Sitiando a la ciudad fantasma

Sitiando a la ciudad fantasma

La ciudad fantasma es esa en la que aún con las calles atiborradas de basura se escuchan clamores en nombre de 'la cultura' amenazada por los 'vándalos'

Por: Jairo Guevara
julio 14, 2021
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Sitiando a la ciudad fantasma
Foto: Leonel Cordero / Las2orillas

Desde que comenzó el paro nacional, que ya lleva más de dos meses de vida, se dio inicio a una guerra gráfica. Los grandes protagonistas han sido los muros de las ciudades donde los manifestantes han plasmado diferentes inconformidades por medio del arte. Desde la otra esquina, la facción más reaccionaria del país, aquella que llama a los primeros “terroristas urbanos”, se ha empeñado en borrar una y otra vez aquellas manifestaciones artísticas. Probablemente el primer gran hito de esta pugna se dio hace un par de años cuando el colectivo artístico Puro Veneno pintó en varias ciudades del país un mural que reza ¿Quién dio la orden?, aquel que muestra los rostros y nombres de los altos mandos del ejército que estuvieron detrás de los falsos positivos. Por supuesto que hasta ese momento se habían borrado murales y graffitis realizados en manifestaciones, pero aquello que despertó este colectivo en la ciudadanía fue diferente, tan potente hasta el punto de que los propios miembros de las fuerzas militares ejecutaron la orden de borrarlo.

La ciudad fantasma es aquella que solo existe en la memoria de aquellos que rechazan el presente y se niegan a cambiar de ideas, a aceptar que las cosas pueden ser diferentes a la forma en que ellos las aprendieron. La ciudad fantasma es la que está llena de grafitis alusivos a grupos delincuenciales o de grupos paramilitares que pueden permanecer décadas sin que nadie las toque o tilde a sus autores de terrorismo. La ciudad fantasma es esa en la que aún con las calles atiborradas de basura se escuchan clamores en nombre de “la cultura” amenazada por los “vándalos”. Esa cultura tan propia de la ciudad fantasma que hoy no es más que un espectro que sobrevuela el presente, quejándose de que ya nada es como antes y atribuyendo todo a la falta de disciplina, aquella “mano dura” con la que ellos fueron “educados”. La cultura del ocultamiento, del culto falso al pasado que ellos no construyeron sino que, todo lo contrario, dejaron desmoronar con su indiferencia política hasta transformarse en las ruinas que hoy habitamos.

Hoy, después de decenas de muertos, cientos de desaparecidos y miles de heridos, parece que el culto a la ciudad fantasma está triunfando, pues cada vez son más los que salen a llenar los muros con pintura gris, matando así la expresión diversa de una ciudadanía inconforme. A medida que se expande la convocatoria para la movilización del 20 de julio, son más las voces que ruegan a una nueva muestra de amor de la ya tan cansina relación entre las fuerzas del orden y “los ciudadanos de bien”. Algunos incluso llaman a la organización ciudadana para resistir al “terrorismo urbano”, eufemismo elegante para el ya viejo paramilitarismo. Estos llamamientos encubren un problema mayor que solo dejaré aquí enunciado y es ¿para qué o de quién es la ciudad? Para los defensores de la ciudad fantasma no importa, pues, los muertos ni las quejas de sus iguales, pues añoran vivir en una ciudad que calle y obedezca sin chistar, como lo hacen ellos y como le exigen constantemente a las fuerzas del orden que lo hagan.

Los instigadores de la ciudad fantasma son precisamente aquellos que se han lucrado con la decadencia de lo que otros tanto añoran. Durante décadas los políticos han desangrado el erario público, han construido obras dignas que ciudades fantasmas, esas que brillan por su ausencia, han hecho de las ciudades territorios desiguales. El cinismo con el que ahora estos políticos encabezan la defensa de la ciudad fantasma no es otra cosa que la vieja estrategia populista heredada de los totalitarismos del siglo XX: alguien está destruyendo una forma de vivir y deben ser atacados. Es una lástima que hoy no nos preguntemos el porqué tantas cosas han entrado en crisis desde hace décadas,  que no nos cuestionemos qué de aquello que hemos heredado vale la pena conservar. Es una pena que mientras se viva en una situación tan tensa como la actual, partes de la ciudadanía en complicidad con agentes del Estado prefieran cuidar la integridad de los muros de la ciudad fantasma antes que preocuparse por la sangre derramada de los habitantes de ciudades reales.

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