Venezuela en la geopolítica de Estados Unidos: Duque acatará las órdenes

Venezuela en la geopolítica de Estados Unidos: Duque acatará las órdenes

"Estamos en plena barbarie del siglo XXI y la estamos presenciando todos, y cuando de barbarie se trata en América Latina siempre ha ganado el extranjero, el del norte"

Por: Campo Elías Galindo Alvarez
septiembre 27, 2018
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Venezuela en la geopolítica de Estados Unidos: Duque acatará las órdenes
Foto: Gage Skidmore - CC BY-SA 2.0 / Hugoshi - CC BY-SA 4.0 / Tokota - CC BY 3.0

Aspectos de la doctrina estadounidense

La primera estrategia geopolítica de los Estados Unidos en su larga historia de potencia mundial fue la doctrina Monroe de 1823, por medio de la cual se abrogó la condición de hegemón frente a las naciones latinoamericanas.

Terminando el siglo XIX, el almirante Alfred Mahan (1840-1914) formuló las otras teorías que le dieron forma definitiva al intervencionismo norteamericano sobre nuestros países. Según ese estratega el mar Caribe y el golfo de México son estratégicos para la seguridad de los EE.UU. y asegurar su control sería una condición para la construcción del imperio que ya estaba en la mente de la dirigencia de ese país.

Al margen de la geopolítica propiamente ya estaba formulada desde mediados de ese siglo la concepción del “Destino Manifiesto”, una fina formulación del supuesto derecho imperial de la élite nororiental americana tanto hacia su interior como hacia afuera de su territorio, que ya proclamaba el racismo, la intolerancia y una disposición a arrasar toda interpelación cultural y política, interna o externa.

La geopolítica de los EE.UU. tuvo fuertes desarrollos a lo largo del siglo XX. Se apropió de las teorías sobre “la isla del mundo” y “el corazón del mundo” formuladas por Halford Mackinder (1861-1947) en 1904 y 1919 para Gran Bretaña, para recibir en 1943 las enseñanzas de Nicolás Spykman (1893-1943), quien trazó en sus rasgos básicos la política de dominación imperial hacia el este y el oeste, diseñó las estrategias de la guerra fría y avanzó una división geopolítica de América Latina.

Tanto en la doctrina Monroe, como en las estrategias teorizadas por Mahan y Spykman, América Latina tiene asignado un papel de primer orden, representando unos territorios contiguos que es necesario asegurar en cualquier confrontación con otras potencias y que además significan la mejor despensa de materias primas para el desarrollo económico de Norteamérica. En esta perspectiva, es indispensable que el subcontinente aporte tres seguridades a la potencia del norte:

Una. Que no pueda surgir hacia su interior, ningún poderío político ni militar que alcance la capacidad de desafiar al de EE.UU., ni por su propia fuerza ni en virtud de alianzas con terceros.

Dos. Que la amplia oferta de materias primas y recursos ambientales que poseen los países latinoamericanos, estén siempre a disposición del poderío industrial y comercial de la potencia americana.

Tres. Que los propios territorios latinoamericanos estén disponibles para alojar instalaciones militares y de inteligencia de EE.UU., lejos del control y la supervisión de los respectivos gobiernos, lo que ha permitido a esa potencia sembrar innumerables bases a lo largo de nuestros territorios, siete de ellas en Colombia.

Estas tres condiciones se han impuesto a América Latina desde el siglo XIX mediante la utilización de la fuerza, en una larga historia de actuaciones directas de invasión y ocupación territorial, pero cada vez más, a través de los bloqueos económicos, la financiación del terrorismo y el volcamiento del poder mediático contra gobiernos y movimientos políticos de resistencia. Como les enseñó Spykman, la guerra que el imperio desata contra los pueblos es total, se hace con armas, con dólares y con mentiras.

La dominación imperial sobre América Latina se ha fundado no solo en intervenciones directas sino también a través de oligarquías locales política y económicamente vinculadas con Washington. Esos centros de poder delegados han sido fundamentales en la construcción de una institucionalidad internacional panamericana, que orientada desde el Departamento de Estado incluye, excluye, sanciona e impone el orden norteamericano en la región pero en nombre de todos los asociados. Esa es hoy la OEA, pero también otros organismos financieros, comerciales y para el desarrollo que giran alrededor de los intereses estadounidenses.

El Caribe y el golfo de México

En el contexto histórico y territorial latinoamericano, el área de mayor sensibilidad y proyección estratégica para el desarrollo del imperio, es a todas luces el mar Caribe y el golfo de México, que forman una unidad oceánica separada por la península de Yucatán y la isla de Cuba. Sobre las islas y territorios continentales caribeños han tenido lugar casi todas las intervenciones militares de EE.UU. en los siglos XIX y XX, de tal manera que desde esos años los gobiernos de ese país llamaron a ese mar el “Mediterráneo Americano”. Principalmente Mahan, analista del poder marítimo, advirtió a Washington terminando el siglo XIX sobre la importancia del mar Caribe para la ampliación del imperio; de ahí en adelante vinieron la guerra Hispanoamericana por la posesión de Cuba y una seguidilla de invasiones a puntos neurálgicos del Caribe liderados por Teodoro Roosvelt principalmente.

El mar Caribe y el golfo de México significan para EE.UU. el acceso a las principales rutas comerciales que comunican al sur con el norte de su territorio oriental, a su territorio con Europa, y desde 1914, la movilidad de su flota entre el Atlántico y el Pacífico a través del canal de Panamá. Además significa la seguridad del delta del Misissipi, su principal arteria fluvial que divide en dos su territorio y es fundamental para el transporte y el comercio interiores. Estados Unidos no podría ser potencia militar mundial si no tuviera control absoluto sobre esa parte del océano donde están sus mayores vulnerabilidades, pero que a la vez, ha convertido en estratégicas fortalezas.

La sucesión de intervenciones del imperio sobre las naciones latinoamericanas quedaron anunciadas desde que nuestros países se sacudieron de la dominación española, que coincide grosso modo con la consolidación del orden posnapoleónico y la consolidación de crudos autoritarismos en Europa. En ese contexto, las potencias europeas ponen sus ojos en América Latina; es cuando EE.UU. logra ponerlas a raya con la famosa formulación de Monroe “América para los americanos”, que inaugura el Panamericanismo, doctrina generalmente practicada por las oligarquías locales, hostiles a la unidad del subcontinente basada en su historia compartida y en las aspiraciones de sus pueblos. El panamericanismo sigue gravitando en muchas dirigencias nacionales, atravesándose desde siempre a todo intento de crear organismos políticos internacionales independientemente latinoamericanos, como los que promovió el presidente Chávez y hoy festivamente desbaratan los panamericanistas. Después de la doctrina Monroe, llegaron los hechos con la anexión del norte del territorio Mexicano a mediados del siglo y a su final, las intervenciones en el Caribe que se extendieron por décadas.

Venezuela, el nuevo mejor enemigo

La geopolítica venezolana de EE.UU., más allá de particularidades, está cobijada por las estrategias para América Latina y para el Caribe trazadas desde los siglos XIX y XX. Más siendo Venezuela el país continental con más kilómetros de costas sobre ese mar, situado en su extremo suroriental y con una amplia oferta de recursos naturales minerales, especialmente petróleo.

Venezuela fue durante la guerra fría uno de los estados más sumisos a los intereses del imperio norteamericano, y después de ella, su población fue una de las más duramente golpeadas por las políticas neoliberales dictadas por la banca mundial para salvar al capitalismo de la crisis. Con el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, un anunciado paquete de medidas antipopulares provocó entre febrero y marzo de 1989 un levantamiento conocido como el “Caracazo”, que es definitivo para el alineamiento de fuerzas que en adelante protagonizarán la política venezolana: los pobladores urbanos y rurales desposeídos, los estudiantes, las mujeres, los militares, etc, sectores sociales que despiertan a la política al calor de la resistencia contra el hambre y contra la corrupción, contra la arbitrariedad gubernamental, y por los derechos políticos de un joven militar rebelde llamado Hugo Chávez.

Desde aquí en adelante, la historia es bien conocida. Es el triunfo de Chávez en 1998 el que inaugura un período de gobiernos progresistas en América Latina que aún no termina, y tuvo su expresión más reciente con la victoria este año de López Obrador en México. Después de Chávez, se instalaron gobiernos alternativos en Uruguay, Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Honduras, Nicaragua y El Salvador, que sumados al de Cuba, transformaron radicalmente el mapa político de América Latina. Esta nueva situación significó un fuerte desajuste en la geopolítica latinoamericana de EE.UU. que lo obligó a tomar diferentes medidas, de las cuales aquí se mencionan tres:

Una. En 2008 el gobierno de EE.UU. reactivó la Cuarta Flota de su marina de guerra, con acuartelamiento en la Florida y jurisdicción sobre el mar Caribe, Centroamérica y Suramérica. Ella fue creada de 1943 en plena guerra mundial y había sido desactivada en 1950. Cuando fue reactivada algunos presidentes suramericanos como Chávez y Morales cuestionaron las intenciones imperiales que allí se escondían, sin duda alguna disuadir a los latinoamericanos sobre el proceso de rebeldía que habían emprendido y presionarlos para que siguieran siendo su patio trasero.

Dos. En 2014 el gobierno del presidente Obama restableció las relaciones diplomáticas de EE.UU. con Cuba y flexibilizó algunas de las sanciones impuestas a la isla, aunque sin levantar el ominoso bloqueo con que la ha querido someter. De manera simultánea, Washington lanzó nuevas ofensivas contra el chavismo, decretó sanciones a altos funcionarios de Caracas y alentó abiertamente a la oposición interna de extrema derecha. Estamos así ante un giro geográfico de la política exterior norteamericana, un desplazamiento del foco de sus ataques, de La Habana a Caracas. Fidel y Chávez no estaban ya en escena, pero Venezuela por sus riquezas y por su historia tenía mejores condiciones para mantener el liderazgo político de la región, liderazgo que prioritariamente ha buscado golpear el imperio.

Tres. En marzo de 2015 el presidente Obama declaró mediante decreto que Venezuela era una “amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional y la política exterior de Estados Unidos”, disposición cuya vigencia se renueva periódicamente y ampara la seguidilla de sanciones contra el gobierno y el pueblo venezolano. Más allá de la retórica, ese famoso decreto constituye la pieza clave de la geopolítica imperial para atajar la influencia del chavismo en América Latina y estructurar un escenario de mayor agresividad, no solo contra Venezuela sino contra su órbita de influencia en las instituciones internacionales.

La geopolítica de EE.UU. para Venezuela hace parte además, de la geopolítica del petróleo, una de las más sensibles para los intereses estratégicos del imperio en un contexto de crisis mundial energética. Desde el siglo pasado Venezuela basó su economía en la extracción y exportación del petróleo que posee en inconmensurables yacimientos. Antes de Chávez los hidrocarburos venezolanos hicieron parte de la oferta disponible para los proyectos imperiales, pero en el siglo XXI y ante la elevación de los precios internacionales, las reservas venezolanas elevaron su carácter estratégico y le dieron al país su plus más importante para adelantar una política internacional de solidaridad con pueblos hermanos y de entendimiento comercial con otras potencias mundiales como Rusia y China.

La política internacional bolivariana, en un mundo multipolar, solo puede ser multilateral y basada en principios de soberanía, no intervención y autodeterminación de los pueblos, lo que ha desatado la hostilidad norteamericana y sus intentos continuados de quebrar esa vértebra de la rebeldía latinoamericana.

La desaparición física de Chávez en 2013, y la caída de los precios internacionales del petróleo poco después, han abierto un amplio espacio de oportunidades al imperio y a sus aliados dentro de Venezuela, para atentar contra los logros de la revolución y para buscar un regreso al neoliberalismo inhumano de la IV República. Desde esos años Washington puso en marcha un largo proceso de golpe de estado blando que ya ha practicado en otras partes del planeta. Ha sido una combinación de estrategias siendo la más letal, la económica, que aprovecha la tradicional dependencia venezolana de los precios internacionales del crudo y la escasa diversificación de su aparato productivo. Así, las sanciones financieras, el desabastecimiento inducido, el contrabando fronterizo, la emigración y la guerra monetaria, han sido los pilares básicos de un golpe de estado que puede dejar de ser blando para resolverse a la manera tradicional, la de la fuerza, según el ambiente que se ha venido creando en las últimas semanas.

Un golpe de estado de estas características, se impulsa obviamente al amparo de otras estrategias combinadas, que incluyen las diplomáticas para aislar a Venezuela del sistema interamericano, las mediáticas para desmoralizar a la población, y hasta las armadas de tipo terrorista para crear zozobra, percepción de caos e incluso cometer magnicidios que abran la puerta a la intervención extranjera.

El gobierno del presidente Nicolás Maduro y el pueblo chavista han enfrentado también de múltiples maneras las agresiones de EE.UU. Reorganizaciones económicas, moneda virtual propia, estímulos a la alianza pueblo-ejército, alianzas internacionales, etc, se han desarrollado buscando sanar vulnerabilidades. Pero la estrategia maestra, la que hasta hoy ha cerrado los caminos de la invasión y el golpe de estado, ha sido una apertura democrática que repetidas veces pone los destinos de Venezuela en manos de su población. Ninguna ciudadanía va a las urnas tantas veces como la venezolana, ni utiliza las calles y plazas para expresarse públicamente cada vez que lo considera necesario. Entre el año pasado y este, en ese país se han realizado cuatro comicios electorales nacionales, cuatro veces el régimen bolivariano ha afianzado su legitimidad y ha derrotado al golpismo norteamericano. El carácter democrático del chavismo y el régimen bolivariano no van a atajar un golpe de estado imperialista; no lo atajaron en Chile, ni en Guatemala ni en ninguna parte, pero el discurso de Washington contra una supuesta “dictadura” en el país hermano, solo desnuda su ambición imperialista y su aplicación de una moral distinta para cada situación. La democracia deberá seguir siendo, la talanquera más grande que tiene el imperio para derrotar el gobierno bolivariano. Renunciar a ella o restringirla, sería retroceder y abrir la puerta al golpe duro.

La estrategia del golpe de Estado blando tiene ya un lustro de aplicación y la paciencia de los anglosajones empieza a dar muestras de agotamiento. El uso de la fuerza además, suele venir cuando el victimario considera que ha derrotado política y mediáticamente a su contraparte, cuando la ha aislado y satanizado a punta de sanciones. Pero Donald Trump tiene serios problemas y no va a poder golpear como quisiera, sin aspavientos, quirúrgicamente. Tiene tres carencias que lo van a obligar al escándalo:

1. Venezuela carece de un poder judicial jugado a la oposición, que sirva de apoyo institucional para llevar a juicio a Maduro y montarle una destitución del tipo que se le hizo a Dilma Rousseff o al expresidente Lula en Brasil, Manuel Zelaya en Honduras o el obispo Lugo en Paraguay.

2. El poder legislativo está desprestigiado luego de sus desacatos y enfrentamientos con los otros poderes.

3. Los partidos políticos antichavistas, sin opinión pública a favor, se han destrozado entre ellos mismos.

De tal manera que el golpismo interno en Venezuela está desarticulado y es poco probable que Washington obtenga los aliados que necesita para tirar la piedra y poder esconder la mano. Su última esperanza radica en dividir a la Fuerza Armada Bolivariana, que en efecto está buscando a través de reuniones secretas y de sanciones contra los generales más “duros” de la entraña chavista. Entre tanto, Maduro sigue reiterando como lo hizo en el propio EE.UU. su disposición a un encuentro personal con Trump, pero la estrategia de un jefe imperial no pasa por el diálogo, menos cuando tiene ya decisiones tomadas.

Duque: desenterrando una guerra y comprando otra

Recientemente se han filtrado contradicciones al interior del gobierno de Trump, entre quienes proponen precipitar acciones militares directas y quienes consideran que la dinámica actual, principalmente en el plano económico, conduce a la pronta caída del gobierno del presidente Maduro. Estos últimos juegan al bloqueo económico y los primeros, miran hacia Colombia. En cualquiera de las dos estrategias, Colombia juega un papel de primer orden por su vecindad, sus extensas fronteras marítimas y terrestres y ante todo, por su historia de peón de brega en la geopolítica latinoamericana de los EE.UU. Ya la OEA de Luis Almagro está  debidamente alineada, varios gobiernos neoliberales del vecindario igualmente, y las élites colombianas no se deciden en su totalidad pero algunas ya instigan a las fuerzas armadas.

El presidente Iván Duque tiene toda la presión de su propio partido, el Centro Democrático, para que arrecie sus posturas ofensivas contra Venezuela. Desde que se posesionó ha estado activo principalmente en el plano diplomático, pero en materia militar deberá esperar las órdenes de la jefatura americana. Para EE.UU. será indispensable comprometer al Estado colombiano en cualquier aventura armada contra el vecino país. El expresidente Santos fue reacio a un compromiso militar pero el actual mandatario, rodeado de la derecha más extrema del país, es proclive a utilizar la retórica humanitaria para hacer de puente en una intervención armada del imperio; ya se puso a disposición de este al no firmar la reciente declaración del grupo de Lima, que rechaza cualquier medida de fuerza para resolver la crisis.

La opinión pública colombiana ha vivido engañada sobre el proyecto de la revolución bolivariana y sobre cada uno de los avatares de ese proceso. Muchos colombianos desean el fracaso del chavismo y consideran que su gobierno es tiránico. De hecho, han desarrollado un imaginario moldeado por los grandes medios de comunicación a través de los cuales se expresan las oligarquías nacionales. Esa opinión pública mayoritaria no entiende el significado de una guerra internacional contra un pueblo hermano, y es fácilmente manipulable, como lo fue durante décadas en el conflicto armado interno, y cuando este ya se apagaba, llegó incluso a votar mayoritariamente contra los acuerdos de paz.

Desde Uribe, pasando por Santos y ahora con Duque, el Estado colombiano ha cumplido el papel que le toca frente a la República Bolivariana de Venezuela. Uribe quiso ser “más papista que el papa” y terminó jugándole sucio al gobierno de Chávez; Santos fue respetuoso mientras negociaba la paz con las Farc y tenía al gobierno bolivariano como facilitador, pero cuando firmó los acuerdos giró 180 grados, luego se sumó al grupo de Lima y se puso del lado de la extrema derecha internacional; Duque se muestra activo y bailará al son que le toquen desde el norte; además está buscando un aumento billonario en el presupuesto militar de 2019 para financiar baterías antiaéreas. Lo que sí queda claro es que en materia de relaciones con el país hermano no ha regido la Constitución de 1991, que en su artículo 9º inciso 2º dice: “De igual manera, la política exterior de Colombia se orientará hacia la integración latinoamericana y del Caribe”.

Colombia no puede superar un conflicto armado interno para meterse en otro de carácter internacional. Es obligación de todos los demócratas y latinoamericanistas convocar al gran movimiento por la paz que acompañó y está acompañando las negociaciones con las insurgencias internas; ese movimiento debe enrutarse en la lucha por una paz integral, que frene todos los guerrerismos y todas las xenofobias, y que aplique la declaración de la segunda cumbre de la CELAC de 2014 que define a América Latina y el Caribe como zona de paz, donde las controversias solo se dirimen mediante el diálogo. El pueblo colombiano y el venezolano forman uno solo con los demás de América Latina y el Caribe. Únicamente en las cabezas de las oligarquías y de la dirigencia estadounidense, cabe la idea de una confrontación armada entre países del subcontinente, que no busca otra cosa que desbaratar el proceso de rebeldías latinoamericanas que desató el chavismo cuando terminaba el siglo pasado y aún se mantiene, busca volver a la normalidad del orden geopolítico norteamericano en la región, a la subordinación política y económica de toda América Latina.

Se está celebrando la Asamblea General de la ONU, el máximo foro de la política internacional al cual asisten todos los países miembros. Las intervenciones de Duque allí han sido no solo virulentas contra el régimen del presidente Maduro, sino además alucinantes, al señalarlo de financiar grupos terroristas en Colombia, al tiempo que se reúne con otras delegaciones para pedir a la Corte Penal Internacional que también intervenga. Estamos ante un mandatario peligroso por su criterio maleable y su subordinación a la extrema derecha gringa hoy en el poder. Son los mismos que le hablan al oído a Trump, los que hablan también al oído de Duque en sus giras y en sus visitas, lo cual es más que suficiente para el pesimismo.

El momento colombiano es trágico, con una extrema derecha anglosajona que nos gobierna desde el norte, y otra extrema derecha interna, que añora las guerras porque nunca las pelea y le parece lo normal que los pobres se maten entre ellos. A esta hora, siguen hablando de crisis humanitaria, crisis migratoria, hasta de hermandad con el vecino, pero a puerta cerrada alistan sus planes de muerte y desde sus medios de comunicación arman el tinglado que los hará factibles. Algo debe ser destruido y alguien debe morir, dicen, porque es quien nos roba la felicidad que no tenemos, es el culpable de nuestras desdichas colectivas. Pero eso sí… los nombres propios los ponen ellos. Estamos en plena barbarie del siglo XXI y la estamos presenciando todos, y cuando de barbarie se trata en América Latina siempre ha ganado el extranjero, el del norte.

En el gobierno de Duque, un uribista de buenas maneras pero convencido y subordinado, Colombia se precipita hacia una guerra doble: la interna, en virtud del incumplimiento de los acuerdos de paz, y otra externa, contra un país hermano, donde los perdedores seremos los dos pueblos, y el ganador anglosajón del norte se bañará de gloria y de petróleo.

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