Hay trenes que no van a ninguna parte, que se pierden en el murmullo de sus propios rieles, como si el destino fuera un pretexto y el viaje, un espejismo. Otros, más astutos, te arrastran al pasado, a esa ciudad que alguna vez soñó con ser. Pero el Metro de Medellín no te lleva, no te arrastra: te contiene, te aprieta, te reduce a una gota temblorosa entre dos vidrios empañados, a un bostezo atrapado en la marea de horarios, protocolos y una cultura que nunca fue tal, sino un decorado pintado con prisas, un telón que se rasga al primer roce. Lo llaman “Metro”, pero es un mito, un relato que brilla desde lejos, como un faro en la niebla, y que se vuelve monstruoso cuando te atreves a habitarlo, cuando te sumerges en su vientre de acero y promesas rotas. Porque este tren, este orgullo antioqueño que nos vendieron con fanfarrias, no es un sistema: es una fachada, un castillo de naipes que se tambalea bajo el peso de la realidad, bajo el aliento caliente de una ciudad que ya no cree en cuentos.
Nos hablaron de un Metro ejemplar, un modelo de civismo, una joya de modernidad que pondría a Medellín en el mapa de las grandes urbes. Nos contaron que sus vagones eran templos de respeto, que sus andenes relucían como espejos, que su puntualidad era un reloj suizo incrustado en el corazón de Antioquia. Pero basta un viaje en hora pico, bajo la lluvia que cae como un reproche, para entender que los decorados no resisten el peso de los cuerpos, ni la urgencia de una emergencia, ni el simple deseo de llegar a casa sin sentir que el aire se acaba. A las seis de la tarde, cuando el sol se despide y la ciudad se aprieta contra sí misma, los andenes son un mar humano, un latido colectivo que empuja, que suda, que espera. Ocho minutos entre trenes. Ocho minutos que son un siglo, una condena, una burla. En cualquier metro del mundo, ocho minutos son un lujo de la madrugada, un suspiro en la calma de la noche. Aquí, en Medellín, son la norma, el pan de cada día, la medida exacta de la indiferencia. Y no es que falten trenes, no es que las máquinas se hayan cansado: es que sobra desdén, es que ajustar frecuencias implicaría pensar en los pasajeros como personas, como nombres, como historias, y no como cifras en un informe, como sombras que llenan vagones y desaparecen.
El Metro presume de protocolos, de esa palabra que suena a orden, a control, a seguridad. Pero cuando alguien cae, cuando el cuerpo de un hombre se desploma en el andén, cuando el corazón de un profesor del Pascual Bravo se detiene en un vagón, los protocolos se revelan como lo que son: un guion mal escrito, una farsa que depende de la víctima. Que sea el accidentado quien active la alarma, quien tenga la cortesía de no morir sin avisar, quien se las arregle para no interrumpir el espectáculo. El caso de ese profesor, que se fue en silencio mientras el sistema miraba para otro lado, es un grito que resuena en los túneles: no hay desfibriladores, no hay personal capacitado, no hay urgencia en los rostros de quienes deberían actuar. Porque el Metro se diseñó para verse bien, para posar en las postales, para impresionar a los turistas con su brillo de aluminio y sus letreros bilingües. No se diseñó para salvar vidas, ni para consolar, ni para ser humano. Es una máquina que late sin corazón, un reloj que marca las horas, pero no entiende el tiempo.
Nos hablaron de una “cultura Metro”, y por un momento la creímos. Ceder el asiento, hablar en voz baja, no comer en los vagones: reglas simples, casi poéticas, que pintaban una ciudad posible, una Medellín que se miraba en el espejo y se gustaba. Pero el mito se deshizo como un castillo de arena bajo la marea. Llegaron los trenes llenos, las lluvias que no perdonan, la tensión de una ciudad que corre contra sí misma. Hoy, la cultura Metro es un chiste mal contado, una máscara que se cae al primer empujón. Los andenes no tienen barreras para prevenir suicidios o accidentes, esos bordes de cristal que en otros metros son un abrazo de seguridad. El personal no acompaña, no guía, no escucha: se limita a repetir avisos por parlante, frases grabadas hace veinte años que suenan como un eco de lo que pudo ser. Y en medio del hacinamiento, los ladrones tejen su red. El cosquilleo en el bolsillo, la mano invisible que se lleva el celular, la billetera, la dignidad: todo es cotidiano, todo es impune. El Metro es el nuevo paraíso de los carteristas, y la respuesta institucional es un murmullo, una promesa tibia que se pierde en el ruido de los vagones.
Cuando llueve, las estaciones se convierten en ríos. El agua gotea desde los techos, el piso se vuelve una trampa resbaladiza, y en algunas estaciones, como si el cielo se hubiera cansado de fingir, la lluvia cae en cascada. No es un imprevisto, no es una sorpresa: es Medellín, es el aguacero que llega puntual cada tarde. Pero no hay un trapo, no hay un cono de advertencia, no hay un funcionario con una escoba. La lluvia es tratada como un fenómeno paranormal, como si la ciudad no tuviera dos estaciones: la de Niquía y la del diluvio. Y mientras el agua se acumula, los pasajeros esquivan charcos, resbalan, maldicen en voz baja. Porque el Metro no está preparado para la ciudad que lo sostiene, para la ciudad que lo financia, para la ciudad que lo necesita.
El Metro brilla cuando hay turistas. Entonces sí, las frecuencias se ajustan, los pisos relucen, los trenes llegan como si entendieran el valor del tiempo. Es un esfuerzo teatral, una coreografía para los ojos extranjeros, para los flashes de las cámaras, para los titulares que hablarán de la modernidad antioqueña. Pero cuando los turistas se van, cuando la temporada alta se apaga, el sistema vuelve a su estado natural: negligencia, espera, abandono. Es una doble moral que duele, porque el ciudadano local, el que paga los impuestos, el que llena los vagones, recibe el peor trato. Para el extranjero, el confort; para el paisa, la paciencia. Como si ser de Medellín implicara aceptar el mal servicio, como si la resignación fuera parte del boleto.
Y luego está el personal, ese otro rostro del desastre. Hay funcionarios que ríen frente a un accidente, que miran una emergencia como si fuera una película de acción, que responden con frases cínicas o con el silencio. Hay testimonios que duelen: de brazos cruzados, de miradas perdidas, de celulares que se roban la atención. Policías que chatean, que revisan Instagram, que confunden vigilancia con posar en el andén. Trabajadores que ignoran al usuario porque están ocupados en WhatsApp, como si el uniforme los eximiera de toda responsabilidad, como si la tragedia fuera un asunto ajeno. El Metro no es solo un medio de transporte, es una promesa, un sueño de ciudad moderna, eficiente, humana. Pero ese sueño se ha torcido, se ha roto, se ha convertido en una pesadilla de concreto, de goteras, de risas inoportunas y protocolos que no sirven para nada.
El mito del Metro persiste porque hay quienes aún quieren creer, porque el recuerdo de lo que fue pesa más que la evidencia de lo que es. Pero los hechos son tercos, y el Metro está enfermo. Sus vagones son ataúdes con rieles, sus andenes son escenarios de una tragedia anunciada. No hay voluntad de curarlo, no hay un plan, no hay un gesto que diga: “Esto puede cambiar”. Señores del Metro de Medellín: la ciudad los necesita, pero no así, no con esta soberbia de vitrina, no con esta doble moral que reserva lo mejor para los de afuera y lo mínimo para los de aquí. Inviertan en mantenimiento, no en campañas de imagen. Capaciten al personal, no solo en lo técnico, sino en lo humano, en la empatía, en el peso de una vida. Instalen barreras de contención, aumenten las frecuencias en hora pico, prohíban el uso personal de celulares en horario laboral si eso interfiere con la atención. Respondan con prontitud ante emergencias, hagan seguimiento, corrijan, exijan. Y sobre todo, dejen de hablar de cultura si no están dispuestos a ejercerla.
Porque el Metro no es solo un tren, no es solo un sistema: es una promesa. Y esa promesa se cae a pedazos entre la indiferencia, los charcos, los empujones y un abandono que ya no se puede ocultar. Medellín merece más que un mito, más que un decorado, más que un relato que se desmorona al primer aguacero. Merece un Metro que sea de verdad, que no solo transporte, sino que cuide, que entienda, que viva. Pero hoy, ese Metro no existe. Hoy, solo queda la gran farsa, el orgullo que se desvanece, el abandono que nos mira desde los rieles.
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