en la amargura que conlleva la frustración de no poder serlo. En la naturaleza del ser humano reside su pluralidad y en sus decisiones, la posibilidad de alterar el resultado. La única forma de pactar con la vida es el perdón propio.

Hace veinte años soñaba con ser un gran abogado y luché por ello hasta que pude soportarlo. Y ahora, a los cuarenta me estremece pensar en ese joven que habitaba mi cuerpo y decidía por mí. Ese extraño que aceptaba que la vida consistía en complacer a los demás y que dudaba en la certeza del azar. Hoy, en mi cumpleaños, le escribo estas palabras con mucho afecto. Y si pudiera viajar en el tiempo -o al lugar donde lo abandoné- le diría que esperara, entre ese mar de impaciencias que es la juventud, la llegada de los otros que serían él mismo. Que no les temiera.

 

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