Cuando Armenia quedó convertida en cenizas

Cuando Armenia quedó convertida en cenizas

Hace 18 años un terremoto mató a 2000 personas y sepultó barrios enteros. Aún se ven las cicatrices

Por: jorge eric palacino zamora
enero 25, 2017
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Cuando Armenia quedó convertida en cenizas
 
Los habitantes del centro de Armenia, que regresaban a sus trabajos  después del almuerzo ese medio día del 25 de enero de 1999, sintieron una trepidación ascendente y luego un bramido profundo  y súbito. A  la 1 y 19 minutos  de la tarde, los habitantes de la Ciudad Milagro vieron derrumbarse las primeras viviendas del promisorio barrio Brasilia y las casuchas centenarias de la Galería, que se desintegraban, al compás siniestro del movimiento telúrico durante veinticinco  interminables segundos de aniquiliación.
Las placa tectónica  Nazca  se había desplazado bajo la placa suramericana, a una profundidad de 16 kilómetros, en  cercanías del municipio de  Córdoba – Quindío,  zona inestable  que facilitó la liberación de una fuerza incontenible, un oleaje oculto que llegó a los  6.5 grados de la escala Richter, que emergió transformado en  ondas de energía, un sacudón  que  desquebrajó montañas, desorientó carreteras y dejó  barrios completos reducidos a montículos de escombros.
Tres horas después del evento. En medio de una espesa nata ocre   y bajo   una  llovizna  ligera,  la pequeña avioneta Cessna de ocho pasajeros, pudo aterrizar en el Aeropuerto de  Pereira a donde fuimos conducidos por el operador aéreo, ante la congestión que ya se registraba en el terminal  de Armenia. Durante el recorrido, el Ministro de Obras de la época Mauricio Cárdenas y el doctor  Gustavo Cabal, gerente de Invías- enviados por el gobierno para tener información de primera  mano  -esbozaban a priori, un  plan preliminar para atender la contingencia.
Los emisarios del gobierno, recibieron, desde el centro de monitoreo la confirmación de la gravedad del sismo , ante la vulnerabilidad de los suelos  volcánicos que caracterizan la región. Con los datos en sus agendas,  siguieron su curso en camioneta, en tanto el grupo de dos periodistas y dos fotógrafos que pudimos colarnos en el bimotor gubernamental  dejamos el aeropuerto de Pereira, en busca de la ruta a las entrañas de la Tragedia. A las seis de la tarde de aquel lunes fatídico, la ciudad estaba envuelta en una mortaja de polvo.  El centro histórico, que en la mañana palpitaba con  el entusiasmo  de los vendedores y el ambiente de los  cafetines con sus viejos dicharacheros  oyendo  tangos, se había trocado  en el silencio, recién instalado de una tumba que se extendía desde el poblado de Calarcá hasta   la avenida Centenario.
Sobre las casuchas a punto de derrumbarse,  que horas antes eran el patrimonio colonial de los cuyabros, permanece  la  nube de tierra, que  sobrevino a la caída de los edificios y que tiñó el cielo con un manto ceniciento. Esa capa  granulosa se obstina en cubrirlo todo,  dando cierta uniformidad a las viviendas derruidas,  a los autos volcados sobre  las aceras; a   los niños   les pintó canas  haciéndolos más viejos y a los viejos les dibujó un gesto de inocencia,  desconcierto  y abandono  propio  de niños.
En el claroscuro  de las  seis de la tarde, en el barrio Uribe,  la gente se ha reunido frente a la casa de doña  Delia María Correa. Frente a una puerta desquiciada que quedó en pie bajo el 32-15 de la carrera doce,  Don Julio, el hijo de la  señora  de  90 años,  víctima de la tragedia,  enciende una fogata con los travesaños de  las camas y  maderas de  ventanas  y vigas que mantuvieron por centurias  las  casonas   de sus vecinos, destripadas por la  fuerza sísmica.  Tiembla bajo una frazada,  se resigna ante la muerte de su vieja y contempla  el juego de sombras, que  surge  de la silenciosa  llamarada que  se extingue  con  el rumor de la crepitación baja de leña que se vuelve ceniza.
 
Máquinas retroexcavadoras se encienden con un rugido encriptado. Mientras apartan paredes  y retiran escombros, los  rescatistas,   se aferran a la posibilidad de escuchar algún vestigio de vida,  cae la noche   del 25 de enero y  ya se han registrado cerca de 400 víctimas fatales en los reportes oficiales que llegan a través de las bocinas de transistores afónicos, que  junto a ollas, muebles maltrechos, fotografías y colchones viejos,  son los enseres  que miles de  sobrevivientes cuidan como tesoros, en ranchos y cambuches improvisados sobre veredas  y callejuelas, donde las luces de lámparas Coleman y linternas lanzan chorros blanquecinos que  perpetran agujeros incontables sobre el lienzo mate de  la oscura noche.
Día Dos
Con las primeras luces del martes  el drama dejaba los tecnicismos documentados en grados de magnitud y  términos como sismicidad y vulnerabilidad, para traducirse en imágenes de extrema crudeza.  Detrás de la fetidez que procede de los montículos de escombros que fueron tradicionales barrios de Armenia,  el cielo  apenas conserva  en sus bordes los últimos vestigios del gigante remolino de polvo  y se desvanece  en  un velo opalescente  que ilumina los nuevos “ barrios “, campamentos levantados en lotes  y montecitos aledaños, con  carpas  que reemplazan las casas,  lonas que suplen los techos,  techumbres, que  derruidas, ahora sirven para conformar los pisos,  en un entramado de una singular policromía, un asentamiento humano que un emprendedor sobreviviente ha bautizado como Nueva Armenia.
En contraste,  es interminable el desfile de gentes buscando a sus familiares en  hospitales, transportando ataúdes y tocando las puertas de las iglesias en busca de sacerdotes  que les oficien entierros. La mayoría de los sobrevivientes se concentra en el Polideportivo del INEM,  improvisado como  una  gigantesca morgue, donde apenas se puede respirar. Un salón que recibió un centenar de cuerpos inertes, donde el personal de medicina legal  intenta mantener la cordura, en medio del  llanto  de viudas y   huérfanos y tanto dolor y tanto llanto reunido en un solo sitio y un lamento al unísono preguntando a Dios las razones de tal tribulación.
El caos se extiende a los barrios como  Brasilia o Villa Dorada, donde los vecinos que lo perdieron todo, comparten reflexiones tratando de entender  la naturaleza de esa  energía volcánica que derrumbó 95 mil viviendas. Las que  fueran principales arterias, son callejuelas interrumpidas por cúmulos de  escombros y   fragmentos  de autos estrangulados y  motociclistas que pasan llevando cajas mortuorias y ambulancias que serpentean llevando heridos  y bomberos que se internan en las casas herrumbrosas con taladros, que hacen incisiones en los muros caídos en busca de  sobrevivientes, y socorristas que confirman que las víctimas ahora llegan al millar, y  hombres  de torsos desnudos que caminan con ojos opacos de muerto mientras piden una frazada  o un mercado para mitigar la hambruna.
La angustia  transpira en cada rincón de la derruida urbe, corre por cuenta de las personas que rezan porque su familiar aún respire bajo las montañas de ladrillos y de las turbas de ciudadanos que, presos de la desesperación decidieron saquear supermercados y  tiendas del sector la Galería.
Doña Leonor Gómez; cincuenta años macilenta, de gesto adusto, me interrumpe al lado de un local  de abarrotes que ya fue desocupada por el grupúsculo  saqueador,  que solo se dispersó con la presencia de un escuadrón policial y sus gases lacrimógenos.
En vez de comida  nos echan agua y gases pimienta-  me dice, mientras protege  una libra de  arroz  y un frasco de aceite de cocina como si fueran oro. Agrega que no entiende de escalas, grados, ni placas tectónicas: ¡Esta es la furia de Dios, que se cansó de tanta vagancia y maldad de este pueblo, donde la gente ya nisiquiera va a misa!. Sigue su camino, debe ir a visitar a sus dos hijos que se encuentran en el Hospital San Juan de Dios con traumas  en  piernas y brazos.
Intento conseguir un taxi para llegar al Aeropuerto a enviar fotografías  faxear las primera notas.  Nadie se detiene, la mayoría lleva heridos,  otros son ocupados por personas que emprendieron el éxodo a  pueblos cercanos y pasan a prisa también los que  llevan ataúdes en sus baúles,  es medio día  y el sopor es insufrible,  cuando se dispone  el  traslado de  unidades militares, a instancias de la declaratoria de  toque de queda,  para controlar los atracos que empiezan a registrarse en las casas que no revistieron mayores daños con el terremoto. 

En busca de un transporte que me permita salir del centro de  la ciudad abatida, me  encuentro con una cuadrilla de  la Defensa Civil frente a la iglesia del Perpetuo Socorro. La nave mayor amenaza con caerse, los muros exhiben grietas que a la distancia semejan cicatrices profundas. Al  interior, donde una pareja de  solitarios ancianos se aferra a sus escapularios,  confirmo que   una   lujosa lámpara se desprendió del techo para decapitar  la colonial  estatua de San José, imagen  que  era el  orgullo del templo.
La providencia divina parece haber escuchado las plegarias. Uno de los  hombres de rescate salta de júbilo y le  cuenta a sus compañeros que lograron rescatar a un niño de seis meses, que después de 24 horas había sido recuperado por otra cuadrilla de socorro. Acudo al lugar del milagro, los médicos  que atienden al  bebé   disponen que deben trasladarlo  en  helicóptero al Hospital del Seguro Social  Rafael  Uribe Uribe de Cali. El milagro tiene nombre, es   Jimmy Mauricio Benavidez, como lo indican las letras que en preciosa caligrafía escribió el rescatista en una cinta de esparadrapo que pegó ,con devoción paternal,  a la manito del infanteuna señal inequívoca de esperanza en días de adversidad. 
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