Agua de Dios nació de una herida colectiva: fue, durante casi un siglo, el lazareto más grande de Colombia. Allí llegaron, a partir de 1870, los primeros sesenta pacientes con la enfermedad de Hansen —la lepra— atraídos por el rumor de unas aguas termales capaces de aliviar el dolor.
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El Estado, urgido de encontrar un lugar donde confinar a los enfermos, decidió que aquellas quebradas y sus fuentes calientes eran suficientes para levantar una frontera sanitaria. Cercas de alambre, ocho retenes de policía y un reglamento implacable los separaron del resto del país. Desde ese momento los habitantes de Agua de Dios se quedaron sin derecho a votar, si derecho a heredar y casarse. Los habitantes quedaron suspendidos en una existencia que parecía prestada.
Con el tiempo, la aldea desarrolló una rutina que mezclaba silencio y rebeldía. Para evitar que billetes “contaminados” circularan fuera de las rejas, el gobierno acuñó las coscojas, unas monedas toscas que solo tenían validez dentro del perímetro. La población, sin embargo, no se limitó a esperar la muerte. Fundó su propia fuerza de policía, dictó ordenanzas locales y levantó negocios que mantenían viva una economía paralela. El aislamiento también engendró una geografía emocional: el Puente de los Suspiros, primer puente colgante del país inaugurado en 1875, marcaba el punto exacto donde las familias se despedían; más adelante, la Casa de la Desinfección obligaba a visitantes y burócratas a someterse a baños rigurosos antes de marcharse.
La vigilancia se extendía más allá de las rejas. Cazarrecompensas conocidos como “secretarios de la lucha antileprosa” recorrían el país señalando a cualquiera con malformaciones visibles. Muchos fueron enviados al lazareto sin siquiera padecer la enfermedad: portadores de dermatitis o artritis compartieron destino con los enfermos reales y, una vez cruzado el retén militar que antecedía al pueblo, no había retorno.
Sin embargo, la vida insistía. En los tanques de Los Chorros, las aguas termales calmaban llagas y temblores; en el convento de Betania, el joven sacerdote italiano Luis Variara dedicó su juventud a vestir, alimentar y consolar a niños mutilados. El cementerio revela, en tumbas firmadas solo con nombres, la vergüenza que algunas familias de élite escondieron al borrar apellidos. Incluso turistas extranjeros, sorprendidos por un diagnóstico en tránsito, quedaron atrapados en este limbo colombiano.
El cerco empezó a ceder cuando los avances científicos demostraron que la lepra no se transmitía por contacto casual y, sobre todo, que se podía curar con un tratamiento prolongado de sulfonas primero y antibióticos orales después.
En 1961 se ordenó desmontar el régimen de aislamiento y, dos años más tarde, Agua de Dios fue reconocida como municipio pleno. Muchos antiguos pacientes optaron por quedarse entre las calles que habían construido a punta de resiliencia; otros regresaron a sus lugares de origen con la sombra del estigma pegada a la piel.
Hoy, las ruinas del hospital San Rafael se desmoronan bajo la humedad y el tiempo, y la Casa de la Desinfección apenas sostiene sus muros castigados. Sin embargo, al recorrer esas estructuras abandonadas, es imposible no percibir la dignidad que floreció dentro del encierro. Agua de Dios, la “ciudad del dolor” de antaño, se reinventa como un recordatorio de hasta dónde puede llegar el miedo y, al mismo tiempo, de la capacidad que tienen los seres humanos para darle sentido a la vida incluso cuando todo alrededor parece un despojo.
El youtuber Kevin Bolaños recorrió el pueblo y realizó este video