Vendedores en la playa, ¡qué alegría!
Opinión

Vendedores en la playa, ¡qué alegría!

Una bendición o una molestia, los vendedores en la playa. Estas son palabras de gratitud hacia ellos, que en tantos momentos han alegrado mi vida

Por:
noviembre 12, 2016
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—Sí “doctor”, pero es que nosotros vamos llegando a eso de las nueve o diez de la mañana y nos vamos hacia las tres o cuatro de la tarde —contesta el vendedor a mi pregunta de por qué no descansan ni un día en la semana. Y agrega —también tomamos a veces días libres, cuando queremos o lo necesitamos—. ¿Cuántos profesionales, ejecutivos, vendedores, empleados, no quisieran tener esta “libertad”? ¿Cuántos no anhelan manejar su propio tiempo, disponer de él? ¿Tener cinco a seis horas de trabajo al día? Y volver a casa sin la congestión y horas que implica en un trasporte público o vehículo particular. Parece que existen personas más sabias en el arte de vivir.

El tono de piel es tan oscuro que parece un agujero negro, pero no de los que todo engulle como son los del universo, sino para darle realce, un marco, a esa sonrisa llena de dientes blancos, más luminosos que el sol canicular que cae cada día sobre ese ser que pasea playa arriba, playa abajo, ofreciéndonos cocadas, dulces de papayuela, piña, tamarindo. Se pasea —la sonrisa— más o menos a 1,90 m sobre el suelo y la sostiene un cuerpo corajudo. Tranquilo “doctor”, si no tiene plata aquí abajo otro día me paga.

¡Doctor! (Un paréntesis. Qué debate tan absurdo, ese sobre querer reglamentar a quien se le dice doctor, si ya es una palabra coloquial) —¡Doctor!, venga le canto una canción—. A capela, por supuesto y arranca con su ritmo vallenato. Las arrugas en su rostro casi octagenario enmarcan otra sonrisa, de las naturales. No, no es fingida para vender. Hace tiempo se sienta a mi lado cuando nos vemos, me cuenta de sus dones para sanar, además de su habilidad para tallar piedra y su conversación amena. Como tengo colección de animales de piedra le compro el elefante, que me recordará sus manos alegres cada vez que lo vea.

 

vendedores en la playa

 

Sí, esta es una invitación a observar estas personas que nos sirven durante nuestro descanso vacacional, que nos llevan artículos que nos dan bienestar, felicidad. No todo es tan bonito, dirán ustedes. El lado negativo, que existe, por supuesto, quedará para otro día u otro escritor.

Sigue insistiendo y yo me sigo negando, ambos con sonrisa franca y aprecio de esos que permanecen ocultos. La masajista de playa a la que un día le cogí miedo por el dolor que sentí en los pies, hasta más tarde caí en cuenta que me hice el masaje con los pies maltrechos luego de una larga caminata sin sandalias, con el calor y la aspereza de la arena. Se sienta ella a conversar con sus amigas, resguardándose del sol. No todo es trabajo, hay charla amena entre compañeras y reina el respeto por los “clientes habituales”. También se percibe la camaradería y la ayuda que se dan los unos a los otros.

— “Doctor”, tengo a mi hija de dos años en el hospital, por la picadura de un alacrán, fue en el suelo en la calle, ya que no me alcanzó para el arriendo —me dijo luego de varios minutos de conversación—. No pidió dinero, no insistió en venderme nada. Luego de otro rato de charla, se levantó con su sonrisa, se despidió y siguió su camino. Camino de jefe de hogar, proveedor amoroso. Así son estos habitantes de la playa. Digo habitantes porque habitan su lugar de trabajo como todos nosotros.

Podemos verlos, a los vendedores en la playa, como una bendición o como una molestia. Cada quien escoge como hacerlo. De mi parte, esta es una columna de gratitud hacia ellos que en tantos momentos han alegrado mi vida.

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