Hace veintitrés años asesinaron a Álvaro Gómez Hurtado. Ese dos de noviembre murió, quizás, la mente más brillante que tuvo nuestro país, el padre de lo fundamental, el gran constituyente, el político de las buenas prácticas, el defensor del derecho, el demócrata, entre muchas otras cosas.
El país, acostumbrado al odio y las prácticas comunes de la politiquería, no estaba preparado para una líder de su calidad intelectual, moral y humana. De hecho, Gómez Hurtado vivió con la estigmatización sistemática de sus contradictores por ser hijo de Laureano Gómez, sobrevivió al secuestro del M-19, pero no pudo superar el odio de las personas que seguían al régimen, el que tanto criticaba.
Hoy echamos de menos a Gómez Hurtado, quien fue el primero en tocar temas como el excesivo intervencionismo del Estado y la elección popular de alcaldes; promovió figuras como la acción de tutela, el control fiscal y la autonomía del Banco de la República; propuso el desarrollo del río Magdalena, que todavía se pide a gritos, y una reforma equitativa a la justicia... pensamientos propositivos que en la actualidad hacen mucha falta.
Son veintitrés años de impunidad, desde que manos criminales lo asesinaron mientras salía de dictar su cátedra de Historia de la Civilización Universal en la Universidad Sergio Arboleda (de la cual fue su fundador), y ese magnicidio no puede quedar como está. A Colombia le quitaron una luz y una esperanza.
Como él lo escribió en el último capítulo de su libro Soy libre: “debemos buscar, en lo más recóndito del alma nacional, los rasgos que nos ayuden a transitar ese camino hacia la luz”.
