Un día en la vida de Alekséi Navalny

Un día en la vida de Alekséi Navalny

A pesar de que la muerte de Navalny fue condenada por las potencias occidentales, a Putin poco le importa que occidente siga profundizando el aislamiento de Rusia

Por: Fredy Alexander Chaverra Colorado
febrero 28, 2024
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Un día en la vida de Alekséi Navalny
Fotografía: Wikimedia

Caería en un lugar común si concluyo que Alekséi Navalny -quien fuera el mayor opositor a Putin a lo largo de la última década- decidió regresar a Rusia el 17 de enero de 2021, tras sobrevivir a un ataque con el agente nervioso novichok, para recorrer los pasos de una representación eslava de crónica de una muerte anunciada, pero, quisiera ser más fiel al legado de opresión representado en la literatura rusa para afirmar que su muerte siguió los patrones que Aleksandr Solzhenitsyn describe en Un día en la vida de Iván Denísovich.

Porque la extraña muerte de Navalny a manos del régimen de Putin fue un crimen estalinista.

En Un día en la vida de Iván Denísovich, novela corta publicada en 1962, Solzhenitsyn describe la cotidianidad en los Gulags, aquellos campos de concentración del estalinismo, a los cuales llegaron cientos de miles de opositores políticos y disidentes, condenados a padecer trabajos forzados en los lugares más septentrionales de la Unión Soviética. El mismo Solzhenitsyn, quien se convertiría en uno de los autores más celebrados del siglo XX, sería condenado a pasar ocho años de trabajos forzados en un Gulag de Siberia.

Y esa práctica de condenar al destierro en Siberia, tan propia de los autócratas rusos (desde los zares hasta los bolcheviques), fue la misma que empleó Putin contra Navalny, su opositor más visible y mediático, quien regresó a Rusia convencido de que su misión para la posteridad consistía en: “acabar con el Estado corrupto de Putin”; sin embargo, se encontró con una detención inmediata que lo confinó a pasar los últimos días de su vida en un “centro correccional” ubicado en el círculo polar ártico.

A su extraña muerte el pasado 16 de febrero, siguió una escalada de represión a sus seguidores reunidos en inéditas manifestaciones públicas en las principales ciudades rusas, ya que, en el régimen de Putin no se toleran homenajes póstumos a los opositores (ni póstumos ni de ningún tipo); inclusive, el cuerpo de Navalny -quien un día antes de su muerte había expresado jovialidad en una audiencia virtual- ocultado a su familia, se convirtió en un “trofeo de guerra” para el régimen.

Y su muerte ocurre a pocos días de otra reelección de Putin (que ya va ajustando en el poder el mismo tiempo de Stalin), cuando el avance de las fuerzas ucranianas en una guerra que ya cumplió dos años depende de un paquete de ayudas bloqueado por los republicanos en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, y cuando el autócrata, convencido de ser el hombre que alteró el “orden mundial”, se frota las manos a la espera de una eventual victoria de Donald Trump.

Muy a pesar de que la muerte de Navalny fue condenada enérgicamente por las potencias occidentales, a Putin poco le importa que occidente siga profundizando el aislamiento de Rusia; total, su control del aparato propagandístico interno es total. Y como también lo hiciera Stalin con sus opositores, cualquier información sobre la muerte de Navalny fue “vaporizada” de los medios de comunicación rusos, censurada en las plataformas internet y hasta reprimida en las calles.

El mensaje es claro: en la Rusia de Putin no hay lugar para la oposición.

La misión de Alekséi Navalny, por el momento y recordando a Iván Denísovich, queda congelada en las inmediaciones del círculo polar ártico.

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