A veces los artistas cantan para olvidar, y otras veces cantan porque no puede olvidar. El gran Yeison Jiménez lo hace por las dos. Desde afuera se ve el traje, el escenario, el hombre que se convirtió en una súper estrella del despecho. Pero adentro —más atrás del sombrero y de las luces— está el niño, el joven y el adolescente que creció en una casa sin paredes propias, entre gritos de vecinos borrachos, madres desesperadas y tipos que olían a trago y a miedo.
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Su infancia no fue una novela: fue un inquilinato en Patio Bonito, en el sur de Bogotá, siete familias apretadas en una sola casa, compartiendo los mismos techos y los mismos silencios. “Mi casa fue un desastre, huevón, era un desastre total”, le dice Yeison a Juan Pablo Raba en su podcast “Los hombres sí lloran” y deja entender que él no habla de la pintura descascarada o de los colchones delgados, sino del mundo que lo rodeaba. Un mundo hecho de bandidos, putas, vendedores de trago, vendedores de droga. Un mundo donde la niñez es un lujo que intenta acabarse a los diez años, si es que alguna vez existió.
En ese lugar donde vivía Yeison crecer era sobrevivir. “Usted escuchaba todo y veía todo”. Las peleas cuando el tipo llegaba borracho y le pegaba a la mujer. Los sollozos de la mamá cuando el hijo regresaba drogado. Las bicicletas robadas que cambiaban de manos en cada esquina. Y entre tanto ruido, entre tanto caos, el rap. La música era su salida. Lo salvó antes de que él supiera que necesitaba ser salvado.
Pero la calle no lo soltó fácil. Su hermana Juana quedó embarazada a los 15 años de un hombre que —literalmente— se salvó de la muerte: le dispararon cinco veces y no murió. Vivían al lado de su casa. Eran los que mandaban en la cuadra. Eran los malos. Junto a aquellos bandidos llegaron las fiestas, las rumbas, los primeros tragos y las primeras amenazas y los primeros pases.
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El artista que hoy llena estadios y cuanto lugar quiere tenía 14 años. Estaba en una terraza del tercer piso, sin baranda, solo un ladrillo donde se apoyaban para mirar la cuadra. “Y ahí estábamos con cinco manes grandes del barrio, todos ladrones que estrenaban tenis todos los días”. Era el uniforme de los duros: ropa nueva, ciclas ajenas, motos robadas. “¿Para qué roba usted?”, les preguntaba Yeison, siendo un niño. “Para vestir, para comer y para beber, papi. Nosotros robamos pa’ eso. Pa´ Nada más”.
Y entonces vino la prueba. Uno de esos tipos, “un pelado bien maluquito” lo acorraló con un vidrio y un poco de coca. “Eche un pase, Chinche”. Yeison dijo que no. Y Volvió a decir otra vez que no. Hasta que el tipo le dijo con la mirada clavada en sus ojos de niño inocente que si no lo hacía lo tiraba de la terraza. Yeison sabía que aquel demonio era capaz de lanzarlo en medio de su trance de drogadicto.
Y Yeison se echó el pase.
Su cuerpo no lo aceptó. Manos dormidas. Cara dormida. Un corrientazo en el pecho. El corazón como una piedra. Era una droga muy pura. Ellos rompían las piedras de coca y eso era lo que consumían. Era una droga pesada. Y sin embargo, siguió. Porque en esa esquina donde se creía que “ser hombre” era drogarse. Y allí nadie estaba preparado a esa edad para ser la burla de los demás y menos en un parche tan pesado.
También probó marihuana, lo hizo como unas seis veces. No lo contó con orgullo pero si con la tranquilidad de haber sido algo de momento, de la vida que le enseñó que las drogas nunca fueron lo suyo. Las vece que lo hizo le cayeron mal. El cuerpo le colapsa: llegan la paranoia, la descoordinación, y la angustia. “Las drogas no son para mí”, dice con una certeza que solo da el haberlas probado desde el borde de un tejado.
Yeison no romantiza el pasado. No se victimiza. Lo cuenta con la voz de quien ya caminó por el fango y no le teme a mancharse de nuevo. Pero también con la calma de quien hoy madruga a hacer ejercicio, evita la cafeína y apenas toma licor cuando realmente le provoca. Ya no lo hace por moda. ni por imagen. Sino porque aprendió —a punta de golpes— que su cuerpo y su mente tienen un límite, y que ya lo cruzó demasiadas veces.
“Hoy en día ando supertranquilo, superliviano. Me llegan problemas y pasan”. Él ha pasado por tantas cosas, que sabe que los problemas y los choques y los malos entendidos que no faltan, son algo más.
Tal vez por eso canta como canta. Porque sabe que la vida no es justa, pero a veces ofrece redención y la suya llegó en forma de micrófono. Porque cada vez que un acorde suena, él no solo canta para otros: canta para el niño de 14 años que se echó un pase con miedo, para el hermano que casi no sale del fango, para el amigo que le mataron, para la madre que lloró en la pieza de al lado, hasta para el ladrón que se topó en el camino Porque él sabe que el sobrevivir también merece una canción y ser cantado ante miles de almas que también, como él, han sabido que la vida no es una novela.