En el contexto jurídico colombiano, el acceso a la cultura y al esparcimiento no es un privilegio, es un derecho. El artículo 52 de la Constitución establece que “toda persona tiene derecho a la recreación, a la práctica del deporte y al aprovechamiento del tiempo libre”, y el artículo 70 agrega que “el Estado tiene el deber de promover y fomentar el acceso a la cultura para todos los colombianos”.
Y, sin embargo, en la práctica, ver un partido de fútbol de la liga local o una película en familia se ha convertido en una actividad restringida, mediada por plataformas de pago, tarifas elevadas, barreras tecnológicas y contratos mensuales que excluyen a millones de ciudadanos.
Mientras tanto, surgen lo que algunos llaman plataformas emergentes o alternativas de streaming, que, aunque no están amparadas por el circuito formal de licencias audiovisuales, se han convertido en la única opción funcional y accesible para cientos de miles de familias. No se trata de defender lo ilegal, sino de entender por qué estas aplicaciones existen y por qué persisten.
Colombia tiene más de 11 millones de personas en situación de pobreza, y según el DANE, el 44,6% de los hogares no tiene acceso a televisión por suscripción ni a servicios OTT. La barrera no es cultural, es económica. Y cuando el mercado se cierra para los más pobres, la informalidad digital aparece como un acto de supervivencia tecnológica.
Estas aplicaciones no representan redes criminales ni piratería a gran escala. Representan, en cambio, una manifestación de la desconexión entre el modelo económico y la necesidad social. No son el problema; son el síntoma de un sistema que ha convertido el entretenimiento popular en un bien de lujo.
La legislación actual no contempla mecanismos de inclusión tecnológica en este campo. El Estado no ha propuesto una política pública que permita el acceso gratuito o subsidiado a contenidos culturales o deportivos, ni ha creado licencias solidarias que permitan que estas plataformas se formalicen dentro de un marco legal. Y mientras no lo haga, seguirá persiguiendo el efecto en lugar de atender la causa.
La Corte Constitucional ha señalado en repetidas ocasiones que el derecho a la cultura debe garantizarse más allá de la capacidad económica, como en las sentencias C-478 de 2003 y T-093 de 2017. Sin embargo, en la práctica, ver una película o un partido con la familia hoy depende de tener tarjeta de crédito, conexión de alta velocidad y pagar varios servicios mensuales.
¿Qué opción tiene entonces un ciudadano que quiere disfrutar del fútbol local, que siempre fue gratuito, y ahora es restringido por una suscripción que supera sus posibilidades?
No estamos hablando de piratería violenta, ni de redes de delito internacional. Estamos hablando de hogares que simplemente quieren ver un partido sin tener que renunciar a la cena del mes. Estamos hablando de estudiantes que quieren ver una película sin pagar un boleto de cine, unas crispetas infladas y una gaseosa que cuesta más que el mínimo diario.
No se trata de justificar lo ilegal, sino de exigir que el acceso a la cultura deje de ser un producto para élites. Que el entretenimiento no sea otro muro más que divida a los que tienen y a los que no.
Y mientras eso no ocurra, mientras la justicia no regule alternativas ni garantice el acceso equitativo, estas plataformas seguirán existiendo, no por rebeldía, sino por necesidad.
Porque el derecho a disfrutar, a compartir, a emocionarse con un gol, no debería ser un servicio restringido. Debería ser un acto cultural, libre, popular y posible.
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