Hace unos días, un amigo cercano, culto, sensible, de esos que elevan cualquier conversación, me compartió una columna publicada en Ethic, titulada “El Papa gana a Vargas Llosa”. Lo hizo con total deferencia, como quien invita a la reflexión sin imponer una conclusión. Daba a entender que con esta columna quería hacerme la siguiente reflexión: "parece que estos tiempos oscuros ya no premian a la razón, sino al símbolo".
El artículo, bien escrito y sutil, señalaba que el papa Francisco había superado en influencia global a Mario Vargas Llosa. Para su autor, ese hecho no era meramente anecdótico, sino sintomático: la cultura parecía inclinarse más hacia el dogma emocional que hacia el pensamiento crítico. En su lectura y en la de muchos, el pontífice encarna una espiritualidad popular, pero desprovista de rigor; mientras que Vargas Llosa representaría el último bastión de la razón liberal ilustrada.
Confieso que lo leí con interés. Vargas Llosa no es solo un referente para mí: es, sin exageración, el escritor que más admiro. En su obra descubrí una forma de narrar el mundo que combina lucidez con belleza, y una defensa tenaz de la libertad que aún resuena como un alegato. Su liberalismo, aun con sus excesos, se expresa como un código moral: la convicción de que todo poder debe tener límites, y que todo individuo tiene derecho a pensar, disentir y elegir.
Pero, a pesar de esa profunda admiración, no comparto la tesis del artículo. No porque desacredite al autor, ni porque subestime a quienes se inclinan por la razón como brújula única. Lo hago, más bien, porque creo que hay planos distintos de la experiencia humana, y no todos pueden medirse con el mismo rasero.
En mi vida y en mi vocación jurídica, la razón es indispensable: es el método, el camino, la estructura con la que ordeno el mundo. Pero por encima de todo eso está la fe. No como dogma vacío, ni como refugio emocional, sino como certeza íntima. Una certeza que no cancela la razón, sino que la trasciende.
Santo Tomás de Aquino, uno de los mayores juristas y teólogos de la historia, lo explicó con admirable equilibrio: la fe y la razón no se contradicen, sino que convergen hacia la verdad. Pero esa convergencia no es simétrica, en los asuntos esenciales, la moral, la justicia, el sentido de la existencia, la fe tiene primacía. Porque la razón, por excelsa que sea, se detiene ante el misterio. Y ahí comienza la luz de la fe, que no niega, sino que completa.
Ahora bien, vale hacer una precisión jurídica y filosófica: no se defiende aquí a la Iglesia como institución estructurada, ni a la religión como aparato normativo con poder político. Ese sería otro debate, necesario, pero distinto. Lo que se defiende con firmeza y convicción es la figura de Francisco, el hombre que ocupa hoy el trono de Pedro, pero que ha preferido caminar descalzo entre los escombros del mundo.
Francisco no representa el dogma opresivo, sino la ruptura con la soberbia clerical. Su pontificado ha sido una forma de desobediencia moral frente al oropel eclesial. Ha preferido la misericordia sobre la condena, la ternura sobre el juicio, la justicia restaurativa sobre el castigo eterno. Y en eso se acerca más al espíritu de las bienaventuranzas que a los códigos de poder.
Decir que el papa “ganó” a Vargas Llosa puede sonar a provocación. Pero quizá haya algo más: en un mundo desbordado de información, algoritmos, ruido y escepticismo, la voz del papa y no solo la de Francisco sigue apelando al alma. No a los datos, ni a los sistemas, sino al corazón humano. Habla del perdón, de la misericordia, de la dignidad de los últimos. Y eso, aunque incomode a algunos intelectuales, sigue siendo profundamente transformador.
Mi amigo, aunque creo no profese la fe, es un hombre recto, honesto y generoso. Lo admiro. Sé que su intención al compartir aquella columna era interpelarme desde el afecto. Eso también es nobleza: dialogar desde la diferencia sin buscar la superioridad. En ese sentido, él mismo es una prueba de que se puede vivir con ética, incluso sin una fe explícita. Y eso merece todo mi respeto.
Pero también le respondí, como creyente y como ciudadano, que hay una línea que no se puede trivializar. La fe no es una superstición de siglos pasados. Es un patrimonio espiritual y moral de la humanidad. Defenderla no implica imponerla, sino recordarle al mundo que no todo es calculable, que no todo se compra ni se debate, que hay verdades que se viven más que se demuestran.
La religión no debe ser fanática, ni ciega, ni inquisidora, pero tampoco debe ser objeto de burla, ni relegada al folclor. Es un derecho como cualquier convicción profunda y, en muchos casos, la fuente de la virtud cívica. Respeto por el otro, justicia, compasión, solidaridad: valores que emanan de la fe bien entendida y que el derecho positivo, en su evolución, ha sabido reconocer.
Por eso, con todo el afecto y la estima que le tengo, le dije a mi amigo: no, no creo que el papa le haya ganado a Vargas Llosa. Pero si así fuera, tampoco sería una derrota de la razón. Tal vez sea una señal de que lo sagrado aún tiene voz en medio del caos. Y de que, incluso en este siglo descreído, la fe bien vivida, bien pensada, bien actuada sigue siendo el principio más alto del alma humana.
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