En medio del agite electoral que mueve al país, hemos visto en los últimos días al expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez, participando y convocando a sus simpatizantes para que lo acompañen en la correría que realiza por varias regiones. En municipios del Valle del Cauca y Antioquia, su tierra natal, son muy pocas las personas que atienden las invitaciones del que quizá fue el presidente más mediático que haya tenido Colombia.
De aquel hombre de carácter fuerte que increpaba a sus adversarios no queda nada. El artífice de la política de la “seguridad democrática”, de “mano firme y corazón grande”, el que acuñó la frase “trabajar, trabajar y trabajar”, hoy refleja cansancio y agotamiento, producto de las múltiples batallas políticas y judiciales que ha tenido que librar. Por ello, en el horizonte se dibuja el ocaso político del patrón.
Ya no llena las plazas públicas. Cada vez que sale a caminar, rodeado de su nutrido cuerpo de seguridad, no falta quien le reclame por los falsos positivos o por las decisiones que afectaron a los trabajadores durante su gobierno. De aquel expresidente combativo, el mundo solo observa un pálido reflejo. Son pocos los que atienden su llamado, incluso dentro de su propio partido, el Centro Democrático. Quienes llegan a su finca en busca de su bendición política son, en su mayoría, figuras sin peso electoral, es decir, quienes ya huelen el humo de la derrota.
A sus seguidores también les preocupan las imágenes que circulan en redes sociales, donde se le ve como un anciano cansado, con bolsas bajo los ojos y manchas en el rostro, lo que podría ser un aviso de que su estado de salud y emocional no es el mejor. Así, los colombianos y el mundo presencian el ocaso del patrón en medio de una campaña electoral que apenas comienza.
Uribe no solo enfrenta su situación judicial y la de su familia. Lo que quizá más lo desvela es que de aquel gran partido político, donde muchos imitaban hasta sus gestos, ya no queda nada. Solo permanece una gran lección: el poder es circunstancial, nadie puede ganarle al peso de los años, y menos en medio de juicios e insultos que recibe cada vez que su pálida figura aparece en público.
El gran caballista, el hombre que con sus discursos paralizaba a la nación, el que enfrentó a muerte a la otrora guerrilla más poderosa del hemisferio occidental, hoy es apenas un espejismo. Su legado deja enseñanzas: en la política colombiana nadie es insustituible. Álvaro Uribe Vélez, quien encarnó la obra El Príncipe de Maquiavelo, el que alguna vez fue más temido que amado, hoy inspira lástima y pesar, incluso entre sus fieles seguidores.
Sin restarle el mérito de haber sido un hombre valiente en cualquier escenario, no fue tan leal a sus funcionarios y congresistas cercanos, muchos de los cuales terminaron en prisión por delitos cometidos durante sus dos periodos de gobierno. Su poder fue tan grande que, aunque el mundo se derrumbaba a sus pies, jamás lo alcanzaba la fuerza de los escándalos: Yidispolítica, parapolítica, Agro Ingreso Seguro, las chuzadas del extinto DAS y los falsos positivos que dejaron en la cuerda floja a militares, políticos y empresarios. Uribe siempre se defendía alegando que todo obedecía a una venganza criminal.
Hoy, en el ocaso del patrón, vemos que la justicia finalmente lo alcanzó. Aunque logró salir airoso en algunos procesos, su hermano menor no corrió la misma suerte. Quizá la evidencia fue demasiado contundente. Así, antes de la contienda electoral de 2026, los colombianos ya avizoran el ocaso del gran patrón.
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