Crónica: Culpa comprometida

Crónica: Culpa comprometida

"Abundaban los travestis, los indigentes, los drogadictos; los únicos ‘sanos’ eran los que iban a experimentar el sexo pago por primera vez y juraban que jamás volverán. Ese era mi caso"

Por: Santiago Poveda Peña
junio 01, 2017
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Crónica: Culpa comprometida
Foto: Getty Images

Yo no quería, pero no hubo de otra. Llevábamos tres meses en completo verano y mis hormonas enloquecidas me pedían a gritos coger con alguien. Creí que me importaba serte fiel, o al menos que consideraría la opción de perder mi virginidad con una puta. Sin embargo, estando allí, resistirme definitivamente no entró entre mis posibilidades.

En serio te ofrezco excusas. Yo sé que no era culpa tuya tu incapacidad para darme el placer que siempre necesité, pero que me hizo pecar. De todas maneras debiste interpretar mejor mi disgusto, y no dejarme salir tantas veces solo con mis amigos; como aquella vez que planeamos celebrar la graduación en un bar por la séptima, pero terminamos agarrando para la 22 a un prostíbulo llamado Venus.

En esa ocasión estábamos peleando, y semanas después fue que terminamos. Me odiaste cuando supiste lo que hice y ni la explicación me permitiste dar. Ahora, en nuestro papel de ‘amigos’, que fue como quedamos según tú después de haber roto, quiero contarte lo que pasó ese día.

Luego de que nos rechazaran la entrada al bar Guadalupe, por ser un grupo de solo hombres, agarramos un bus por la carrera siete que nos llevó a la 22, “a celebrar con las necias”, decía un amigo. No obstante, la primera impresión no fue nada atractiva: abundaban los travestis, los indigentes, los drogadictos; los únicos ‘sanos’ eran los que iban a experimentar el sexo pago por primera vez y juraban que jamás volverán. Ese era mi caso.

Al llegar, unas enormes tetas cubiertas por un escote rosado y una blusa negra nos recibió a la entrada del ‘putiadero’, y nos dejó pasar sin notar que habíamos dos menores de edad infiltrados. Más adelante, un guardia de seguridad con el ojo ideal para el trabajo, nos frenó a mi amigo y a mí y nos pidió papeles. Le mostré mi licencia para conducir y se tragó la mentira enterita. A mi amigo le costó un poquito más, pero al final lo convenció y pudimos pedir una mesa para cinco, con cinco cervezas y media de guaro.

El lugar era económico y la calidad era muy buena. Las mujeres que nos desfilaban eran modelos de farándula que no cobraban más de 70 mil pesos por satisfacer a los hombres hasta su primera erección. De ahí para delante, toca pagar mínimo 30 mil más (depende de qué tan bella sea la puta) para ‘comersela’ por el resto de la noche.

Yo llevaba lo justo para embriagarme un poco, disfrutar de unos cuantos bailes personalizados de $ 5000 y volver a mi casa en un taxi sano y salvo. Cuando el presupuesto reservado para la diversión llegó a su límite, acordé con los demás terminar la ronda que nos faltaba y retirarnos del sitio, compartiendo la idea de que podría ser peligroso salir a buscar un taxi después de las doce de la noche.

Tuve que ir al baño a orinar y a calmar un poco un órgano de mi cuerpo que estaba feliz con lo que me había tocado vivir. Me pedía a gritos que no nos fuéramos sin antes sentir la experiencia completa. Pero yo pensaba que había otra persona con la que quería perder mi virginidad. Una menos experimentada que una prosti. Quizás tú, no lo sé, tu rostro poco se pasaba por mi mente. Como sea, creo que era asco por ellas lo que sentía.

No obstante, luego de calmar mi propio deseo, una estupenda, maravillosa, divina y fabulosa mujer estaba mirándome a la salida de los baños, recostada sobre la barra del bar que está al pie, con cara seductora, y unos ojos que me decían “quiero que me folles toda la noche”. Tenía un cabello castaño y liso, y unos labios que a la vista se sabía que estaban exquisitos. Vestía una blusa rosa similar a la de un babydoll; unos jeans oscuros, apretados, que resaltaban y redondeaban su enorme trasero, y unos tenis con tacón, de esos que estuvieron de moda no hace mucho.

Ella era la única que traía tanta ropa encima en todo el bar. Quizá por eso fue que no pude evitar pasar derecho sin preguntarle al menos cuánto cobraba: porque era diferente a las demás.

“50 mil el rato bebé”, me dijo. No me interesaba negociar hasta que sentí su excitante acento paisa en sus palabras, por lo que terminé pidiéndole rebaja. “Está bien bebé, 40 mil”, y eso porque gracias a Dios aún era virgen.

Mis compañeros de locuras me ayudaron con la causa, y entre todos pudimos reunir el dinero que me llevaría a conocer lo que por años solo había visto por internet. Si te lo preguntas, no, no pensé en ti antes de subir al segundo piso y pagarle al viejo que recibe el billete. Por el contrario, agarré a esa paisa rápido y subimos de una porque tenía prisa.

Estando allí, ya con preservativo en una mano y papel higiénico en la otra —que es lo que le entregan a uno cuando hace el desembolso— duramos diez minutos esperando a que desocuparan una habitación. En ese lapso me enteré que mi primer polvo tenía 30 años, 12 ejerciendo el oficio; que tenía un nombre, el cual no recuerdo, y que ya era mamá de un muchacho que tenía la misma edad que yo (17) y se llamaba igual: Sebastián.

Cuando al fin salieron de un cuarto una muchacha con cara de estudiante primípara y un viejo cincuentón, entramos a nuestro ‘nidito de amor’, mientras acomodaba mi pantalón que estaba fastidiándome más de lo usual. Mi paisita cambió las sabanas y se encerró en el baño para ponerse algo más “cómodo”. Salió con un bikini blanco de pepitas negras, y luego se postró en la cama con piernas abiertas, como dándome vía libre para hacer valer mis 40 mil pesos.

Increíblemente, por si te niegas a creerlo, jamás pensé en ti mientras hacía chillar la cama. Estaba concentrado en dejar una buena imagen y el olor de esa prepago era tan enloquecedor, que era imposible pensar en algo diferente. Haz de cuenta que era perfume de dama estrato seis.

Sin embargo, y para tu consuelo, ante la ansiedad que ocasiona tener una mamacita, experimentada y paisa mujer en mi primera cogida, debo confesar que no duré más de cinco minutos en el acto. A ella no le sorprendió para nada. Incluso me preguntó si seguíamos de largo hasta las seis. Por razones de seguridad me despedí dándole un beso en la boca y ella me respondió que bueno y que vuelva pronto.

No fue tan enseguida, pero ahí estuve buscándola nuevamente, ya con mejor motor para la corrida. Fue el año pasado, después de varios meses de haber terminado. Desafortunadamente no la encontré, y me tocó a una cachaca invertirle los 40 mil. En aquella ocasión sí me acordé de ti, aunque no de gran manera. Pensé: “debería traer al man con el que me puso los cachos un montón de veces.  De pronto a él también le queda gustando y la deja sin nada”.

*La historia relatada no es propia del autor. Aquel optó por usar la primera persona para expresar de una mejor forma la anécdota de un amigo.
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