Ajúa: los peligros de la demagogia en la democracia

Ajúa: los peligros de la demagogia en la democracia

"Los pueblos enferman de vez en cuando de la razón, inoculados por el virus de los gritos de los fanáticos, que buscan justificar el uso de la fuerza y la arbitrariedad"

Por: Iván D. Villota López
mayo 22, 2020
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Ajúa: los peligros de la demagogia en la democracia

Para la Italia fascista, il duce. Para la Alemania nazi, sieg heil. Para la Colombia (de siempre), ¡ajúa!

Ajúa fue el grito militar que su general Eduardo Zapateiro, nuevo comandante del ejército nacional, exclamó efervescente en una transmisión de noticiero, a nivel nacional. Un espectáculo casi circense (de circo) que se acerca a una payasada (de ejercito) que se dejó ver y escuchar en los televisores de los colombianos.

Con mirada amenazante, corporalidad contundente y voz estridente, un hombre en camuflado escupía un discurso cualquiera y digo cualquiera, porque era eso y nada más, un espectáculo de sus talentos para la demagogia, un talento peligroso y más en una persona con su cargo.

La demagogia proviene de las raíces griegas (que no pegaremos aquí) pero que en resumidas cuentas significan conducir o guiar al pueblo, en este método las palabras se convierten en instrumento de persuasión y más aún de manipulación.

Ya que los griegos le dieron el nombre a todo, no se podían quedar sin acuñar aquel, los sofistas eran un parche muy famoso de hace unos 2500 años, que se dedicaban, entre otras, a seducir con la palabra y uno que otro, claro, a decir sofismas (razones o argumentos falsos) (RAE). La demagogia de estos pensadores nunca le cuadró a Aristóteles, quien tildaba este discurso de aberrante, por degenerar la democracia y convertirla en una alocución de palabras bonitas pero vacías, que se alejaban de la razón.

Y precisamente tenía eso, razón, los sofistas iban a conquistar altos escaños en la polis, a punta de palabras bonitas, pero no solo ellos, la demagogia sería un instrumento que iba reencarnar en los políticos y los milicianos del mañana, por los siglos de los siglos (amén).

Lo siguiente leerlo con voz hitleriana (o de Paloma Valencia o del senador Mejía, va dar igual): “¡un pueblo triste y con hambre, debe levantarse entre las colinas verdes de este mi país amado y guerrero, ¡donde la desgracia ya se acabo!” (tengan la bondad de sentarse). Pues lo anterior no son más que una sarta de estupideces, vacías y sin fundamento, un ejemplo más de demagogia barata. Pero estos discursos ampliamente reproducidos no son tan estúpidos como ya habíamos dicho, sino son más bien peligrosos, dado que apelan a los sentimientos y a las pasiones, que van creando fanatismos insostenibles.

Fanáticos y demagogos como el general han existido muchos, (sin querer siquiera compararlo, sino para efectos del estudio del poder de la demagogia). Napoleón Bonaparte, dicen, tenía amplia habilidad en el discurso. Cuentan que, cuando llegó a Egipto, dijo: “¡Soldados desde lo alto de estas pirámides 40 siglos os contemplan!”. Los soldados quedaron petrificados, cómo no, menuda frase para alguien que se haría coronar emperador, en el país del equilibrio de poderes y el pacto social. Los dictadores del siglo XX no harían menos, Hitler y Mussolini (exmilitares también) enardecían a sus seguidores con discursos estridentes y expresiones exageradas casi patéticas, bueno no tanto, Frank Capra (director de cine) diría que estos personaje serían de una comedia, claro, si no hubiesen asesinado tanta gente (también tenía razón).

Como vemos, el poder y la demagogia combinados son arma peligrosa. Para dar ejemplos más criollos, Laureano Gómez, asiduo conservador, apodado el monstruo, paralizaba a sus rivales con sus potentes discursos, entre los que dejaba salir frases como “hay que separar el oro de la escoria”. No llegó a ser más que presidente y sus palabras atizaron el sectarismo que llevaría a la “violencia”. Fíjense que, por otro lado, la tristeza combinada con chicha del pueblo, que nunca más escucharía el discurso de Gaitán, hizo arder en llamas a Bogotá.

Su parte harían luego los jefes guerrilleros y los paramilitares de nuestra era. Carlos Castaño se arrojaba en un discurso “patriótico”, recalcitrante y guerrerista que mancharía de sangre al país; más tarde los políticos de la guerra no harían lo contrario, enarbolando sus sofismas.

Volviendo al discurso del general Zapateiro, que le habló (o le gritó) a la “tierra en que nació”  Para prueba de su demagogia vacía, entre los bramidos se le coló decir que dizque nosotros “amamos su empresa”, vaya error, o no tanto, si se refería en lo empresarial a algunos inversores de falsos positivos o a los emprendimientos de chuzadas, pero eso lo amarán otros.

Entre otras cosas Zapateiro no es ningún aparecido, además de demagogo, es un hombre de guerra. Ha ocupado cargos de alto nivel, participado en la operación Jaque (sí, la de Ingrid), la del Fénix (sí, en la que se metieron al Ecuador a matar a Reyes) y se ha hecho famoso por ofrecer condolencias públicas por la muerte de alias Popeye, entre otras osadas hazañas.

Los ingleses en su momento no reeligieron a Churchill porque quien les hizo ganar la guerra no los haría llegar a la paz, Colombia al parecer se prepara para la guerra (más guerra).

Los pueblos enferman de vez en cuando de la razón, inoculados por el virus de los gritos frenéticos de los fanáticos, que con sus discursos buscan justificar el uso de la fuerza y la arbitrariedad. Esperemos no enfermar más (se les advirtió).

¿Que nos deparará Zapateiro? Ya diría El general en su laberinto.

—Por favor, ¡carajo!, déjenos hacer tranquilos nuestra edad media.

Ah, si llaman al celular y les responden: ¡Ajúa! No soy yo.

¡Ajúa!

 

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