Cuando Dios nos da un guiño

Cuando Dios nos da un guiño

Dos historias cotidianas que pueden ser vistas como intervención divina

Por: Farouk Caballero
octubre 06, 2014
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Cuando Dios nos da un guiño
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Dios no sólo existe, sino que tiene sentido del humor. Así Stephen Hawking no lo crea, él mismo es un milagro.

Nosotros somos quienes hacemos que el rostro del creador dibuje, de cuando en cuando, una sonrisa: la sonrisa de Dios. Sí, Dios se ríe, pero su gesto alegre se debe a situaciones que experimentamos en carne propia.

No hay duda que valga a propósito de la infinita sabiduría de los dichos populares, sus significados, en muchas ocasiones, son infalibles. Así sucede con aquellas dos variaciones de “Dios tarda pero nunca olvida” y “Dios aprieta pero no ahorca”. Es ahí, cuando todo parece oscuro, que maldecimos la vida y discutimos la obra del patrón de los cielos. Es ahí, es ahí cuando Dios aparece, nos tiende su mano y sonríe. Ahí, cuando nos cuestionamos: ¡carajo! ¿Por qué a mí? ¿Qué vaina quieres de mí señor? ¡Es que yo si soy salado! Ahí surge el toque divino.

Hace poco tuve que ir a la DIAN, en Bogotá, para tramitar el RUT. Tenía que pasar una cuenta de cobro que lo exigía. Llegué sobre las 10:00 am, me acomodé y esperé mi turno. Tenía el número 396. La máquina lo marcó y pasé al cubículo que me indicó. Me senté y no veía a quien se suponía me atendería. Pasaron no más de tres minutos y llegó un hombre que respiraba agitado, acelerado y sonriente. Estaba nervioso. Me preguntó mi nombre. Le respondí. El seguía sonriendo. Ignoro si sintió camaradería conmigo o simplemente un deseo de comunicarme lo que le había acabado de ocurrir. Al fin y al cabo en Colombia no es raro que un desconocido se te acerque a conversar sobre su vida. Por eso este hombre anticipo su historia con una frase que alimentó mi curiosidad.

–Usted no se imagina lo que me acaba de pasar.
Y tenía absoluta razón, mi imaginación no estaba ni cerca de su historia. Lo escuché por respeto. Todos merecemos que nos escuchen, así sea fingiendo interés. Pero en especial los funcionarios que tramitan algún papel que necesitamos, ellos nos tienen en sus manos cada vez que los visitamos. Me contó que antes de que marcara mi turno, vio unos billetes botados en el piso. Afirmó que aguardó unos minutos a ver si alguien se devolvía, y nada. Con sus ojos inflamados de alegría comentó.
– ¡Más de treinta personas le pasaron por encima y nadie los vio!
A ese punto ya no lo escuchaba por respeto, me intrigó. Aunque la historia no iba del todo atrayente, un tipo se encontró una plata en el piso. Bien, pero ¿y? Lo bueno venía en camino.
–Usted no sabe lo que para mí fue eso. Hoy salí de la casa sin siquiera para el almuerzo. Me vine con los $3.000 del bus. En el bus, de para acá, le pedí a Dios que me ayudará. Me concentré en el trabajó hasta ahorita, pensé en una mojarra frita, dorada, con patacones. Tenía hambre –nuevamente sonrió–, alcé la mirada y vi eso en el piso. Pensé que eran papeles. Luego vi bien y vi como billetes de cinco mil.
Él se encontró $25.000. Me confesó que sintió una enorme tranquilidad en todo su cuerpo. Dios lo estaba invitando a almorzar y le entregaba el dinero con una sonrisa. Me dio el RUT y me despidió diciéndome que ese día sintió la sonrisa de Dios.

No sé con certeza si almorzó mojarra, pero a las dos semanas tomé un taxi desde el centro de Bogotá en dirección al centro comercial Gran Estación. Llovía duro, como siempre. El taxista me habló de los trancones y yo le respondía con monosílabos o emitía algún sonido de afirmación para no entrar en conversación. Su mirada en repetidas ocasiones me perseguía por el retrovisor hasta que se decidió a contarme su historia. Era lunes, y el día anterior tuvo que ir de urgencia a comprarle un inhalador a su hija que sufre de asma. Llegó sobre las 8:00 de la noche a una droguería 24 horas. Recuerdo que en ese momento pensé que nuestro deporte nacional debería ser la charla.

–Llovía durísimo mi hermano y yo llegué empapado pero mi hija estaba mal. Entré, esperé mi turno y un viejito nada que guardaba las vueltas. Se demoró. Yo me aceleré y le pedí el inhalador al man de la droguería. Él me lo trajo, pero me dijo que no tenía sencillo para un billete de $50.000. Yo no tenía ni un peso más. El viejito demorado vio mi cara de angustia y con paciencia sacó el dinero para cancelar mi factura. Y para rematar me entregó una sonrisa.
El taxista jura que en ningún momento le contó la historia de su hija, pero que en esa sonrisa de la vejez sintió un guiño de Dios. Quien puso al abuelo ahí, en ese lugar, a esa hora, un domingo, para que pudiera obrar y entregar alegrías. Estos dos personajes confesaron que al mirar al cielo, en esos momentos, sintieron que Dios les devolvía una sonrisa que los llenó de tranquilidad.

No importa si es una mojarra o una cuenta, en ocasiones el acelere de la vida no nos permite visualizar el detalle, pequeño por demás, que se transforma en un guiño divino, en una sonrisa celestial.

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