San Gil, en Santander, es promocionado como un destino de aventura y naturaleza, pero detrás de esta imagen se esconde una realidad cruda: un modelo turístico fracturado que prioriza negocios efímeros sobre sostenibilidad.
Aunque las guías lo presentan como un "paraíso de deportes extremos", su infraestructura y gestión ambiental revelan un fracaso sistémico.
La "ciudad" se ha llenado de establecimientos de hospedaje y comida rápida dirigidos a turistas, la oferta se concentra en servicios básicos, sin integrar experiencias culturales o comunitarias auténticas. Hoteles económicos y hostales "party" proliferan, pero carecen de regulación en seguridad y manejo de residuos, contribuyendo a la degradación urbana, todos apuntando a lo más básico, alimentar, alojar y sobreexplotar un río, una cueva y una cascada.
El río Fonce, otrora emblemático para el rafting, arrastra toneladas de plásticos y aguas residuales sin tratar justamente de los propios hoteles. Pese a campañas esporádicas de limpieza, no hay planes integrales de saneamiento, sin embargo, todos en la capital turista callan ante basura acumulada en sus aguas, resultado del abandono institucional y la falta de educación ambiental, pasen por la casa de mercado, vean y huelan el río, quizá se ahorren ir a la India.
Actividades como el torrentismo o el ciclismo de montaña se comercializan sin estudios de impacto ambiental, todo mediado por operadores turísticos, priorizan ganancias rápidas, ignorando la capacidad de carga de los ecosistemas.
El crecimiento desordenado ha atraído delincuencia: robos a turistas aumentaron un 40% en 2024, según reportes locales. Además, la falta de oportunidades para residentes ha generado resentimiento. Comunidades campesinas denuncian que el "turismo de aventura" no les beneficia económicamente, mientras sus tierras son degradadas por visitantes irresponsables.
San Gil no es un modelo turístico, sino un caso de cómo la explotación desmedida y la falta de planificación convierten la belleza natural en mercancía desechable. Sin políticas públicas robustas y sin involucrar a las comunidades, su futuro no es la sostenibilidad, sino el colapso ambiental y social. Urge un replanteamiento radical antes de que sus ríos y montañas sean solo recuerdos en folletos obsoletos.
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