Montamos las carpas y convivimos 40 días juntos, ¿y ahora qué?

Montamos las carpas y convivimos 40 días juntos, ¿y ahora qué?

Hace cinco años, el 5 de octubre de 2016, se instauraba en la plaza de Bolívar un ejercicio social y político que aspiraba a crear un país diferente. Una crónica

Por: Manuel Echavarría Romero
octubre 15, 2021
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Montamos las carpas y convivimos 40 días juntos, ¿y ahora qué?
Foto: cortesía

Al lado del tercer farol más noroccidental de la plaza de Bolívar, aproximadamente a las nueve de la noche, rodeados de tertulias, bailes y esperanza, extendíamos un pedazo de plástico transparente que había sacado de la oficina esa misma tarde y que llevaba en la maleta. Sobre este, poníamos una ruana, a forma de tapete, que se convertiría en el primer espacio de lo que eventualmente llamaríamos el campamento por la paz. Solo unas horas antes, en el Parkway, habíamos escrito una serie de reglas, un pequeño manual de convivencia que nos gobernaría de ahí en adelante. Fue después de esa hermosa marcha del silencio, marcada por antorchas, camisas blancas, un respeto estremecedor y adornada por una tarima baja que se veía a lo lejos que comenzaba a regir nuestra pequeña constitución. Fuimos 11 la primera noche en ese cambuche que terminó con tres carpas, un tapete y hasta con un perro, pero eso pronto cambiaría.

Ya en días anteriores habían nacido varios grupos en todo el país y nosotros éramos solo una manifestación más de ese sentir nacional que, a pesar de una derrota, no íbamos a dejar pasar la posibilidad de soñar en un país en paz. Fue un momento de euforia colectiva después de un estruendoso cataclismo. Habíamos perdido la posibilidad de firmar un acuerdo por el pelo de una rana calva*, pero ya ese día se sentía un clamor nacional que gritaba “¡Acuerdo ya!”, entre otras muchas arengas, y entre más grupos aparecían, más sonaban los tambores de la esperanza.

El campamento creció a tal punto que se convertiría en un microcosmos de esa Colombia que tanto amamos, pero que tanto peso lleva a sus espaldas. Era una pequeña ciudadela alegre, aunque compleja, pobre, pero colorida, donde todos los días se escuchaba música, se compartía y a su vez se dialogan no solo con el anhelo de buscar grandes soluciones para este país, sino de buscar sostenibilidad dentro de esta pequeña comunidad que habíamos formado. Casas hechas de plástico, pero decoradas con nombres de los lugares más afectados por esa nefasta guerra que queríamos acabar. Senderos de piedra pintados a mano con mandalas, árboles en macetas que nos acogían y una extraña maloca de plástico que albergaba cantos, discusiones, talleres y votaciones. Pero más que cualquier cosa, el campamento fue un espacio de gentes diversas, variopintas en sus sentires, pensamientos y orígenes. Un reflejo de ese sancocho nacional que por gracia de un momento trágico, se sentaban a verse las caras, a dialogar, a confrontarse y más importante aún, a soñar en un mejor mañana.

Nos convertimos en un símbolo, un ejercicio colectivo (sin dueño, creador y sin partido) que se veía en medio de la plaza más importante del país. Un recordatorio diario que le gritaba al mundo que Colombia quería vivir en paz. No solo fuimos nosotros, todas las otras formas de manifestaciones, peregrinajes, acciones sociales, marchas, colectivos, mantenían esa llama viva, mantenían un mensaje claro que retumbaba a lo largo y ancho de Colombia. Pero nosotros éramos el sirirí que todas las mañanas cantaba el grito de la paz y lo vivía, ahí, en medio de los tres poderes del Estado y la iglesia.

Su final, el del campamento, como muchas veces pasa en el país del cuy, la mazamorra y el queso costeño, fue agridulce. Después de la celebración del anuncio de un segundo acuerdo, y sí, hubo un segundo acuerdo que se hizo con la mayoría de las modificaciones que exigía la oposición (cosa que se les suele olvidar a muchos), el campamento se dividió. Habíamos logrado convivir por más de 40 días, pero las grietas que se crearon después del anuncio fueron profundas dentro de ese tejido que habíamos construido, nos dividimos y así divididos (algunos nos fuimos porque pensamos que ya habíamos logrado nuestro cometido y otros querían mantener un símbolo vivo para asegurar el futuro de lo acordado) y débiles, entró el Esmad. En la madrugada, después de un Salsa al Parque y desproporcionadamente, como suelen hacerlo, entraron unos 300 uniformados a limpiar ese caserío que tanto le dañaba la vista al alcalde.

Hoy veo cómo quizás ese final pronosticaba lo que nos esperaba en el futuro. Cómo el deseo de cambio, el de una paz profundamente transformadora, el de un país diferente se ve amenazado por la terquedad de unos, el inquietante afán de poder sobre el bien común, la falta de voluntad de otros y un miedo infundido que nos carcome hasta la médula, pero que de cierto tiene poco. A su vez, veo personas formidables, que con ahínco y a pesar de los pocos recursos y un apoyo gubernamental a regañadientes, y muy condicionado, tratan de recomponer el tejido social del país (incluso costándoles las vidas), creando puentes entre diferentes, y ayudando a escribir esa historia escondida que nos ayudara a sanar. Solo reconociendo la verdad de todos los lados lograremos enfrentarnos a ella y reimaginarnos Colombia.

Es justamente hoy que debemos recordar ese sentimiento que hace cinco años nos hizo caminar juntos, entre diferentes, pero con un mismo objetivo; ese que nos hizo llenar plazas con tertulias, ese que llenó las calles del país por semanas con cantos, arengas, antorchas y tambores; ese que acampó y aún acampa en el alma de muchos soñando en una Colombia en paz, reconciliadora y transformadora. Esa Colombia es posible si dejamos a un lado discusiones bizantinas y nos concentramos en objetivos comunes a largo plazo donde prevalezca el bien común, la paz, la verdad y la justicia. Las próximas elecciones serán el siguiente paso, ojalá estemos preparados para este nuevo reto.

Nota: Creo profundamente que lo ocurrido posterior al plebiscito cimentó más las bases de muchos movimientos sociales. Quizás el caótico azar nos entregó una buena mano, pues si el plebiscito hubiera sido ganado por el sí por ese mismo margen, quizás la historia sería diferente.
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