1° de Mayo en Bogotá: entre la furia del pueblo y el susurro de los libros en la FILBo

1° de Mayo en Bogotá: entre la furia del pueblo y el susurro de los libros en la FILBo

Como en una ciudad ante un huracán, Bogotá se blinda para la protesta: fiesta, caos, política y marihuana en la Séptima, donde el pueblo y la élite se cruzan

Por: Lizandro Penagos
mayo 06, 2025
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1° de Mayo en Bogotá: entre la furia del pueblo y el susurro de los libros en la FILBo
Fotos: Presidencia / FILBo

Como en las ciudades a las que azotan los huracanes, algunos lugares de la carrera Séptima de Bogotá se preparan con precaución para el paso de las movilizaciones sociales. Edificios de apartamentos, cajeros automáticos, estaciones de Transmilenio y negocios diversos, son cubiertos con polisiombra, los de dolientes más optimistas; y con láminas de madera, los de los pesimistas, que son optimistas mejor informados.

Está claro que en estos eventos siempre hay infiltrados de lado y lado, en esta polarización histórica que nos corroe. De hecho, la cuadratura de la Plaza de Bolívar evidencia lo cuadriculado de algunos pensamientos: el Congreso cubierto con un manto negro de polisombra y un excesivo dispositivo de seguridad (el que la debe, la teme); la Catedral con acceso a sus escalinatas, pero no a sus muros (la fe tiene sus límites); el Palacio de Liévano, ni lo uno ni lo otro (culata de la tarima central); y el Palacio de Justicia erguido, resiliente, solemne y amparado por la frase de Santander que nos hemos negado a aplicar en rigor: Colombianos, las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad.

Con todo y más, el jueves 1 de mayo, lo que se vive en la emblemática calle capitalina, es una fiesta variopinta de cultura popular y política, de proporciones antropológicas memorables. Todo es colorido y ruido, como obedece a los carnavales, en donde las máscaras cubren las veleidades humanas azuzadas por la utopía libertaria, a través de la calculada persuasión. En medio de pitos y saltinbanquis, de tambores que retumban como toda percusión en los oídos y el alma de los escuchas, de megáfonos que amplían discursos enardecidos y veintejulieros, de uniformes que definen sindicatos y agremiaciones, de vehículos convertidos en carrozas de reyezuelos, de bicicletas y camionetas que gritan el estrato de sus dueños; avanza la horda, el pueblo, la muchedumbre, la sociedad mezclada, un collage de banderas que como las marionetas se mueven al antojo de quienes las enarbolan para hacerse notar.

El sol refulgente sale como para no perderse el espectáculo y los vanidosos de la ciclovía ceden el paso a la vera del camino; ellos, que son como aquellos gallitos que creen que el sol sale para oírlos cantar, dejan pasar a la sociedad manifestante. El Museo Nacional, cerrado también como el del Oro, como la Casa del Florero, como el Museo Botero y la Casa de Moneda, como el Colegio Mayor, como las bibliotecas y librerías, como el Teatro Colón, como todos, custodia ese bombazo humano que se desplaza tardo por el asfalto de la Séptima, como los lahares de un volcán, como un río de sedimentos al que no se le nota la furia, pero que encierra una fuerza devastadora.

Huele a protesta, a inconformidad, también a manipulación y a humo, a comida, a chorizos y a perros, con salchichas y de cuatro patas; a mazorcas asadas, a tinto y a aguapanela, a aguas aromáticas, a cerveza y a aguardiente, a pollo asado y a pelanga, a incienso y a smog, y claro, por supesto, a cigarrillo y a mariguana, a mucha mariguana. No es Nueva York, pero vendedores ambulantes y estacionarios, deportistas e indigentes, gente de bien y miserables, todos fuman bareta con una devoción francamente admirable.

Los ministros y los ex se dan su roce. El de Igualdad y Equidad, Carlos Rosero, pasea su imagen de rastrafari casi inadvertido entre la gente; Iván Velásquez, ex Defensa, pasa apretujado entre la multitud rodeado por una manada de escoltas; un carro pasa muy despacito atibiorrado de afiches de la ex Salud, Carolina Corcho, con el rótulo de presidenta; el ex de Comercio, Industria y Turismo, Luis Carlos Reyes, Mr. Taxes, sonríe para fotos con la concurrencia, al lado de Clara López Obregón; y el de Educación, Daniel Rojas Medellín, lidera el séquito del presidente que con un fulgurante suéter carmesí y unos impolutos guantes blancos, llega acompañado de sus hijas y sin su mujer, cargado de más simbolismos que ayer y menos que mañana, a enardecer aún más los ánimos de un pueblo que como los fósforos, pierde la cabeza con nada.

Y comienza su discurso. Se entrega a la oratoria, a su retórica histórica, vehemente y belicosa, al tiempo democrática y revolucionaria, conciliadora y temeraria. El Congreso es su presa y no la suelta, la deja respirar solo para hendir más sus colmillos y ahorcarla con ahínco. Se entrega de nuevo a sus opositores que editarán sus palabras, destacarán frases sin contexto y premisas sin complemento. La plaza se va desocupando. Es hora de las imágenes de los medios tradicionales que dirán, otra vez, que esta movilización fue un fracaso y pagado.

Bogotá, que como buena metrópoli no deja espacio para descansar, de a poco se normaliza y el sector recobra sus dinámicas habituales: se retira el gentío ya silente, se enrrollan las banderas y se recogen los ánimos, los turistas con sus ojos de asombro toman selfies, los indígenas y su logística se mueven con precisión, el cambio de guardia presidencial se hace sin público, los indigentes escarban entre la basura y los escobitas esperan arrancar un turno fatigante, los militares recorren los alrededores y ahora las ventas de cachibaches de las aceras de la Séptima recobran todo su esplendor, mientras se come de todo.

En los contornos e inmediaciones, las camionetas blindadas esperan y recogen funcionarios de alto rango y pelafustanes picados de dignatarios de rancia alcurnia, que se untaron de pueblo en el último tramo del recorrido. Es cierto que el vulgo sirve para mimetizar en él aspiraciones políticas y politiqueras, pero tampoco para fundirse con él. Ellos también iban disfrazados.

El viernes es extraño: es un lunes raro, sin domingo anterior y sin martes posterior. Un bache. Una ruptura. Un día que interrumpe eso que los colombianos aman más que perder el tiempo: un puente festivo. La rutina no alcanza su acomodo del todo y la FilBo reclama a la masa, la afluencia de público el jueves estuvo floja y las cajas registradoras deben volver a sonar. Los poetas también estuvieron en la Plaza de Bolívar. Juan Manuel Roca lanzó un par de piedras preciosas del lenguaje en La Candelaria, donde departía con otros mechudos como él, canosos y con cachacos abrigos piedracielistas, sobretodos puestos ya casi sobre nada. Pero todos vuelven a la Feria Internacional del Libro, no importa que esté más mercantilizada y llena de chuchería que la carrera Séptima.

Y entonces se topa uno con Jota Mario Arbeláez, que ahora tiene más pelo y cada vez se muere con menos frecuencia. Tantas veces han declarado su muerte en los medios, que seguro nadie va a creer cuando de veras cruce la acera y no tenga necesidad de sembrarse más cabello, porque todas las calaveras son calvas. Y escucha uno a don Jorge Cardona, el eterno editor de El Espectador, hoy retirado, dictando cátedra de memoria y periodismo, recitando fechas y acontecimientos como si tuviera la capacidad de leer la historia reciente de Colombia en la cara de asombro de los asistentes a su charla. Y mira las interminables filas de seguidores de Carolina Sanín, que esperan la firma de su más reciente libro, y cuya imagen dista abismos de la arrogante columnista y escritora a la que no le sirve casi nada ni nadie. Y se queda por fuera del auditorio José Asunción Silva, un montón de personas que ya quisiera cualquiera de los escribanos a los que acompañan en sus presentaciones, solo amigos y transeúntes de la Feria que se sientan más que a oírlos a descansar. Una cantidad de tristes lectores de pantalla, que no pudieron ver a la española Elvira Sastre Sanz, la vedete de las letras españolas, que encumbrada por los medios destaca entre los españoles que son el país invitado.

Pero tal vez lo más asombroso de este breve recorrido por la FilBo, es ver un auditorio semivacío en el que Roberto Pombo entrevistaba a Alberto Casas Santamaría, quien presentó su libro Memorias de un pesimista. No había 50 personas y eso que la mayoría hacía parte del círculo cercano de los dos contertulios. Estaba María Emma Mejía, a la que aún la esbeltez y la belleza no abandonan, indicándole a su marido todo el tiempo que se pusiera bien el micrófono. A Alberto se le notan los 81 y a María Emma, casi nada los 71 abriles. Estaba Enrique Santos Calderón con su esposa, que lo arropaba con su chalina para atenuar el frío que lo tenía descompuesto y más tembloroso y encorvado que Casas. Estaba Juan Esteban Constaín, el prodigio payanés, consentido por El Tiempo y al que los medios maduraron como escritor, así como se maduran los aguacates: con periódico.

Una cosa queda clara, tanto de la movilización como de la FilBo: las elites ya no llenan ni las calles ni los auditorios, ya sus discursos no convocan al pueblo ni a las masas, ya no bastan únicamente los apellidos y los abolengos. El mundo ha cambiado, así muchas cosas sigan iguales. No se vive del pasado, ni de la historia, que la mayoría desconoce. El país sigue enfrentado, pero en el ambiente hay una brizna de esperanza. 

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