Turismo por una Venezuela en crisis

Turismo por una Venezuela en crisis

En medio de la situación actual decidió viajar junto con sus amigos al país vecino para explorar la riqueza natural. Relato de la experiencia

Por: Ricardo Rodríguez Osorio
enero 22, 2018
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Turismo por una Venezuela en crisis

Me recosté en la pared mientras hacía la fila para sellar el pasaporte en San Antonio. Levanté la mirada y vi un panfleto sobre los vidrios del SENIAT donde el gobierno ofrecía recompensa por Óscar Pérez, acusándolo de terrorista, asesino y fascista.

Estaba a punto de entrar como turista a un país que no visitaba desde hace tres años y me bastó con cruzar la mitad del Simón Bolívar para darme cuenta de que iba a encontrarme con una Venezuela maltratada y hambrienta. Tuve que hacer una fila de más de 3 horas para sellar mi salida de Colombia, eran miles de personas cruzando el puente, arrastrando sus maletas, cargando costales, produciendo un sonido constante, un paisaje sonoro deprimente. Pensé en que sería una gran imagen para proyectarla en un museo y quedársela viendo por horas, entonces el mundo se daría cuenta de la gangrena que sufre ese país.

Había decidido viajar con quinientos mil pesos a Venezuela, recorrer de nuevo sus playas y conocer un poco más el norte. Hicimos un fondo común con mis amigos y cambiamos todo el dinero a dólares, a bolívares en efectivo y transferimos otro poco a una cuenta corriente venezolana que nos prestó mi papá. Doscientos cuarenta mil pesos se convertían, comprando una transferencia a la cuenta, en ocho millones de bolívares, pero si lo cambiábamos a efectivo eran 4 millones.

Es bastante confuso al principio. Para viajar a Venezuela hay que entender el cambio y tener en cuenta que, al ser un país tan inestable, la moneda sube y baja todos los días y las cosas cambian de precio, eso complica más el asunto. Primero, en Venezuela no hay efectivo porque acaba de sufrir una hiperinflación aproximada del 2.200%, (un almuerzo puede costar entre 200 mil y 500 mil bolívares) y a eso se le suma la migración, así que el efectivo está concentrado en las zonas fronterizas y cuesta más, lo venden alrededor de 0,6. Los billetes viejos son de una denominación muy baja, para pagar lo que cuesta un almuerzo actualmente o un viaje en bus habría que cargar un morral solo para el dinero. Pero hay billetes nuevos de cien mil que se pueden comprar en las casas de cambio en Cúcuta o La Parada. Cuando uno va a pagar una bolsa de agua con un billete de cien mil bolívares es probable que reciba una bolsa llena de billetes viejos de vuelta. Fajos y fajos amarrados con ligas para pagar una sim card o el transporte de ciudad a ciudad. Pero si uno tiene acceso a una cuenta bancaria, puede comprar bolívares entre 0,2 y 0,3, eso significa que además de duplicarse el peso colombiano, se puede triplicar si se lleva en una tarjeta, lo que facilita mucho las cosas porque en Venezuela hay “punto” hasta para pagar un perro caliente en la calle o una manilla a un artesano. Sin embargo, hay que tener efectivo principalmente para transportarse. En algunos casos también se puede negociar con transferencias de banco a banco o pagar con los dólares en efectivo y de baja denominación. Hay que ser prudente con los dólares, en Venezuela matan en las calles por ellos.

Toda esta información la tenía más o menos clara antes de entrar al país porque soy cucuteño y entiendo el cambio y en parte a Venezuela. Cuando me hice adulto me di cuenta lo maravilloso que fue crecer en una zona fronteriza, que mis papás fueran comerciantes, que algunos de mis amigos crecieran y también lo fueran; pero abandoné la ciudad cuando me di cuenta que no había espacio para los cineastas.

Cúcuta es la ciudad más afectada por esta crisis, nunca me sentí tan inseguro caminando por la Cero ni el Estadio, ni vi tanta gente pidiendo limosna en las calles. Nunca escuché tanto desempleo ni tanta intolerancia a un problema que debería solucionar un estado silencioso. A esto se le suma la ola de corrupción.

Nos demoramos dos días para llegar a Valencia, la escasez hace que todo sea más lento. No hay repuestos ni aceite para carros, pagar una botella de agua en un supermercado puede llevar entre 20 y 45 minutos por las filas del punto, hay bloqueos en las vías por gas, por agua, por luz, por la inflación…. Sin embargo, me sentía seguro, tranquilo y sorprendido con la amabilidad y honestidad de los que me iba encontrando en el camino. Todos los venezolanos fueron especialmente amigables, podía ver en sus ojos la tristeza profunda que les produce dejar su país, tener que dejar su país. Casi todos con los que hablé estaban listos para emigrar a fin de mes a Ecuador, Colombia, Perú y Chile.

Finalmente pudimos llegar a Tucacas, en donde alquilamos un apartamento con piscina por AirBnB por 50 mil pesos la noche para los cinco. Fue el primer lugar en donde nos dejaron papel higiénico en los baños; menos mal íbamos preparados desde Cúcuta con aceite, azúcar, café, papel y demás cosas de aseo personal. El apartamento era bastante cómodo y el precio muy bajo, aunque la noche anterior habíamos pagado en un hotel 160 mil bolívares por los 5 en cuartos privados, que al pasarlo a pesos colombianos no llega ni a 6 mil.

Ese mismo día nos fuimos a los Cayos y nos dimos cuenta que, aunque fue un viaje complejo, había valido la pena. Venezuela tiene una naturaleza majestuosa y las playas estaban casi enteras para nosotros. La comida, a pesar de la inflación, al cambio de moneda seguía siendo muy barata; la cerveza, el ron Santa Teresa, los paseos en lancha y el hospedaje no superaban, todos juntos, los treinta mil pesos diarios por persona.

Durante la estadía en Tucacas el dólar comenzó a subir, así que nuestro efectivo pasó de 100 a 125 en dos días (cuando regresamos a Colombia llegó a 167), entonces comenzamos a venderlos en transferencia. Eso significa que por cada dólar, nos consignaban aproximadamente 125 mil bolívares en la cuenta.

Después de los cayos nos fuimos al Parque Nacional Henri Pittier, cerca a Maracai. Íbamos principalmente a Cuyagua, un pueblo que protege su río, su playa y su gente con ley propia; a donde van los surfistas, los que no quieren un lugar lleno de gente sino parche, camping, fumar y estar seguros. Pero cuando llegamos no encontramos nada. El único hospedaje camino a la playa parecía abandonado, en el pueblo no había donde comprar agua, comida o cerveza. Habían dos carpas frente al mar y todos los quioscos estaban cerrados. Fue triste ver un lugar tan hermoso sin posibilidades para los viajeros, ni siquiera había señal de celular porque se habían robado el cable a las afueras para vender el cobre.

Cerca estaba la Bahía de Cata pero los taxistas que nos transportaron nos recomendaron Ocumare, un pueblo un poco más grande a 30 minutos donde pudimos conseguir hospedaje.

Pasamos la noche en Ocumare y madrugamos a buscar lancha para pasar el día en Cuyagua pero en el puerto nos recomendaron la Ciénaga, un lugar donde podríamos conseguir una casita frente al mar y estar tranquilos los siguientes tres días.

Y así fue, llegamos a un paraíso en 15 minutos en lancha, la Ciénaga es un lugar cargado de energía, con pocos habitantes; todos los que viven allí han heredado sus casas, son casas que no se venden ni se rentan por meses.

La Ciénaga tiene aproximadamente 14,5 kilómetros de extensión, si uno da un paseo en kayak puede ver tortugas, estrellas de mar, recorrer los mangares y acompañarse de las aves.

En las noches Tina, la mujer que nos hospedó por tan sólo 20 dólares, nos encendía la planta de energía, así que teníamos electricidad para poner algo de música, cargar las cámaras y los celulares y bañarnos con un pequeño bombillo acompañados de la luz de la luna y millones de estrellas.

Quizá la anécdota más especial de este viaje fue cuando decidimos entregarle un café Juan Valdez a Tina. En Venezuela el café tiene muy mala reputación, lo había llevado por encargo de unos familiares que, debido a las circunstancias, la dificultad con el transporte y el tiempo no puede entregarles.

Tina es una mujer de 55 años que se despierta todas las mañanas muy temprano, da un paseo en kayak, saluda a sus vecinos intermitentes, se toma café con ellos, visita los manglares, vuelve a su casa y desayuna en el muelle cereal con frutas. Luego se ocupa de la casa, recoge agua de mar para los baños, revisa la planta de energía, barre la arena de la entrada de la casa y organiza los cuartos. Cuando termina, Tina vuelve a tomarse un café mientras mira el mar, llama a sus hijos en Italia y Tailandia con su teléfono satelital en el muelle y vuelve a su casa. Tina no es una persona que la haya tocado mucho la crisis, pensaba, pues se veía bastante estable. Hasta que comenzó un día a hablarnos de lo difícil que es conseguir un buen café,  repuestos para la planta de energía, el gas (que prácticamente lo regalan en Venezuela), las frutas, la comida o el papel higiénico. Pero cuando hablaba del café era inevitable no fijarse en su esfuerzo por no llorar. Nos dijo que el gobierno los había privado de pequeños placeres a muchos, y de cosas fundamentales a otros. Que un hombre y todo un ejército se habían apoderado del país y lo habían dejado vacío, encerrado, detenido en el tiempo; hambriento, humillado, deprimido. Y creo que esa es la palabra, el país está deprimido, no tiene ya esperanza en votar porque creen que la corrupción puede más que un pueblo unido, piensan en violencia, piensan en el conformismo o en renunciar a su lucha por vivir allí. Lo más grave es que no tienen una fuerza de poder que los represente, la oposición en Venezuela también está corrompida, los militares se han encargado de silenciarlos a todos y la lucha se ha ido desvaneciendo y vendiéndose. Nunca nos cruzamos con alguien que apoyara el gobierno, claramente los hay pero no tuvimos la oportunidad de hablar con ninguno.

El café llegó a manos de Tina y no paraba de olerlo, agradecernos y hablar de su país con una profunda tristeza. Esa noche prometimos volver a Venezuela cuando termine la persecución, la escasez, la inseguridad. Cuando Nicolás Maduro renuncie a su sed de poder. Pero para que uno de los países más ricos del mundo pueda volver a levantarse harán falta muchos años, el atraso puede verse en su superficie y en su fondo, quizá sean más de 20 años.

Terminamos nuestro viaje y el dinero no se había acabado, aun quedaba muy poco pero nos alcanzaba para llegar hasta la frontera. Qué cantidad de lugares increíbles pueden conocerse con tan poco, pensaba. Hay que ser paciente y prudente, no es fácil viajar por un país en crisis. Es complejo recomendar  viajar en este momento, creo que nosotros tuvimos mucha suerte, nos encontramos con las personas indicadas, el ambiente que vivimos fue bastante tranquilo pero el camino puede ser algo riesgoso en los buses, en las calles de las ciudades principales y en los hospedajes. Conocerán quizá las mejores playas de Sudamérica, comerán las mejores caraotas, arepas, empanadas y mariscos por precios que parecen mentira. Si se arriesgan pueden ir hasta oriente y conocer la Gran Sabana, Roraima, El Salto Ángel y cruzar a Brasil.

Cuando volvimos a Colombia era viral el asesinato de Óscar Pérez, el hombre del panfleto en la entrada del SENIAT, quien había disparado meses antes contra el Tribunal Supremo de Justicia después de haber robado un helicóptero de La Carlota. Unos amigos venezolanos se comunicaron con nosotros y dijeron que ahora sí, su poca fe se había desvanecido. Es evidente la dictadura que Nicolás Maduro ha decidido instaurar y preocupante las salidas violentas de algunos que quieren recuperar su país.

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