Simpatía por el diablo
Opinión

Simpatía por el diablo

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agosto 28, 2014
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Al ser condenado Luzbel a las incesantes y eternas llamas del infierno, la disputa por la supremacía del universo había terminado. Se acabaron las dudas y los temores. En el universo gobernaba un dictador implacable, una fuerza creadora de tsnumanis, terromotos, dictadores y holocaustos. Una energía que intentó borrar de un solo plumazo a las mujeres, a los negros, a los amarillos, a todo aquel que no tuviera una barba, tez blanca y pensara como él.

El demonio es esa serpiente que está presente en cada ritual africano, en el corazón palpitante y sangriento de los mayas, en las borracheras interminables de los vikingos, en todo aquello que desconocemos. Solo en las grandes revoluciones se reivindica su imagen. De ahí el miedo perenne que le tenemos al cambio. Dios es el statu quo, es la paz, la quietud y el silencio cobarde. En la época de las convulsiones se le canta a Satanás. Helter Skelter cantaron, los Beatles y los Rolling Stones fueron todavía más directos al crear en Simpathy for the devil la figura un señor muy apuesto y elegante que ha estado en cada importante periodo de la historia: él estuvo allí cuando Pilatos se lavó las manos y vio la carne chamuscada en San Petersburgo: él fue el dedo poderoso que disparó contra los Romanov.

Luciferino era Schubert y sus orgías a dos pianos. El ajenjo volaba en su casa de campo como un hada verde y loca mientras el Dios Pan bailaba, entre mujeres desnudas, acompañando al músico con su flauta. En Belcebú confió Dante a la hora de escribir, con la minuciosidad que lo hizo, el infierno. Los atribulados habitantes de la Florencia medieval, al ver a ese hombre de cabeza rapada y mirada perdida deambular por sus calles, lo señalaban y lo trataban de maldito porque había descendido los nueve círculos de fuego que conforman el Averno. Para los italianos prerrenacentistas La divina comedia más que un poema era una crónica de viaje.

Otro que visitó ese “acalorado lugar” fue Dieric Bouts, el pintor apodado el Viejo, al darnos una de las visiones más terroríficas de lo que le sucede a todo aquel que no sigue el mandato divino en su obra titulada El infierno. En esta pintura de 1450 vemos a los condenados siendo atormentados por demonios voladores que los pellizcan, les hacen cosquilla y los decapitan. En un costado del cuadro vemos con claridad como un ángel infernal, inmenso y gordo, devora infelices y después los excreta por su insaciable ano, imagen que recrearía cinco siglos después Pier Paolo Pasolini en Los cuentos de Canterbury: el demonio es un gigante rubicundo y juguetón que almuerza sacerdotes y defeca monjas.

Pero el demonio no siempre deja el calor de su hogar para venir a atormentarnos. En El diablo enamorado, la maravillosa novela de Jacques Cazotte, Belcebú no es más que una tímida y sumisa jovencita obsesionada por la belleza de un conde. En Haxan o la brujería a través de los tiempos, Benjamin Christensen encarna a un anfetamínico y divertido demonio al que le gusta seducir, a punta de bromas, a las mujeres aburridas de sus obesos y roncadores maridos. Sabio, poderoso y carismático es el John Milton de El abogado del diablo, así como hermosa, sexy y tentadora es Belcebú en la piel de Elizabet Huxley en Bedazzled.

El diablo en occidente es una creación judeo-cristiano de cuernos y cola que posee y viola jovencitas en edad impúber. La trama de El exorcista no es nada original: la menarquia para muchos no era más que la demonización definitiva de la mujer, el momento en que ella perdía toda la virtud. Acá no me interesa en lo más mínimo quedarme con esta ridícula versión del ángel rebelde sino con la búsqueda que emprendieron ocultistas como Aleister Crowley, bautizado injustamente como el hombre más malvado de Inglaterra, al tratar de desenterrar a los viejos dioses romanos y egipcios. Boleskine House, su célebre mansión a orillas del Lago Ness en Escocia, fue un portal abierto en donde volvieron deidades que se creían olvidadas para siempre. Sus rituales de iniciación, conocidos como Thelema, influenciaron a muchos artistas, entre los que se cuenta al guitarrista Jimmy Page, el ocultista Anton LaVey y el cineasta underground Kenneth Anger.

El autor de Hollywood Babilonia tomó el cine como instrumento de magia. Sus películas, más emparentadas con el video arte que con cualquier otro tipo de ficción, pretenden ser rituales de invocación a Belcebú. Su idea, como la de Crowley, era mantener vigente el paganismo que fue borrado de la faz de la tierra por el cristianismo. Su labor raya en la arqueología. En la más célebre de sus películas, Lucifer Rising, vemos a Isis, la diosa egipcia de la maternidad y del nacimiento, enarbolando su daga para que se abran los cielos y la tierra y canten el advenimiento del nuevo orden. Lagartos naciendo y una sugestiva imagen de un elefante pisando una cobra, son solo dos de los versos más impactantes que tiene este poema visual. El escenario del rito son las aún imponentes ruinas de Tebas. Lucifer es el rayo, las nubes que se posan entre las columnas y la esfinge, la lava que sale del volcán, el huevo que se rompe, la hiena que chilla. La obra de Anger no ha servido para traer de vuelta a Lucifer, pero sí influenció a cineastas de la talla de Martin Scorsese y David Lynch y cambió sin duda la manera de hacer cine en los Estados Unidos de América.

Lucifer es todo lo desconocido, las puertas que no abrimos, las batallas que no damos. El diablo es la libertad de sabernos dueños de nuestro propio albedrío, la frescura de haber matado al padre, de sabernos sin Dios. Acá no hay crucificados, ni pecado. Acá no existe el perdón porque todo está permitido.

Los viejos dioses nunca mueren, están ahí, agazapados, esperando dar el zarpazo final. El viejo orden está por caer y no quedará piedra sobre piedra. El judío que escribió la Biblia se esconde entre las piedras gigantes y el mundo volverá a abrazar la ciencia, el arte y la cábala como las tres deidades demoniacas que son. Ya nadie le teme al anticristo.

 

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