Cara de niño con alma de acero: los golpes que han hecho brillar más fuerte a Jerry Rivera

Cara de niño con alma de acero: los golpes que han hecho brillar más fuerte a Jerry Rivera

Accidentes y la muerte de su mamá han sido duras etapas en la vida de este artista que brillará una vez más en Viva la Salsa 2025, en El Campín de Bogotá

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mayo 14, 2025
Cara de niño con alma de acero: los golpes que han hecho brillar más fuerte a Jerry Rivera

Durante años lo llamaron “El niño de la salsa”, como si la juventud fuera una etiqueta perpetua, una marca que no envejece. Jerry Rivera, con sus baladas melosas y su rostro perfecto, era la respuesta tropical al fenómeno del ídolo adolescente. Pero detrás del apodo y los coros pegajosos, había un muchacho que crecería golpeado por la vida —de forma literal y metafórica— y que, contra lo que muchos esperaban, no se quebró. O al menos, si lo hizo, se reconstruyó con una fuerza que nadie vio venir.

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Nació en Humacao, Puerto Rico, en 1973, en una familia que no sabía ser otra cosa que musical. Su padre era director de orquesta. Su madre, corista. En su casa no se hablaba de fútbol o de política, se hablaba de arreglos, de voces, de ritmo. Jerry fue el tercero de los cuatro hermanos, pero el primero en volverse una figura de cartel, el que llenaba estadios, el que firmaba discos con manos temblorosas, el que provocaba suspiros adolescentes desde que tenía 15 años. A esa edad grabó su primer álbum. A los 17, ya era un fenómeno en América Latina. A los 19, Cuenta conmigo rompía récords que antes eran territorio exclusivo de Marc Anthony o Rubén Blades.

Y entonces pareció que todo sería siempre así. Fácil. Triunfal. Como una clave en tempo perfecto. Pero no. La vida, como la salsa, tiene giros que no siempre se pueden ensayar.

En agosto de 2018, Jerry Rivera estaba en Ecuador, listo para otro concierto, otro aplauso, otro estribillo coreado. Subía al escenario —una estructura improvisada— cuando todo colapsó. La tarima cedió y Jerry cayó al vacío como si el pasado se rompiera con él. El diagnóstico fue quirúrgico y brutal: fractura del fémur derecho, operación inmediata, meses de terapia, miedo.

“Pensé que no volvería a caminar”, dijo después, con una voz que no tenía nada del niño de cara bonita, pero sí todo del hombre que había sentido el peso de sus huesos partidos.

Fue un silencio largo. Nadie estaba acostumbrado a verlo así, fuera de escena, sin la sonrisa permanente, sin el cuerpo que bailaba con la voz. Algunos pensaron que su carrera había terminado. Otros, que el accidente era un símbolo: una estrella caída.

Pero el golpe más duro vendría dos años después. En julio de 2020, mientras el mundo entero se encogía por culpa de una pandemia, Jerry vivía su duelo más íntimo: la muerte de su madre, Dominga Rodríguez de Rivera, “Minguita”, su guía, su voz de fondo, su soporte de siempre. “Ella fue mi faro”, escribió en sus redes. “Mi motor. Mi aplauso más importante.”

La muerte de Minguita no ocupó portadas internacionales, pero fue el verdadero epicentro de su quiebre. Si algo lo había sostenido en los años de aplausos y también en los de silencio, era esa mujer que lo empujó desde niño a cantar con fuerza, que creyó en su talento cuando apenas era un adolescente lleno de espinillas y nervios. Con ella murió también una parte de su sonido, su origen.

A pesar de los dolores —del accidente, del duelo, del silencio, de los años en los que la industria dejó de mirarlo con la misma pasión—, Jerry Rivera volvió.

Volvió con un disco, con una gira, con conciertos por el mundo. Volvió con una presencia distinta. Ya no era el niño bonito. Era el hombre que había sobrevivido a la caída, que había enterrado a su madre, que había sentido la soledad y el abandono de la industria y había decidido, a pesar de todo, seguir cantando. Seguir triunfando.

Su voz, dicen quienes lo han escuchado en los últimos conciertos, suena más profunda. Tiene grietas. Y en esas grietas, como en las mejores canciones, hay verdad. Cuando canta “Ese”, ya no es solo la historia de un amante perdido: es un testimonio. Cuando entona “Cara de niño”, se ríe un poco. Como si supiera que el tiempo ha pasado, pero que algunas cosas siguen intactas.

Jerry Rivera nunca dejó de ser estrella. Pero ahora brilla distinto. No por el fulgor inmaculado del que nunca cae, sino por la luz temblorosa del que cayó y aprendió a levantarse. Ya no necesita demostrar que es joven o perfecto. Le basta con ser honesto. Con cantar desde ese lugar donde duelen las pérdidas, donde se recuerda a la madre, donde un escenario puede fallar pero la voz no.

Y tal vez por eso, hoy, es más artista que nunca y por eso será una de las voces principales del concierto Viva la Salsa que el próximo 4 de julio el productor Ricardo Leyva pondrá a sonar en el estadio El Campín de Bogotá, donde se presentará junto a los más grandes en una fiesta única.

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