Desde las primeras sociedades hasta los complejos metropolitanos y la consolidación de los Estados modernos, el gobierno de las cosas humanas nunca ha sido una tarea sencilla. Hemos transitado de la imposición violenta del poder a mecanismos formales cargados de rituales y simbolismos para orientar a las sociedades. Sin embargo, a pesar de los sofisticados procesos de la democracia representativa, persiste la perversión de las formas de gobierno basadas en autoritarismos, imposiciones y violencias de diversa índole, entre las que resaltan dominaciones calladas, invisibles, opacas. Este fenómeno no solo responde a la ausencia de figuras de autoridad y liderazgo, sino que también refleja un estancamiento civilizatorio, un impasse que afecta la configuración misma de las relaciones humanas y evidencia la creciente degeneración de las culturas de poder.
Al analizar las recientes manifestaciones públicas en el mundo y en el país, se pueden identificar las narrativas y prácticas cotidianas que moldean las relaciones colectivas de este tiempo. Se hace evidente una brecha creciente entre quienes detentan el mando y la representación institucional, y las realidades concretas de las poblaciones y los territorios. Tanto los discursos gubernamentales, como los de las oposiciones parecen desconectados de las necesidades y sensibilidades inmediatas de la gente, lo que genera desconfianza y una sensación de abandono y contingencia permanente. Las ciudadanías recurrentemente relatan experiencias de desgaste frente a promesas incumplidas por parte de quienes fueron elegidos para representarlas. Mientras tanto, la corrupción, la burocracia y el individualismo erosionan la confianza en el liderazgo tradicional y también en las opciones progresistas, que en muchos casos terminan reproduciendo los mismos vicios que denuncian.
En este contexto se percibe una crisis, no solo en las estructuras formales del poder, sino también en las prácticas colectivas; las redes comunitarias, los movimientos sociales y las plataformas digitales, espacios donde la ciudadanía expresa su voz y busca resonancia, son oídos, pero no escuchados. Las organizaciones comunales también enfrentan desafíos como la fragmentación, la falta de continuidad en los esfuerzos y la dificultad para concretar e institucionalizar cambios duraderos. El gobierno de las cosas humanas está desconfigurado y la gestión de lo común no encuentra canales efectivos. Los gobernantes olvidan que las comunidades no solo demandan representación formal o propagandas superficiales sobre el desempeño gubernamental, sino que exigen una participación directa en la toma de decisiones y en la gestión de los asuntos que las afectan. No hay posibilidad de cambio si tras el márquetin político se ocultan modelos jerárquicos tradicionales que, aunque proclaman la horizontalidad y la cooperación, no las practican.
Estamos ante una tensión profunda entre gobernantes y gobernados, marcada por la pérdida de confianza, banalización de la participación colectiva y la inoperancia de las formas de gobernanza
Estamos, entonces, ante una tensión profunda en la relación entre gobernantes y gobernados, marcada por la pérdida de confianza, la banalización de la participación colectiva y la inoperancia de las formas de gobernanza para responder a las necesidades de la sociedad. Si percibimos malestar, fragmentación e incredulidad ante la falta de garantías institucionales, menosprecio por la diversidad social y ciudadana, y persistencia de lógicas de dominación y control, surge la pregunta ineludible: ¿Qué hacer al respecto?
La respuesta no puede postergarse. Es necesario actuar aquí y ahora, abriendo espacios para la actualización de los pactos sociales y territoriales de convivencia, con un sentido de colectividad que fortalezca la estructuración social del cuidado desde la diversidad humana y no humana. Es imprescindible exigir una democracia que no funcione a partir de gestos narcisistas, evitando que las elecciones se conviertan en la simple renovación del neoclientelismo y la perpetuación de las castas políticas de uno u otro lado que erosionan el bienestar colectivo. Se requiere recuperar el sentido de la movilización autónoma, sin caer en la manipulación mediática o política de ningún tipo. También es fundamental evaluar los discursos y prácticas que se han presentado como "alternativas" para, a partir de esa reflexión, valorar el camino recorrido y construir nuevos consensos sociales alejados de los caudillismos, las autocracias y las cooptaciones.
Es momento de fortalecer los vínculos sociales y territoriales, superando el aislamiento y la dispersión. Esto debe comenzar desde los vecindarios, las organizaciones y agremiaciones, para preservar su capacidad vinculante y convertir estos tejidos personales y colectivos en un verdadero factor de cuidado y autocuidado. Solo así podremos avanzar hacia una gestión más esperanzadora y efectiva de lo común.