De fortines criminales a salones: los 69 predios de narcos que la SAE se ha entregado a universidades

Universidades del Valle, Caldas, Distrital y otras han recibido parte de los predios incautados que ahora se transforman en aulas y residencias estudiantiles

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diciembre 15, 2025
De fortines criminales a salones: los 69 predios de narcos que la SAE se ha entregado a universidades

El edificio Hormaza siempre había estado ahí, como una referencia, aunque vetusta ubicada en el corazón de Cali, próximo a lugares icónicos como La Iglesia La Ermita, la Plaza de Caicedo, el Museo del Oro Calima y la Iglesia de San Francisco, entre otras edificaciones de valor histórico.

Durante décadas fue un punto fijo en el paisaje urbano, un bloque de siete pisos donde se había movido parte de la economía paralela de la ciudad. Allí, según decían los expedientes viejos, el supuesto narcotraficante Julio César Ramírez Gómez había montado una oficina que funcionaba al ritmo de la cocaína que salía hacia el norte. El edificio servía de centro de operaciones discreto, con pasillos que olían a humedad y oficinas amplias donde entraban hombres que no dejaban rastros.

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Con los años, Ramírez fue condenado por enriquecimiento ilícito y más tarde absuelto por prescripción, pero sus bienes siguieron otro camino: la extinción de dominio. Y en esa ruta el Hormaza terminó en manos de la Sociedad de Activos Especiales, una bodega estatal de sobrantes del crimen. Lo que antes había sido un nudo de operaciones ilegales se transformó en un espacio disponible; pero disponible no siempre significa útil, y durante un tiempo el edificio se quedó ahí, sin rumbo definido, hasta que Gustavo Petro nombró como director de la SAE al economista de la Universidad Santo Tomás Daniel Rojas.

Cuando Rojas llegó a la dirección de la SAE empezó un cambio que Petro traía consigo de que los bienes incautados debían ser algo más que cifras en un inventario. Rojas lo dijo a su manera, sin discursos: que los predios debían volver a la vida pública, que la universidad y el campesinado podían ser destinos más lógicos que las subastas interminables. Con ese criterio, empezó a mover procesos que llevaban años quietos. El edificio Hormanza fue el primero que puso en la lista de entregas. Tenía 428 metros de terreno, 2.762 de construcción y siete pisos de historia. Parecía un espacio ideal para una sede universitaria. Su entrega a la Universidad del Valle se convirtió en el símbolo de un giro que buscaba transformar el archivo del crimen en infraestructura para la educación.

No fue el único movimiento. Cinco meses después, en mayo de 2024, la SAE entregó a la Universidad de Antioquia un lote incautado a la Oficina de Envigado. Se trataba de la finca Las Antillas, 2.996 metros cuadrados con casa principal, construcciones auxiliares, parqueadero, quiosco y piscina. Lo que había pertenecido a una organización criminal terminó asignado a proyectos académicos. Rojas repetía, sin necesidad de énfasis, que esa era la intención: ampliar la infraestructura de las universidades públicas con bienes que antes sostenían economías ilegales.

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Ese mismo impulso lo llevó a otra entrega: las 463 hectáreas en Caldas que alguna vez habían formado parte de las propiedades de Gonzalo Rodríguez Gacha, alias el Mexicano. Allí, en los años ochenta, el capo había montado una base rural con seguridad armada y actividades que servían a su negocio. Décadas después, la SAE organizó la entrega a la Universidad de Caldas. La institución planeó usar el predio para investigación, proyectos agrícolas y restauración ecológica. Setenta hectáreas se reservaron para recuperación ambiental. Lo que en otro tiempo fue símbolo del dominio criminal se convertía en un paisaje académico.

El mapa de entregas se amplió. En Santander, la Universidad Industrial recibió un motel incautado a redes criminales vinculadas a explotación sexual. El lugar, que había funcionado durante años en la clandestinidad, pasaría a ser residencia estudiantil para mujeres. A la misma institución le llegaron otros dos predios. Las Unidades Tecnológicas de Santander obtuvieron un espacio para ampliar sus aulas. En Montería, la Universidad de Córdoba incorporó una casa urbana que fortalecería su capacidad institucional. En Bogotá, la Universidad Distrital recibió cinco predios que integraría a sus planes de expansión. La Universidad Pedagógica y Tecnológica obtuvo cuatro inmuebles valorados en más de cuatro mil millones, además de vehículos para movilizar estudiantes entre sedes. La Universidad del Valle sumó siete predios más a sus proyectos. Unipaz recibió un edificio y recursos para una clínica y un módulo universitario en una región donde la violencia armada había marcado el territorio. Y otras instituciones públicas se integraron en la misma lógica: la Universidad de Cundinamarca, la Tecnológica del Chocó, y varias más.

En paralelo, el caso del Castillo Marroquín añadía un matiz particular. El edificio, que había tenido vínculos con corrupción, lavado y narcotráfico, pasó por años de procesos judiciales y de administración estatal. Parte del predio fue asignado a universidades públicas. La estructura, antes símbolo del exceso de ciertos grupos criminales, empezó a reacomodarse como espacio cultural y académico.

La SAE tenía bajo su inventario más de treinta mil inmuebles, entre urbanos y rurales. Cinco mil ya estaban en extinción de dominio; veinticinco mil en proceso. Había también dos mil sociedades, más de cinco mil medios de transporte y cerca de trece mil animales. La magnitud del portafolio mostraba que el país había dejado un rastro amplio de bienes derivados del delito. La tarea ahora consistía en convertirlos en infraestructura útil.

En cada uno de esos casos aparecía el mismo patrón: bienes incautados que dejaban de ser depósitos muertos y entraban en procesos universitarios. El equipo de la SAE entendió que esa línea debía continuar más allá de un funcionario, y cuando Rojas salió del cargo en junio de 2024 para asumir el Ministerio de Educación, Amelia Pérez tomó el relevo. La transición fue menos notoria de lo que suele ocurrir en las oficinas estatales. Pérez siguió la ruta trazada, como si la tarea estuviera escrita en el inventario mismo: entregar bienes a instituciones públicas, especialmente universidades.

Pero no bastaba con entregar predios. Muchos habían pasado por abandono, invasiones, deterioro. Antes de transferirlos, la SAE debía recuperarlos, estabilizarlos, regularizarlos. Solo entonces podían iniciar su siguiente vida: adecuarse como laboratorios, residencias, aulas o centros de investigación.

En las regiones, el cambio ya era visible. Las antiguas fincas del crimen se volvían campos para prácticas académicas. Los edificios de lavado de dinero eran ahora oficinas administrativas universitarias. El motel que había servido a redes ilegales se convertía en alojamiento para estudiantes. Y el castillo que simbolizó el auge de una economía paralela se transformaba en un centro universitario. La política avanzaba con una intención clara: unir la reforma agraria con la educación superior. Y así la tierra incautada no solo pasaba al pueblo; se convertía en un lugar para aprender, investigar y vivir una nueva historia.

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