Historia del abandono del campo
Opinión

Historia del abandono del campo

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septiembre 18, 2013
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Con motivo de las recientes manifestaciones ha venido Colombia a darse cuenta de que tiene un sector rural, y aún más importante, que lo tenía abandonado.

Como todas las cosas, esto tiene su historia, sus antecedentes y sus explicaciones, que es bueno tener en cuenta para entender mejor la realidad actual.

En los cincuenta y sesenta la sabiduría convencional consideró que el progreso consistía en modernizar los atrasados países latinoamericanos, desarrollando su industria y volviendo citadina y urbana a la mayoría de la población. La teoría implicaba que los esfuerzos y recursos de la Nación se dedicaran a ese propósito, dando preferencia a la ciudad sobre el campo. La explotación agrícola acabaría subsidiando este proceso, extrayendo excedentes de lo que ahí se producía para montar la nueva sociedad y la nueva economía. La protección obligaría a los colombianos a consumir productos nacionales a costo tal que volviera rentable el montaje de empresas en el país, de forma que el campesino —la mayoría de la población entonces— ayudaba pagando productos industriales a altos precios, y lo que Marx llamó el ejército de desempleados de reserva aplicaba al empleo rural para bajar los salarios.

Por ser Colombia un país donde el 70% de las exportaciones las representaba el café, la Federación de Cafeteros se convirtió en algo así como un ‘Estado dentro del Estado’, asumiendo su papel en las zonas cafeteras (llevando la electrificación, carreteras, salud, etc.) y siendo el principal contribuyente a los ingresos nacionales y presupuestales tanto por vía de impuesto como por traslados directos. El caso es un exponente del modelo pero por su peso va más allá y se volvió determinante en la economía rural y nacional.

Ese fue el esquema de la Cepal que rigió durante una veintena de años y que después vendría a ser cuestionado; sin embargo, la verdad es que cumplió pasablemente su expectativa en lo positivo, y a través de un potente Ministerio de Fomento y un poderoso IFI (Instituto de Fomento Industrial) contribuyó a una aceleración en la industrialización del país; pero también en lo negativo, pues creó un gran desequilibrio entre las condiciones no solo de vida sino de actividad económica entre el campo y la ciudad. El epítome y culminación de este proceso fue el montaje de las Upac para dirigir el grueso de la economía a la construcción y que el crecimiento urbano fuera, además de la columna vertebral del modelo, el motor a través del cual giraría todo el desarrollo de la economía. El proceso de olvido del país rural lo completó el ‘mercadeo político’, donde, tras las migraciones, con una pequeña obra en un barrio de invasión se conseguían diez veces más votos que con megainversiones en el campo.

Algunos elementos de la Reforma Constitucional de 1968 tomaron en cuenta las deficiencias de ese modelo o los problemas que conllevaba. Por eso se incluyeron conceptos como definir la función social de la propiedad, no solo en su ejercicio sino también en su esencia; la importancia de fortalecer la planeación no solo a través de un Departamento con mayor poder, sino con la obligación del ejecutivo de presentar planes de desarrollo para su mandato; y la Comisión del Plan o Congresito que debería garantizar la estabilidad y continuidad de un modelo de desarrollo a mediano plazo.

El gobierno del Mandato Claro fue más allá y proclamó su Plan que denominó de ‘cerrar la brecha’. Insistentemente el presidente López Michelsen repitió que no solo se refería a la que existía entre pobres y ricos sino sobre todo a la de entre el campo y la ciudad. Así la primera medida fue unificar el salario mínimo entre los dos sectores (¡antes era diferente!); se creó el programa DRI de Desarrollo Rural Integrado para llevar servicios e infraestructura a las zonas rurales (algo como hacía la Federación de Cafeteros acercando salud y educación al tiempo que carreteras y acueductos a esas regiones); se complementó con el programa PAN (Plan Alimentario Nacional) para ayudar a garantizar la subsistencia y la calidad alimentaria de la población campesina. También se fortalecieron institutos como el ICT Instituto de Crédito Territorial que llevó más de trescientas mil viviendas a los pequeños pueblos del territorio nacional; o como el Instituto de Construcciones Escolares encargado de esa función en el sector rural que duplicó el total de lo construido hasta entonces históricamente; o se estructuró más racionalmente el tratamiento del problema de la tierra dividiendo las funciones del Incora para que el tema de riegos y adecuación le correspondiera al Himat. En resumen se montó lo que hoy se anhela y se nombra como un Modelo de Desarrollo Rural. Entonces también fue expresiva y representativa la actitud ante el gremio que seguía siendo de mayor importancia, cuando, ante la presión para que el Estado se apoderara de sus buenos resultados el presidente dijo “la bonanza cafetera es de los cafeteros”.

Este modelo se apoyó poco bajo el Gobierno siguiente que dio preferencia a un programa de grandes obras públicas con el nombre de Plan de Integración Nacional; y pese a sus nombres (‘Cambio con Equidad’ y ‘Plan de economía Social’) a los siguientes mandatos les correspondió el tránsito a las nuevas escuelas económicas, culminando con la declaración por boca de la Directora de Planeación que proclamó el ingreso a la ‘modernización de la Economía’ entrando a la era del Consenso de Washington. Las nuevas reglas del juego fueron impuestas bajo Gaviria, como diría Rudolph Hommes, “sin que el país se diera cuenta mientras se distraía con los debates de la Asamblea Constituyente”; y desde entonces rige la ‘libre competencia’ que según el mismo Hommes hace que la lógica sea importar lo que en el extranjero y en el mercado spot se encuentra más barato y pagarlo con la exportación de nuestros recursos naturales (lo que la teoría llama acabar con los ‘ineficientes’).

El desequilibrio creado por el modelo cepalino estaba lejos de haberse compensado para el nuevo modelo con sus diez mandamientos, y el campo y sus problemas parecieran ni siquiera existir; además la explotación de campo por sus condiciones cae siempre en la categoría de no competitiva en comparación con otros renglones de la economía. La libertad de empresa y la libertad de mercado es, como lo dijo alguna vez el Chileno Tommich, la libertad de los sardinas para vivir entre los tiburones (o como diríamos entre nosotros ‘pelea de tigre y burro amarrado’): desaparecieron tanto la preocupación por la suerte del campesinado colombiano, como el interés por llevar recursos e invertir en actividades agropecuarias, y así llegamos a lo que hoy vemos. Las excepciones creadas a favor de sectores con condiciones particulares del establecimiento como el caso AIS o el de la palma africana bajo el Gobierno anterior (exenciones tributarias, créditos subsidiados, precios especiales, etc.) y los mecanismos inventados por el sector privado para aprovechar coyunturalmente estos desequilibrios (las hoy en debate inversiones en el Vichada), por no responder a ningún ‘modelo de desarrollo’ lo que han producido es mayor caos en la institucionalidad y mayor enervamiento en el sector campesino. En cambio, las consecuencias lógicas del desarrollo de ese modelo las vivimos en casos tan representativos como el sector cafetero el cual cubre más población que ningún otro y hoy sufre la quiebra de la Federación por la desaparición del Pacto y la irrupción de nuevos competidores más eficientes en un mercado libre. Una vez más lo que viven hoy los cafeteros es lo que más expresa y determina la situación del campo.

La vida del país depende de los modelos que aplica (modelos políticos, modelos económicos y Modelos de Desarrollo que integran los dos anteriores). Lo que hoy se vive es un modelo político y económico neoliberal en que en lo político al Estado lo remplaza el mercado, y, coincidentemente con eso, en lo económico reina la libre competencia: es el contrario de un Modelo de Desarrollo (que funciona vía planeación e intervención), o sea la integración alrededor del vacío. Si no se define un Modelo de Desarrollo no será la casi inocua rebaja de aranceles o un eventual (y dudoso) Pacto Nacional Agropecuario lo que nos saque adelante.

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