Resistió al peligroso Bronx y regresó para levantar un café de alta calidad donde antes reinaba el miedo en Bogotá

La Estanzuela fue su escuela y el Bronx su peor pesadilla. Hoy, Luis Alberto Díaz apuesta por un proyecto que busca transformar el barrio que lo vio crecer

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diciembre 13, 2025
Resistió al peligroso Bronx y regresó para levantar un café de alta calidad donde antes reinaba el miedo en Bogotá

Luis Alberto Díaz García llegó a Bogotá en 1975, cuando tenía apenas doce años y un morral pequeño donde apenas le cabían dos mudas de ropa y la ilusión de ganarse unas monedas. Venía de Ubaque, un municipio rodeado de montañas verdes y silencios lagos, donde el tiempo se mide por el paso de las nubes y no por el ruido de los buses. Lo trajo un amigo de la familia que le había dicho, casi en secreto, que en el centro de Bogotá había un lugar donde hasta la chatarra se pagaba bien. Había que ir, probar suerte y aprender a moverse entre el olor a gasolina y el sonido metálico de los repuestos.

Ese lugar, hace cincuenta años, era el barrio La Estanzuela: un hervidero de mecánicos, compradores, distribuidores y vendedores que convivían como si todos fueran parte de una misma coreografía ruidosa. Entre las carreras 14, 16 y 18, los buses llegaban por montones a cambiar motores, a pasar de gasolina a diésel y a buscar “la pieza que sólo la consiguen allí”. Era una especie de templo automotriz donde se regateaba con la misma devoción con la que en otros sitios se reza.

A ese mundo entró Luis Alberto, todavía bajito, delgadito, con la camisa que le quedaba grande y los ojos puestos en los cajones llenos de tornillos, bujías y empaques traídos de Estados Unidos. Comisionaba para varios repuesteros. Iba y venía cargando piezas, entregando recibos, cobrando lo que le tocaba. En La Estanzuela, vender un tornillo era negocio. Y un niño rápido y despierto podía moverse con ventaja.

Con el tiempo, lo que empezó como una oportunidad se convirtió en un destino. Luis Alberto se hizo parte del paisaje del barrio. Conoció a los comerciantes, aprendió a oír los motores para saber qué les dolía, atendió clientes, abrió cajas, cerró cajas, y poco a poco fue llevando a sus hermanos, primos y amigos al negocio. Sin proponérselo, terminó convirtiendo aquella zona del centro en una especie de empresa familiar extendida, donde todos, de una u otra forma, aprendieron a vivir del mundo de los carros.

Bronx

Allí también conoció a Luz Mirian Dueñas, una joven de Gachalá que había llegado a Bogotá siguiendo un camino parecido al suyo: trabajar, surgir, respirar un aire diferente al del pueblo. Con ella formó una familia y con el tiempo nacieron Diana, Luis y Liliana.

El barrio era tranquilo, al menos en apariencia. Había ruido, claro, pero del tipo mecánico: motores, compresores, golpes de martillos. No había nada que hiciera pensar en lo que vendría después.

Porque la historia cambió de rumbo cuando Bogotá decidió intervenir la antigua “olla del Cartucho” y, como si se tratara de una mudanza sin destino claro, gran parte de los habitantes de calle se desplazaron hacia una zona cercana que pronto sería conocida como el Bronx. Allí, al lado de talleres y negocios de repuestos, comenzó a levantarse un mundo oscuro que creció en silencio primero y sin silencios después.

Luis Alberto recuerda que tenía unos doce años cuando pasó por primera vez por ese sector en bicicleta, junto a un amigo. Una habitante de calle, de unos setenta años, les ofreció marihuana sacándola del pecho como si fuera un dulce. Ellos salieron pedaleando con el susto atorado en la garganta. Años después, vino lo peor: el consumo se extendió, la violencia aumentó, los olores cambiaron y la sombra del Bronx empezó a cubrirlo todo.

Bronx

Cuando la alcaldía de Gustavo Petro instaló los CAMAD en la zona de la “L”, el flujo hacia el Bronx se hizo aún más evidente. Para Luis Alberto, aquello fue como oficializar la tragedia: “Era como si les hubieran puesto techo y permiso para seguir ahí”, diría. Las reglas eran simples: no se metan con nosotros, no los molestamos. No vieron nada, no dijeron nada. Una ley tácita, silenciosa, que aceptaban quienes necesitaban seguir trabajando cerca.

A su hijo, Luis, siempre lo cuidó. Le decía con quién podía juntarse, a dónde podía caminar, qué esquinas evitar. No quería que se mezclara con los muchachos de la calle, que ya tenían sus propias historias de consumo, violencia y destinos rotos. Paradójicamente —como suele pasar en estas ciudades llenas de ironías—, fue en el colegio donde más le ofrecieron drogas, no en el Bronx.

Luis estudió en el Colegio Militar Antonio Ricaurte y, desde joven, empezó a trabajar como ayudante en los locales de su papá. Entre clases y herramientas, intentó estudiar medicina veterinaria, luego ingeniería mecánica, y terminó graduándose como veterinario. Pero aun con un título universitario, seguía viendo cómo la zona se deterioraba. En 2011 y 2012, los muertos aparecían casi a diario. Los talleres empezaron a vaciarse. Los clientes dejaron de llegar por miedo. Y el barrio quedó marcado con el sello de delincuencia, prostitución y droga, como si todos cargaran la misma cruz aunque no tuvieran nada que ver.

Bronx

Pensaron, incluso, en cerrar los locales con ladrillo y buscar otra vida lejos de allí. Pero Luis Alberto decidió resistir. Se mantuvo firme. No era terquedad: era necesidad, era historia, era el único oficio que conocía desde los cuatro años, cuando sus padres lo llevaban al taller a escuchar el ruido de los motores como si fueran canciones.

La intervención definitiva del Bronx en 2016 fue un golpe duro. Vecinos, comerciantes, trabajadores: todos pagaron los daños colaterales. La zona quedó señalada durante meses, como si las ruinas también fueran suyas. Pero al mismo tiempo, la intervención abrió la puerta a algo inesperado: la posibilidad de empezar de nuevo.

En 2019, con su esposa Edna, Luis —el hijo— sintió que había llegado el momento de probar un camino distinto. Pensaron en café. No sabían nada, pero tenían ganas. Descubrieron la palabra “barismo” y les sonó a oportunidad. Se metieron a un curso de 220 horas en una academia del centro donde se hablaba del café como si fuera un ser vivo. Aprendieron a tostar, a moler, a calibrar máquinas. Y un año después, en plena pandemia, abrieron una cafetería.

La bautizaron “Vronx60 Café del Renacer”. Con V, no con B, porque querían reinterpretar la zona y no cargar con su pasado. Era un guiño, una declaración, una apuesta por transformar una palabra que antes daba miedo en un símbolo de resistencia.

Contra todo pronóstico, el negocio creció. Tienen dos locales, clientes fieles y un objetivo claro: ofrecer café de calidad a precios bajos y abrir oportunidades para jóvenes que, como ellos en su momento, necesitan una puerta distinta para empezar.

Luis Alberto, el padre, aún sigue entre repuestos, tornillos y motores. El hijo, entre espressos y capuchinos. Y ambos, de alguna manera, siguen reconstruyendo la historia del mismo barrio, intentando demostrar que incluso en los lugares más golpeados hay espacio para la dignidad y para volver a empezar.

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