¿Se debe colocar de nuevo la estatua de Simón Bolívar en Pasto?

¿Se debe colocar de nuevo la estatua de Simón Bolívar en Pasto?

Análisis de Héctor Arturo Gómez

Por: Héctor Arturo Gómez
julio 12, 2016
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¿Se debe colocar de nuevo la estatua de Simón Bolívar en Pasto?

La controversia surgida en torno a si debe colocar de nuevo la estatua de Simón Bolívar en el parque que lleva su nombre en la ciudad de Pasto, tras una remodelación significativa del sector, emprendida por la administración municipal desde hace un tiempo, revive el ancestral enfrentamiento entre defensores de la causa bolivariana y quienes exaltan la vida y obra de Agustín Agualongo, adalid de la bandera realista en estos territorios del actual departamento de Nariño, al sur de Colombia, en cuya discusión se argumentan, de una parte, los desmanes y atropellos calificados de masacres, y más aún, de exterminio y destierro del pueblo pastuso, conforme a las órdenes impartidas por Bolívar. Estas fueron cumplidas por el eximio Mariscal Antonio José de Sucre hasta imponer el terror en la llamada Navidad negra de 1822 y sus días posteriores. Por otra parte, la cerrada defensa que la monarquía se hacía por estas tierras, y más que todo, por la protección del territorio acaudillada por Agualongo, en razón a los desmanes que de antes se habían desatado contra los pastusos por parte del ejército patriota.

Dado que las conflagraciones generalmente se desatan por el abuso o extralimitación de una posición dominante frente a los reclamos de los sectores explotados, sometidos o humillados, que responden con violencia a la búsqueda de la transformación social que entonces se invoca. Y como ni unos ni otros ceden lo suficiente como para conceder y conciliar los derechos reclamados  -- de forma que puedan otorgarse privilegios de beneficio generalizado-- la consecuencia de aquella irracionalidad empuja a las sociedades a imponer sus puntos de vista por la fuerza, lo que implica no sólo dominar y apabullar al contrincante, sino lograr su sometimiento o su exterminio, en una degradación de procesos y actuaciones en las que deviene la barbarie, la inmoralidad, y los actos delictivos exonerados con la impúdica razón de que se están ejerciendo los derechos concedidos por la guerra.

La corona española no estaba dispuesta a ceder los territorios conquistados, ni a brindar participación política y administrativa de trascendencia a los pueblos dominados, existentes o nacidos ya en esta parte de América. Su labor de concientización y de dominio espiritual y físico, hecho con la imposición sin miramientos de la cruz y de la espada juntas, para alienar, por supuesto que en forma equivocada, la mentalidad de sus gobernados hasta reducirlos a su expresión más mínima en todos los sentidos, introdujo la esclavitud, la servidumbre y el arraigo a ese sistema de gobierno ejercido no sólo en el aspecto administrativo sino en la actitud y en el comportamiento individual y colectivo, situación que para deshacerse, implicaba una labor de mutuo convencimiento de difícil conciliación, y al menos, un largo y extenuante proceso de negociaciones imposibles de lograr, por la mentalidad de conquista, despojo y dominio que movía entonces al mundo, dejando abierto el camino de la guerra, originario de las tribulaciones y atropellos cometidos entre las partes, en procura de una victoria impuesta sobre la sangre y los sufrimientos padecidos y soportados.

Los bandos encarnaron así las visiones enfrentadas. Una, la de lograr la emancipación del imperio español adueñado de estas tierras en razón a la conquista, con la que arrasaron a la población nativa asentando sus propios intereses imperiales, manteniendo privilegios y posturas que denigraban y limitaban a sus propios descendientes nacidos en América, y más todavía a los aborígenes que ancestralmente mantenían el territorio…, y otra, la de quienes influenciados por la contínua convivencia, las creencias religiosas y políticas fijadas en la conciencia personal y colectiva a lo largo de los siglos, y luego, impulsados a la defensa misma de sus propias familias y territorios, amenazados y agredidos por fuerzas consideradas extrañas, externas, o extranjeras, que agredían los cimientos de su vida cotidiana y el andamiaje administrativo y gubernamental en el que se desenvolvía el avance de sus días…, todo eso hizo que el choque fuera brutal y descarnado, desalmado y violento, y que la denigración de las batallas desestimaran a fondo cualquier rasgo de moralidad, espiritualidad, lealtad e integridad de la condición humana, inherente a los pueblos y a los bandos puestos en conflicto.

Se defiende de un lado la visión y entereza de Bolívar en su deseo descomunal por liberar esta parte del continente de la opresión española; su voluntad y decisión a toda prueba implementada para el efecto, frente a la cual, ni la propia naturaleza podría oponérsele, como cuando en aquel terremoto de Caracas en los albores de la campaña de independencia, le oyeron decir que: ‘’si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca….’’. Se reconoce en él la intencionalidad de su causa libertaria y su voluntad sin límites para conseguirla. Se condenan los métodos desatados y los castigos infringidos para obtener su propósito. Se resaltan sus aptitudes militares fortalecidas por el transcurso de la guerra más que por opciones académicas, porque evidencian un instinto natural para la lucha y una capacidad de decisión a toda prueba. Se cuestionan sus afanes de gloria y de grandeza, los desafueros de la guerra a muerte decretada así en ella cayeran inocentes, y los titubeos que tras la emancipación de España tuvo y tiene todavía la república, para encontrar su senda y su destino. Se exaltan sus proclamas, su capacidad de liderazgo, su fuerza inverosímil para recorrer a caballo la mitad de Suramérica dirigiendo la guerra y la formación de las repúblicas; se enaltecen algunos actos de magnanimidad y de nobleza en bien de sus protegidos; y su carácter dotado de una fortaleza indetenible. Se condena moralmente su promiscuidad, los hijos que al parecer no reconoció nunca, los menores de edad utilizados en la contienda, el despojo de bienes decretados por esta causa, la concentración de poder con que auspició la construcción de las cinco repúblicas conformadas en esta parte de América; y finalmente, se exalta el triunfo definitivo de su causa, la influencia de su nombre y de su obra a lo largo de los siglos, su trascendencia en los anales de la Historia.

La faceta contraria nos muestra el empecinamiento de Agualongo en la defensa de sus ideas y de las razones en las que creía; la protección argumentada de su propio territorio y de sus gentes agredidas y avasalladas por fuerzas ajenas y  desconocidas por todas las generaciones que mantenían el modelo de sociedad que las rodeaba; la lealtad a sus principios que no lo hizo desistir, ni aún en los momentos previos a su fusilamiento, cuando le ofrecieron honores y perdón si renegaba de su condición realista; el hecho de convertirse en el último bastión de resistencia frente a la causa independentista. Se reprocha su tozudez y terquedad en un móvil perdido frente los vientos de libertad y emancipación que recorrían el continente; su empecinamiento en mantener un estado de cosas que iba en contravía de los movimientos liberadores que para entonces se daban en el mundo; sus nexos con la clase dominante local que velaba por sus privilegios amenazados, e impulsaba la monarquía para mantenerlos; la contribución a que se ahondaran los desmanes de la guerra que buscaba acabar con la resistencia ofrecida por los reductos realistas; su contribución a la condena histórica de olvido, destierro y exterminio decretada para estas tierras sureñas, por su obcecación en un orden social del que iban quedando los vestigios, reproche del cual, aún hasta ahora se padecen las consecuencias.

Y si bien este conjunto de semblanzas y actuaciones conforman la Historia que muchas veces escriben sólo los triunfadores de las batallas dirimidas, puede decirse sin lugar a dudas, que la confrontación de aquellos tiempos fue una verdadera epopeya; que el sufrimiento vivido derivó en agrias consecuencias económicas, sociales y políticas para un territorio que pretendía nacer como república; y que mucho dolor y sangre corrieron, en especial en el actual Departamento de Nariño, hasta consolidar la independencia anhelada por Bolívar, cuyas secuelas como nación en desarrollo, aún doscientos años después están por construirse y consolidarse.

Lloramos por eso con el dolor de un pueblo masacrado por el arraigo a sus convicciones, pero entendemos que ese enraizamiento común a las gentes dominadas por 300 años, constituye la mentalidad que debía erradicarse, proclive a la esclavitud y sumisión al Rey arrastrada por el tiempo, sin encontrar más camino ni opción que la guerra con sus atrocidades y atropellos entreverados.

A la civilización americana de entonces no le interesaba en principio la idea de libertad, ni de República, ni de Patria, atados mental y físicamente a una figura en la que se conjugaba el poder con la divinidad en la persona de un Rey omnipresente, que gobernaba a través de un engranaje burocrático déspota y atropellante, del que la evolución de la sociedad buscaría salir tarde o temprano. Esa fue la visión inicial de una clase intelectual y aristocrática criolla que buscaba opciones de gobierno participativo, hasta derivar en los anhelos de autonomía y libertad que desataron el conflicto, enfoque que, robustecido y redireccionado, en especial por el criterio de Bolívar, habría de imponerse a sangre y fuego para desterrar, no sólo la monarquía dominante anclada en lo material y en el carácter mismo, sino para insuflar una mentalidad de autogobierno y libertad que permitiera el fundamento y el apoyo social, con los cuales doblegar al contrincante.

Nariño, tierra y gentes que por su ubicación geográfica inexpugnable, y la coexistencia más o menos pacífica y autosuficiente por esas centurias, entre los primeros hispánicos, sus descendientes nacidos de este lado del mundo, y las culturas autóctonas que terminaron siendo diezmadas y segregadas a la servidumbre, mantuvo su actitud y comportamiento aferrados a una corona lejana y ausente en la práctica pero viva en la mente y en los sentimientos, ajena a los vientos de libertad y autodeterminación que recorrían el continente. Por ello debió pagar con sangre y más que con ella con dolor y sufrimiento su visión anclada a un pasado que se derrumbaba por todas partes, para dar nacimiento a un nuevo orden mundial, a unas nuevas naciones, a unos nuevos gobiernos que determinarían la ruptura total con la conquista y el avasallamiento de los que habían sido objeto.

Por todo ello resulta muy difícil para la Historia pretender establecer cánones éticos y morales sobre acontecimientos bélicos, sin tener en cuenta las circunstancias sociales, económicas y políticas de esos momentos, y el choque de visiones embrionarias de esa guerra, donde el fin desató los medios con los que se consiguieron los propósitos defendidos.

De un lado, la defensa de un pueblo atropellado y víctima de agentes externos que alteraban la paz, la convivencia, y las creencias arraigadas por heredad y conveniencia de las que no querían ni podían abstraerse, y que derivaban en la conformación de grupos armados que combatieran a quienes pretendían conformar una república, lejana entonces al alcance de su entendimiento. Agualongo representa esta visión.

Del otro, la consecución de una libertad y autonomía que pasaría finalmente a la Historia, como la posibilidad de ser naciones libres y soberanas, dueñas de su destino y sus recursos, sin la odiosa discriminación y sometimiento traído desde otras latitudes, para sembrar una cultura esclavista de la que hoy o mañana, el pueblo buscaría liberarse. Bolívar lideró esta faceta finalmente triunfadora, así la consolidación de esa patria nueva, dispusiera un desafío que doscientos años después, aún no logra afianzar y definir su rumbo.

Ahora solo queda visualizar el pasado para asimilarlo. Y no con la mentalidad de avanzar con marcha atrás para revivir lo sucedido, sino con la visión de mirar el retrovisor para obtener la evaluación aprendida de esos hechos, marchando así hacia un futuro que todavía está por escribirse, y al que debemos apuntarnos como región y como pueblo.

De esta forma, podrá cumplirse la sentencia que desde lo individual hasta lo colectivo, debe adoptarse para florecer con un propósito firme y determinante frente a la existencia: ver el pasado con perdón, el presente con amor, y el futuro con esperanza.

La armonía y el progreso integral y humanista llegarán por añadidura.

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