En los barrios más golpeados de Bolívar, donde a veces el hambre se hereda como un apellido y los niños aprenden antes a aguantar que a leer, apareció una idea simple y radical: cocinar juntos. En calles de arena, bajo techos improvisados, entre casas sin pintura y sin promesas, surgieron las ollas comunitarias, una estrategia del gobernador Yamil Arana que —más allá de sus ingredientes— ha logrado algo que pocos programas sociales consiguen: aliviar, al menos por un día, el vacío persistente del estómago.
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La idea comenzó como una jornada piloto, pero pronto se volvió costumbre. Cada semana, en distintos puntos de Cartagena y del resto del departamento, una veintena de barrios encienden los fogones. Se reparte leña, se reparten verduras, se reparten tareas. Las mujeres cortan, los hombres revuelven, los niños miran. El olor del sancocho trifásico —ese que combina carne de res, pollo y cerdo— empieza a colarse entre los callejones y las ventanas abiertas. En menos de dos horas, hay fila. Larga. Silenciosa. Y detrás de cada plato, una historia que no siempre cabe en palabras.
En El Pozón, por ejemplo, más de mil personas se congregaron alrededor de la olla el pasado domingo. No hubo espectáculo, ni tarima, ni discursos interminables. Solo un gobernador —con botas embarradas— que caminó entre charcos y escuchó a quienes pocas veces son escuchados. La escena se repitió en Tierra Bomba, Nelson Mandela, La Boquilla, San Francisco, Olaya Herrera. Cuarenta ollas. Cuarenta barrios. Miles de platos. Y sobre todo, miles de niños que ese día no pasaron hambre.
Las cifras no lo dicen todo, pero ayudan a entender el alcance: más de 12.000 personas atendidas en una sola jornada, buena parte de ellas menores de edad. Para muchos, fue su única comida caliente del día. Para otros, la única en dos. En algunos sectores como el 14 de febrero o Los Almendros, los pequeños se agolparon alrededor de los juegos inflables y los talleres lúdicos organizados como parte de la actividad. Rieron, jugaron, comieron. Durante algunas horas, dejaron de ser cifras en un boletín de pobreza infantil.
El gobernador Yamil Arana ha insistido en que las ollas no son un acto de caridad, sino una herramienta para el encuentro. "Este no es solo un plato de comida, es un espacio para pensar en conjunto soluciones reales", dijo durante una de las jornadas. Su equipo lo acompaña: funcionarios, asesores, líderes comunitarios. Todos se reparten entre cucharones, mesas plásticas y hojas de papel donde se anotan reclamos y peticiones.
Para los niños, el impacto va más allá de lo inmediato. Según la Secretaría de Salud del departamento, varios barrios que participan de forma periódica en las jornadas han mostrado una leve mejora en los indicadores de peso y nutrición infantil. No es una solución estructural —lo saben—, pero sí una pausa en la tragedia de la desnutrición. Una tregua con el hambre.
En algunas ollas, incluso, se han empezado a incluir actividades educativas: charlas breves sobre salud, higiene, alimentación balanceada. Talleres de dibujo, de lectura, de expresión corporal. La comida como excusa, como puerta de entrada, como punto de partida.
Las ollas comunitarias también han fortalecido a las Juntas de Acción Comunal, que hoy juegan un papel clave en la organización de cada jornada. Son ellas quienes coordinan los insumos, los horarios, los espacios. Y son, además, quienes han empezado a documentar las necesidades urgentes de cada sector: una escuela sin baños, una guardería sin techo, un comedor escolar que no recibe insumos desde diciembre.
El hambre sigue ahí. No se ha ido. Pero ya no se esconde. Las ollas la nombran, la enfrentan. La retan. Y aunque no la venzan por completo, la obligan a retroceder, al menos por unas horas.
En Bolívar, hoy se lucha contra el hambre con cucharas. Con sancocho. Con niños riendo. Y con adultos que, mientras revuelven el caldo, también revuelven una esperanza: que tal vez, solo tal vez, esta vez sí pueda cambiar algo.