Parecería que a los colombianos les da lo mismo vivir en paz que en guerra

Parecería que a los colombianos les da lo mismo vivir en paz que en guerra

¿Estamos preparados para el post-acuerdo?

Por:
abril 17, 2015
Parecería que a los colombianos les da lo mismo vivir en paz que en guerra
Fotos: Archivo Vanguardia.com/Bluradio.com

Un fenómeno de psicología colectiva convoca a una reflexión sobre el estado anímico de la sociedad colombiana en relación con la paz del país. Nunca había avanzado un proceso con las FARC-EP, la organización insurgente más grande de todas las que han existido en la historia de la nación, tanto y tan metódicamente como lo ha hecho este proceso de La Habana, que ha ido superando dificultades, desconfianzas, inseguridades e incertidumbres para mostrar importantes resultados en materia de acuerdos políticossobre una agenda que se ha enriquecido en la discusión.

No obstante, en ocasiones,  da la impresión que a la mayoría de los colombianos le da lo mismo vivir en paz que en guerra. Ninguna motivación despierta en el espíritu colectivo las posibilidades de vida digna que se pueden abrir en un escenario de no confrontación, precedido de importantes transformaciones democráticas, ajustes institucionales y nuevas perspectivas sociales. El contagio de la multitud en las marchas y concentraciones populares despierta los estados anímicos de paz, que disuelven en el escepticismo del universo de lo individual y en las relaciones intersubjetivas por lo general cargadas de desconfianza, inseguridades e incertidumbres. Parece que la paz careciera de contenido real, de atributos de persuasión colectiva, de su necesidad: una paz  que aparece vacía de significado colectivo, de beneficio, de utilidad social o política.

Tal vez, la razón por la cual ocurre esto es que la guerra solo la ha padecido la población en el campo, la provincia, los sectores sociales rurales y campesinos. La guerra ha estado lejos de las ciudades, de sus habitantes, que saben de ella en la versión de los medios de comunicación en la comodidad de sus salas y habitaciones, sin sentir la crudeza de su tragedia. No es extraño que, de manera elemental pero contundente, amplios sectores de la población piense que la agenda de conversaciones de La Habana, lo acordado, no tiene nada que ver con las ciudades, con lo urbano, que en su esencia es una agenda campesina, y que debe serlo así, porque es allí donde se ha desarrollado la guerra, de donde han salido las víctimas, donde se ha producido el desplazamiento forzado, el despojo, el desarraigo, las masacres, el reclutamiento forzado, los genocidios. En esa perspectiva, se dice que lo que llega a la ciudad son sus consecuencias, sus víctimas, las secuelas de la guerra cargadas de necesidades y reclamo de derechos. Pero esto, no es absolutamente cierto, porque también las ciudades han tenido sus particulares padecimientos en materia de acciones de guerra.

La ciudad tiene otros padecimientos, otras angustias,  otros dolores, sus clases populares tiene otras agendas, al igual que sus clases medias.  Les da lo mismo vivir en paz que en guerra, porque n i lo uno ni lo otro lo sienten tanto como la pobreza, el desempleo, el hambre, la ausencia de derechos, la inseguridad, la incertidumbre de porvenir que les ofrece el modelo económico. En las ciudades habita la incredulidad y la desesperanza, y no hay un lugar para pensar en la paz colectivamente como derecho síntesis, y se mira con curiosidad pero no es razón de sus entusiasmos. Se piensa desde el pesimismo colectivo y pueden tener razón: que con la paz no va a cambiar nada…

Todo cambio esta precedido de una voluntad explícita de compromiso de transformación y eso no se ve. Los actos de gobierno, la agenda legislativa y la política de seguridad van en contravía de los acuerdos. La oferta de país al capital se construye sobre la entrega de los recursos estratégicos de la nación en las cumbres internacionales que se acompañan de mesas de mercado empresarial. No hay agenda macroeconómica para ofrecer a la población un futuro de posibilidades económicas que garanticen certezas esenciales de bienestar. La pobreza y el desempleo se reduce en las estadísticas oficiales pero crece en la realidad de los hogares: no cualquier cosa es trabajo, no cualquier forma de vida deja de ser pobreza. La indigencia se consolidad con el salario mínimo y las nuevas formas de esclavitud laboral. La informalidad ocupa el 70% de la población económicamente productiva y hay una creciente ocupación generada por la delincuencia y crimen organizado.

Un panorama desesperanzador muestra la actitud de los empresarios en materia de mejoramiento de las condiciones de trabajo, salario y seguridad social. La equidad no se puede construir sin un compromiso social superior de los sectores económicos y empresariales, y una mayor redistribución social de la riqueza resultante del trabajo humano. El paro forzado no construye posibilidades para lo humano y conflictua lo social.

¿Cuál es el aporte real que deben hacer los sectores económicos a la consolidación de la paz? No pueden pensarse solo desde sus intereses particulares de acumulación de riqueza sobre un universo de pobreza generalizada y tampoco puede reducirse a aportes voluntarios a un fondo de paz porque eso no resuelve nada. Su aporte debe estar dirigido a generar empleo digno y bien remunerado, unido a unas condiciones de mejoramiento estratégico de calidad de vida de las familias trabajadoras.

La mayor urgencia que tiene la paz es empleo digno y es desde allí que se construye la equidad en materia de derechos. No pueden ser los trabajadores, los campesinos, las comunidades étnicas, las mujeres, las poblaciones y los territorios los que tienen que hacer los grandes sacrificios para que la paz se consolide y beneficie con ella a los empresarios del campo y la ciudad, y al capital trasnacional. Ese modelo de paz no resuelve nada, es un modelo construido sobre una oferta de seguridades al capital y de incertidumbres a las poblaciones y territorios. Es un modelo de paz para los empresarios que se olvida de la gente. Es un modelo de paz para que el conflicto social y político se mantenga vivo, pero domesticado.

No creo que exista nadie que piense que los conflictos se van a acabar y que lo que se ha denominado “Postconflicto” es la finalización de los mismos en un país de leche y mermelada, como lo hubiese definido Zuleta.  Por el contrario, la finalización del conflicto armado tiene como consecuencia lógica el renacimiento de los conflictos sociales, económicos, políticos,  culturales, étnicos y de toda clase. Y eso demanda preparación para resolverlos, no para reprimirlos, sino para resolverlos. No se puede seguir atropellando a las poblaciones, como única forma de enfrentar su legítimo derecho a la organización, a la movilización y a la protesta. No se puede seguir asesinando a los dirigentes sociales y políticos, a los liderazgos de las poblaciones en los territorios, porque lo que va salir de allí es una nueva guerra. Desde ahora, el gobierno tiene que reconocer y proteger los liderazgos y las dirigencias sociales y políticas. Debe apropiar sus agendas de derechos, retomar sus pliegos de reivindicaciones y darles trámite de solución efectiva. El Gobierno debe hacer cese de hostilidades contra la protesta legítima y crear una instancia de alto nivel para resolver desde un nuevo e incluyente enfoque institucional los problemas de la gente.

No hay un solo lugar, al que uno vaya como conferencista a hacer pedagogía de paz, en donde no le reclamen por el comportamiento del Gobierno, las acciones paramilitares y la represión oficial de la Fuerza Pública, en donde no hagan público su odio por la forma que opera el Esmad. No se puede hacer pedagogía de paz desde el atropello y la muerte. Definir un cese a las hostilidades y diseñar una nueva y democrática estrategia de tratamiento de los conflictos sociales hacen parte de la preparación para los post-acuerdos.

La cultura de la globalización ha  destruido al  movimiento social y político, ha fragmentado la agenda social en miles de pequeñas y particulares agendas, ha generado agudos proceso de despolitización y desideologización, no hay pretensión ni de transformaciones estructurales, ni de revoluciones, ni de utopías que desarrollar…, desaparecieron los metarrelatos, todo comienza a pensarse como pequeño en la búsqueda de significativos cambios en el espacio local. Las poblaciones y los territorios adquieren sentido, pero las formas de organización se precarizan. Hay dispersión, fraccionamiento, separación, la unidad se hace más horizonte que realidad. Solo se sostienen viejas estructuras cargadas de vicios y liderazgos descompuestos y burocratizados. Igual que en las estructuras de dominación las crisis no generan cambios, sino ajustes y recomposiciones para seguir en lo mismo.  Se ven las movilizaciones, pero no crecen, no se fortalecen, no se transforman, no se subvierten, se encojen… No han surgido nuevos y vigorosos liderazgos y dirigencias capaces de modernizarse, de subvertirse, de colocarse en un nuevo horizonte de sentido político, pocos trabajan en esa dirección y quienes lo hacen reciben todo tipo de calificativos.

¿Por qué si la razón la tenemos nosotros, el poder lo tienen ellos?, ¿Por qué si la necesidad la tenemos nosotros, la riqueza la tienen ellos?, ¿Por qué si el hambre la tenemos nosotros, la comida la tienen ellos?... esto preguntaba con insistencia, en algún lugar que ahora no recuerdo, un líder popular del que he olvidado su cara y su nombre. No tengo la respuesta, pero considero que en gran medida eso obedece a la falta de organización, de unidad y de construcción de una unidad de propósito que coloque al centro la dignificación de la condición humana.

De nada sirven los acuerdos que se puedan alcanzar en la mesa de conversaciones si detrás de ellos no se construye un movimiento social y político vigoroso, que sea el doliente de los mismos y los defienda. No es suficiente ni una Asamblea Nacional Constituyente, ni una nueva Constitución Política, si detrás de ellas no hay una sociedad civil fuerte, capaz de construir los escenarios sociales y políticos de movilización para defender esos acuerdos y hacerlos efectivos, a través de leyes, planes, programas, proyectos, políticas públicas transformaciones reales… Y eso por ahora no existe.

Tal vez, no existe un momento más difícil, como el actual, para el impulso de un proyecto ético y político de la sociedad civil que se exprese como la suma de la voluntad diversa en torno a un único y fundamental propósito político: el de construir una sociedad en paz, con democracia y justicia social, con el agravante que tampoco se está trabajando en ese camino.

Nada de lo que existe hoy es suficiente, ni lo particular ni su sumatoria. Es necesario refundar la política, transformar las prácticas políticas y construir organización política como un gran Frente Democrático, capaz de convertirse en auténtica alternativa de poder. No son los viejos partidos, ni sus prácticas las que van a transformar esta realidad. Lo que está pasando, en el mundo de la resistencia global, es que los movimientos sociales han emprendido ellos mismos una lucha política y se han sumado con los partidos y sectores de la población para generar nuevas fuerzas sociales, tomando distancia de descompuestos liderazgos y arraigadas prácticas dogmáticas y sectarias. No hay que desideologizar la lucha social y política, sin, desectarizarla y desdogmatizarla.

Hay que simplificar las agendas y plataformas, y llenarlas más del contenido y las necesidades de la gente, de sus derechos y reivindicaciones. Nadie dijo nunca que la REVOLUCION en mayúscula, que ha costado tantas vidas, se reducía a conseguir que el ser humano tuviera garantizada la vida, la comida, la vivienda, la salud, la educación, el trabajo, la recreación, el derecho a participar en la decisión de los asuntos que competen al interés común, y los Estados, independencia y soberanía. Eso era todo el cuento de la lucha de clases que se construyó sobre la disputa de la propiedad.

*Carlos Medina Gallego
Docente – Investigador

Universidad Nacional de Colombia
Centro de Pensamiento y Seguimiento al Proceso de Paz- CPSPP

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