Un silencio poderoso
Opinión

Un silencio poderoso

Después de 25 años de oponerse a cualquier condena o solicitud de levantamiento del embargo, la embajadora americana ante las Naciones Unidas se abstuvo de votar negativamente la resolución promovida por Cuba

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octubre 30, 2016
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La Asamblea General de las Naciones Unidas es un cuerpo político cargado de simbolismo, pero casi totalmente desprovisto de poder decisorio real.  Las 193 naciones, más la Santa Sede y Palestina en su condición de observadores, pueden emitir resoluciones con alcance de recomendaciones sobre un sinnúmero de temas.  Desde su primera sesión en Londres en el año 1946, hasta la fecha, se han aprobado resoluciones sobre la guerra, la paz, la soberanía, el medio ambiente, las armas nucleares, los refugiados y la salud pública y muchos otros temas.  Salvo contadas excepciones, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), las resoluciones emanadas de la Asamblea General son básicamente un listado de buenas intenciones o un termómetro de las relaciones y las tensiones internacionales.

El pasado 26 de octubre en el recinto de la Asamblea General se llevó a cabo, como todos los años, desde 1991, un ritual de discursos, condena, votación y, bueno… nada más.  Ese miércoles se desarrolló la discusión y votación de la resolución por medio de la cual se condena y se pide revocar el embargo que por más de 50 años Estados Unidos impone a Cuba.  Durante 25 años, de manera sistemática, la Asamblea General ha discutido y aprobado por abrumadoras mayorías la condena al embargo unilateral americano.  No obstante saber que los efectos jurídicos de un acto como este son nulos, cada año la inmensa mayoría de las naciones apoya a Cuba votando afirmativamente.  La primera resolución contó con el apoyo de 59 países, en el 2006 ya eran 183 a favor y 4 en contra y, finalmente los últimos años, 191 países concluyeron que el embargo es un acto unilateral, violatorio de los principios de soberanía, no intervención y del libre comercio y la navegación.  Los Estados Unidos y su incondicional aliado Israel fueron los únicos firmes en el “no”.

Desde la nacionalización de tres refinerías americanas en 1960, Estados Unidos se puso en la tarea de imponer un proceso de acciones unilaterales en contra de Cuba, vía restricciones al comercio y al movimiento de personas.  Inicialmente se prohibió la venta de cualquier producto americano, salvo comida y medicinas.  Después de la fallida invasión de Bahía Cochinos, el veto se extendió a todos los productos y a la ayuda humanitaria.  En 1962 Kennedy amplió la restricción para incluir productos que utilizaran materiales cubanos, así se ensamblaran fuera de la isla, y prohibió ayuda o asistencia americana a cualquier país que apoyara al régimen de los Castro.  En los años 90, con el ascenso político de los cubanoamericanos en Florida y Ohio (Estados decisivos en elecciones presidenciales) y un aumento de la persecución y encarcelamiento de disidentes políticos, se expidieron las leyes Torricelli y Helms Burton.  El objetivo era ya no solo controlar a las empresas americanas o sus subsidiarias para que no comerciaran con la isla, sino advertir a empresas de otros países que cualquier contacto comercial con ella los dejaría por fuera del mercado americano.

 

 

El embargo ha permitido que un régimen antidemocrático
y muy limitado en el manejo macroeconómico
subsista responsabilizando al imperialismo americano de sus horribles fallas

 

 

Los objetivos del embargo siempre han sido propiciar una apertura democrática en Cuba (sin los Castro de acuerdo con la Ley Helms-Burton) y presionar el pago de indemnizaciones por las nacionalizaciones y la pérdida de propiedades americanas posrevolución.  Esos objetivos, no hay que ser ni espía ni estudioso para saberlo, han fracasado estrepitosamente.  Ni el sistema cubano se ha abierto ni ha salido dinero de las arcas castristas para compensar daños anteriores.  El embargo ha permitido que un régimen antidemocrático y muy limitado en el manejo macroeconómico subsista responsabilizando al imperialismo americano de sus horribles fallas.  El embargo ha tensionado las relaciones americanas con sus socios naturales (Canadá, Unión Europea y México) que lógicamente defienden sus intereses comerciales.  Nadie puede dudar que Cuba es un régimen antidemocrático que ha perseguido el disenso con violencia y que durante algún tiempo fue instigador y patrocinador de conflictos armados en diferentes zonas del mundo.  La historia, en este y otros casos, nos ha demostrado, no obstante, que el intento de aislar o ahorcar los sistemas no es la vía para generar cambios. El camino es la construcción de puentes y relaciones por donde transiten la información, la oferta y las oportunidades.

Después de un cuarto de siglo de oponerse con alevosía a cualquier condena o solicitud de levantamiento del embargo, y con el antecedente del reinicio de relaciones diplomáticas y la flexibilización de las restricciones de viaje a la isla, la embajadora americana ante las Naciones Unidas, Samantha Power, se abstuvo de votar negativamente la resolución promovida por Cuba y apoyada por 190 países más (Israel también se abstuvo).  Su silencio fue más poderoso que miles de discursos y con él se abren las puertas para repensar una relación que ha afectado la posición de Estados Unidos en el mundo, sus ingresos y, de forma dolorosa, a buena parte del pueblo cubano.

Ni el embargo ha desaparecido, ni Cuba se ha convertido en una democracia ejemplar, pero lo ocurrido en este último año entre los dos vecinos y el memorable quiebre de rutina del largo No en la Asamblea General de esta semana sirven, en este momento de tanta desilusión y desencanto, para reconfirmar que el silencio, la sensatez y el respeto pueden todavía tener un espacio en este mundo.

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