Tres historias bogotanas

Tres historias bogotanas

Una compilación de relatos breves que tienen lugar en la capital del país

Por: Luis Carlos Muñoz Sarmiento
julio 09, 2021
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Tres historias bogotanas

I - Ladrones de bicicletas

Un hombre mayor, despreocupado, entra a la bicicletería para comprarle un par de implementos a su vehículo, como él lo llama, para no diferenciarlo de los demás que transitan por las calles, pero que los que van en carro insisten en no ver. Sobre todo, los taxistas. Empieza a hacer fila y, a la vez, a desesperar. En ese momento, entra un muchacho, de unos 25 años, deja su bicicleta a la entrada, en un bicicletero, y se encamina a comprar, él también, algo. El hombre mayor, con cara de profesor universitario, de pronto, nota que la bicicleta del joven está sin candado y le recuerda que es mejor ponérselo. Pero, aquel, como haría hoy casi cualquier joven, le dice que lo olvidó, que lo dejó en la casa. El hombre mayor le dice “tranquilo”, que él le ayudará a observar para que nadie se la vaya a llevar. Pasan algunos minutos y ni el hombre mayor ni el joven son atendidos. Entonces, aquel, se despide del muchacho como dándole a entender que ya no le ayudará más a echar un vistazo a la bicicleta. El hombre mayor, ya de nuevo tranquilo, coge su bicicleta, la arrastra hasta el andén, se monta en ella y parte para su casa. Dos kilómetros más adelante, sin saber por qué, sin entender nada, siente un sudor frío cuando lo aborda un hombre en moto, vestido todo de colores, como quien celebra algo por anticipado. Le sonríe al, seguro, profesor, y cuando se dispone a sonreírle al motociclista, este le descerraja dos tiros, a él, que tanto odia los números pares.

El hombre cae sobre el andén. Nadie a la vista. Vuelve a estar solo, íngrimo, como cuando lo trajeron al mundo, lleno de miedo, sin esperanza, con renovado escepticismo, resignado por la contundencia de los disparos. Luego, despierta. “Por fortuna”, dice. Y se dispone a escribir este cuento. Alguien por la ventana vuelve a dispararle y él, acordándose de Lennon en God, cree que eso le pasa por no creer en nada, ni en dios, ni en buda, ni en el diablo, ni en Hitler, ni en Elvis, ni en Zimmerman: solo en él mismo. Y, aunque el lector pudiera no creerlo, el profesor vuelve a despertar, como cuando soñó un sueño dentro de otro sueño dentro de otro sueño en los que a Molano lo mataban a cuchillo en el Parque Nacional, el mismo lugar en el que el Chiquito Lleras, Kilómetro (“pesaba un kilo, medía un metro, jodía por mil”) se cercioraba de que Gaitán estuviera bien muerto y le daba el adiós a nombre de los sospechosos de nunca, de los implicados de siempre. Solo que esta vez su despertar tiene un hondo y conmovedor tinte oriental. Como cuando murió su adorable hija. A partir de ese momento, pese a quedar convertido, inicialmente, en un hombre semifeliz, su espalda se enderezó y ya los golpes, ninguno de los golpes que han venido después, lo sacan de su ataraxia. Ahora es un ataráxico puro. Un hombre feliz. Gracias a su otro hijo. Así, hoy, no hay rencor alguno en él, por nada, contra nada ni contra nadie, ¡salvo contra Varito, eso sí! De pronto, en el instante en que pretende darle punto final a su cuento, ¡pum!, suenan Las horas en modo minimalista de Philip Glass. Pero, esta vez, el hombre no sabe si está dormido o despierto. Y él, en ese interregno, piensa que muy despierto. Hasta el fin del tiempo.

El criminal, mientras tanto, huye sin que nadie lo persiga. ¡Qué película!, exclama. Pese a todo, el tema de los ladrones de bicicletas parece no tener fin. ¡Qué filme!, expresa, como en sueños, porque el sueño no termina, es lo único que nunca termina. Ni con la muerte pues cuando llega no nos afecta su invisible presencia porque ya no somos, ya dejamos de ser o, como es regla corriente en Fosa Común, porque otros hicieron que dejáramos de ser. Lo que no se les desea ni a quienes orquestaron los más de quince mil (no los 6.402 que ahora da la JEP) asesinatos a sangre fría, no “falsos positivos”, porque son ciertos, ni “ejecuciones extrajudiciales”, porque en ex Colombia ni en su capital se aplica la pena de muerte: he ahí un consolador, frente a tantos ladrones de bicicletas. Aquí, la pena de muerte apenas se aplica en modo oficial/clandestino, como se ve desde que se inició el paro que no para hasta que el para caiga: hasta que haya un cambio real a ver si Fosa Común (sic) recupera el rostro de un país decente, no el de la “gente de bien” porque esa fue la que lo llevó adonde hoy está. Si no que lo digan Porky, Chucky, Varito y demás.

II - No apto para cardíacos

Ayer me pasó una de las cosas más extrañas que haya tenido en la vida. Llegué corriendo adonde mi esposa y le solté, de una: “¡Mi amor, mi amor!, imagínate la que me acaba de pasar". “¿Qué?”, dijo ella, lacónica. Pues resulta que hace un momento en la calle, de pronto pasó Alvarito, mi hermano, por mi lado, y sin escuchar mi pito, en este caso no el de los gilipollas, pasó su carro, sin rozar siquiera a otro que, clarito, le impedía el paso y avanzó raudo por las peligrosas calles fosatatatanianas. Yo, entre dubitativo y resuelto, lo seguí a lo que daban las piernas, con lo que, de paso, recordé mis pasos de super atleta, hasta que por allá como a las 15 o 25 cuadras lo alcancé: claro, no por fast sino por un trancón. De pronto, se bajó del carro y sin musitar palabra ni verme se abalanzó sobre un confuso grupo de gente, del cual eligió a un cabrón así de alto, lo cogió por la cabeza, se agarró como una garrapata de su pelo y lo zarandeó con el verbo: “Tal por cual, hijo de la gran, mal no sé qué…”, que yo si sabía. Y, de pronto, ya no estábamos en una calle sino en una vereda, y no argentina.

Entonces, sin solución de continuidad, como en los malos filmes, el #$%&*, sacó no sé cómo su pistola y encañonó a mi hermano, quien más pálido que yo, que estaba tan pálido como él, se desmayó. Quizás porque se acordó de cuando fue operado a corazón abierto, el 9 de marzo de 2015. Y ahora, también de repente, me sobresalté y me pregunté por qué mierda estaba pasando esto: entonces, reflexioné sobre la situación y llegué a concluir que todo no había podido ser más que un sueño… “¿Cómo así?”, repitió lacónica Marthica. Y yo le dije pues, aunque todo es muy raro, muy Queer ('cuir' en gilipollas), como diría la crítica sobre Caicedo, si esto no fuera un sueño mi hermano jamás hubiera pasado junto a ese carro sin chocarlo. “Qué va”, dijo la lacónico/escéptica Marthica: “Te inventaste eso para pasar el susto, ¿no, mi amor…? Y no pude parar de la risa al sentir que había descubierto mi truco para recobrar la inocencia, al tiempo que disfrutaba como nadie el placer de que todo no fuera más que un dulce sueño: porque la realidad no se da en dos escenarios a la vez, ni, necesariamente, el que sueña es tan pálido como el soñado; en fin, por contraste, fue un sueño tal por cual, mal sí sé qué, jajaja.

III - Sobrecupo

Tras largos períodos de espera con esperanza, esa puta que se parece a la desesperanza, que el futuro trajera nuevos amores bajo el brazo, decidí no volver a entregar mi corazón a nadie. La decisión no la tomé de un día para otro, ni de una mujer a otra, sino después de largas esperas, de una profunda meditación sobre los aciertos y los fracasos de mi vida emocional: en los que encontraba muchos más de los segundos que de los primeros. Así que, después de extraerlo sin angustia ni sobresalto alguno y sin sorpresa de nadie, envolví el corazón en papel de aluminio, para que no se dañara u oxidara y lo guardé en mi caja torácica: o sea, donde siempre había estado. En mayo pasado, aunque hice todo lo posible para impedirlo, una vez más me lo dejé robar sin poner ninguna condición. De nuevo, me volvían a engañar: contra la rebeldía del corazón no hay vigía que pueda…

No obstante, me dijeron que lo cuidarían toda la vida y yo, atiguibas, creí, creyendo de antemano que no debería creer más: olvidaba que en asuntos del amor, como en los de la religión, la fe no es otra cosa que la creencia en una falta de evidencias o no querer saber la verdad y en mi caso, por contraste, absurdo contraste, había muchas evidencias y siempre he querido saber la verdad, con lo que, de paso, se pone de manifiesto que a veces los términos no son opuestos sino complementarios: como en los asuntos del Tao, del Yin y del Yang y demás sabiduría milenaria china. Todo esto como preámbulo a un asunto absolutamente vulgar y primario, como fue el hecho de adónde fue a parar ese órgano que para la mayoría de los humanos es el depósito de los irremplazables sentimientos: el corazón, le sacré cœur. Se lo comieron entero, para vomitármelo poco tiempo después, hecho una porquería.

Tras la recuperación, decidí hacer realidad un viejo sueño (lo que sigue, dicho en modo Les Luthiers): cortar el corazón en pedacitos y servirlo así en bandeja a quien se fuera apareciendo, que el mío es (¿o era?) demasiado corazón para entregarlo de una vez… no vaya y sea que después se atraganten. Hasta ahora, no me he arrepentido de esa decisión y eso que yo he sido indeciso casi toda la vida: hoy, no sé. A algunas mujeres, por esas paradojas de la vida según las cuales solo acierta en amor quien se equivoca, les parece, sin embargo, que en cada pedacito sigo dando mucho y si a alguien le parece poco le digo que tenga paciencia, que ya le tocará otra ración en el próximo reparto. Pero, eso sí, cuando advierto que quien lo pide no lo quiere para disfrutarlo sino para escupirlo, a cambio doy un trocito de hígado, que tiene el mismo color y sabe igual, pero deja luego el sabor amargo de la hiel, es decir, idéntico al de la mierda. Este último año he repartido tantas porciones de mi rojo manjar que en vez de soledad tengo sobrecupo en mi fraccionado corazón. Como diría Sábato: así se da la felicidad, en pedazos, por momentos.

Tres doritos después…

Momentos que a causa del virus/negocio, se han reducido en relación directamente proporcional a los cuarenta millones de vacunas que el subpte. dijo que había comprado y las cincuenta mil que ahora recibirá un combo de fosacomunianos. Empezando, todo hay que decirlo, por la enfermera Verónica Machado, de Sincelejo: “¿Y, por qué a mí?”, dijo ella, apenada con el resto de paisanos, sobre todo después de saberse que el hospital para el que trabaja le adeuda dieciséis meses de sueldo. “¿Será por eso que me están vacunando? Pero, eso sería una vacuna al revés porque yo, en este instante no tengo un peso, ¡no joda!” Y agarra a llorar, delante de las cámaras de la televicio, y la periodista que la entrevista, compungida, se suma al duelo y arman un dúo. Y ya después de tan lamentable situación, no les queda de otra que poner el sombrero para recibir unas monedas del también compungido público. Como pasa ahora en Fosatatatá y en especial en La Soledad, con esas serenatas forzadas impartidas a toda hora, con la silenciosa complacencia de los policías del CAI, quizás un tanto resentidos con la gente por los resultados del “nueve ese” de 2020 en el que la multitud enardecida, proveniente de diversas partes, les quemó su sede, dicen ellos, mientras disparaban a diestra y siniestra y golpeaban con palos y varillas a mujeres indefensas que ningún disturbio habían generado, salvo reclamar por la tranquilidad de un barrio otrora tan tranquilo.

Como hoy lo es todo funcionario que deba velar por la seguridad de los fosatatatanianos y, claro, de los fosacomunianos en general, empezando por el gordito malhechor que solo un día se quitó el traje del emperador para vestir la casaca de policía que, entre otras, le quedó muy bien, razón por la que ahora, la gente, siempre caprichosa, le dice ‘cuerpo de guisa’. Y ahora él, el virus y su vacuna me han aligerado la carga y ya el sobrecupo es de uniformes en su ajuar, pero eso, después de todo, lo deja, como lo de la Minga, Cauca, Buenaventura, indiferente. Hay muchas otras cosas, más ligeras, que le mueven el piso y más allá su estructura, no ósea sino adiposa, como la de cualquier pollo vallenato que acompaña a Vives, Maluma o J Balvin, sin riesgo alguno de ruborizarse.

“La cosa no da para tanto”, dice él, mientras se echa al hombro la primera caja de vacunas, luego de bajarse, con todos los reflectores encima, del avión, en el que no se sabe si llegaba o venía porque, la verdad, después de tanto bombo, de tanta exhibición de vanidad y nihilismo, el primer designado (por otro) anda como desplazado de su propia cabeza y con sobrecupo de ideas sin piso, mañas por aprender, mentiras por recitar, según el guion con el que todos los días tiene que, cual Sísifo o Nónofa, volver a empezar para volver a caer, se reitera, sin el menor asomo de rubor en sus regordetas mejillas rosadas que le hacen el juego a sus precoces canas pintadas por Norberto o por Norberta Bótox, la que se fue de embajadora a la organización de naciones (no) unidas, mientras su hija era, oh sorpresa, enganchada como subdirectora del banco de la res pública, el de Ratasquilla, Paralaforí y su consorte, la poco o nada Cuerda. Entre ellos, tendrán que lidiar para acabar con el sobrecupo de dólares nada bien habidos, lo que en épocas de Satanás López Michelsen llamaban la ventanilla siniestra, quizás porque todo se hacía en contravía, por la izquierda de la extrema derecha que, desde tiempos inmemoriales, hace estragos en el platanal de muertos que hoy es ex Colombia, la actual Fosa Común con su raro/evidente sobrecupo: sobrecupo de tristeza, de dolor, de corrupción y, ante todo, claro, de tragedias y masacres.

* (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín de EE, 2012, y columnista, 23/mar/2018. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao, 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Siete ensayos sobre los imperialismos – Literatura y biopolítica, en coautoría con Luís E. Soares, fue publicado por UFES, Vitória (Edufes, 2020). El libro El estatuto (contra)colonial de la Humanidad, producto del III Congreso Int. Literatura y Revolución fue lanzado por UFES, el 20/feb/2021. Autor, traductor y coautor, con Luis E. Soares, en portal Rebelión.

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