“Un idiota que mete un balón”
Opinión

“Un idiota que mete un balón”

La pasión por un deporte es un apego humano para exaltar, pero no el horror de la parafernalia para alentarla, y menos las negociaciones en torno a él

Por:
junio 27, 2018
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Hunter Patch Adams, el médico y payaso genial, comentó en 2003, en conferencia en Cartagena, que todo comenzó a ir mal para el mundo cuando un idiota que mete un balón en una cesta, o un tonto que mete un gol en un marco, o un pendejo que golpea una pelota con un bate comenzaron a ganar unas sumas de dinero que insultaban a cualquier maestro de primaria, que es quien forma el carácter y el tesón de un ser humano.

El auditorio reunido en el Centro de Convenciones, lo apoyó al instante. Sonó un escandaloso aplauso que no he vuelto a escuchar en conferencia alguna. Era como la celebración del gol que desempata el juego en el minuto 89; como el jonrón con bases llenas, al cierre de la novena entrada, que deja al rival con los guantes en las manos; o como la cesta de tres puntos que gana una final en el último segundo.

El deporte despierta pasiones, pero el llamado “profesional” lo arropa también la crítica constante de aquellos que como Hunter Patch Adams consideran que sus dinámicas son formas que insultan a la más elemental de las sindéresis.

Un buen antónimo de sindéresis es insensatez, de la que no solo se ocupan los dirigentes, jugadores (sobre todo del fútbol) sino también los medios y periodistas especializados, fogoneros hoy de la estupidez y la sinrazón.

 

Si el partido de fútbol arranca a las 3.45 p.m.,
desde la una de la tarde puede escucharse la retahíla de sandeces,
reproducida por corresponsales que parecen disputarse el premio al peor informe

 

Un ejemplo de esa insensatez la vemos en las transmisiones por televisión. En Colombia por ejemplo, si el partido de fútbol arranca a las 3.45 p.m., desde la una de la tarde puede escucharse la retahíla de sandeces, reproducida por un número finito (menos mal) de corresponsales que parecen disputarse el premio al peor informe. Lo grave no es que eso sucede, lo grave es que haya una audiencia cautiva que celebre y aprecie ese proceso de alelamiento, que dura, en ocasiones, hasta dos horas después de finalizado el encuentro. A esos sí les falta una buena profesora de primaria.

La pasión por un deporte es un apego humano para exaltar, pero la parafernalia construida para alentarla se ha quedado en las más burdas ideas. Luchar “Por los colores de la patria” De llevar “La camiseta en el corazón”; sin importar si son las originales, financiada por una poderosa empresa multinacional que ha basado su desarrollo en la explotación laboral hasta las piratas originales triple A que fomentan “La pasión amarilla”, en la que juegan “Los hijos amados de la nación”, la hipérbole y la generalización abundan como mango ‘e puerco en cosecha. La pasión que ciega y entorpece debería ser una práctica condenable.

La pasión por una cesta, por el balón que va hacia el arco, o la pelota de costuras rojas que se desliza hasta el centerfield, deberían ser argumentos suficientes para hacerle a entender a Hunter Patch Adams que lo que comenzó a ir mal no fue el deporte sino las negociaciones en torno a él, que llegaron hasta burdas componendas para arreglar un partido o la rendición de un adversario. Nada deportivo. Vergonzoso.

Hace algún tiempo, el escritor nigeriano Abú Bakar se encontró con el cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos, se reconocieron como colegas con la ayuda de un traductor. Ni Abú Bakar hablaba español ni Salcedo Ramos inglés. Se dieron la mano, entonces Albero dijo “Emanuel Enenike  (integrante de la selección nigeriana), Abú respondió enseguida: “Carlos Valderrama”, con un ritmo entrecortado pero claro. Se abrazaron, sonrieron a carcajadas y se hicieron amigos. Esa es una gran forma de explicar la pasión. Es posible que al médico y payaso Hunter Patch Adams no se lo hayan contado aún.

 

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