San Andrés y Providencia
Opinión

San Andrés y Providencia

Pasan un par de días y Atanasio me vuelve a escribir, “Una bendición. Andrew está bien. La casa está en el piso”. Volveré a Providencia, un lugar mágico

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noviembre 22, 2020
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Viajar por Colombia. Empezaba diciembre, había sido un año interesante, intenso y difícil. 2017. En medio de muchas incertidumbres, no había ningún plan para el final del año. Un día llegué a la casa después de haber sido parte de un gran logro –conformar la Coalición Colombia entre el Partido Verde, el Polo Democrático, y Compromiso Ciudadano-. Había sido un buen cierre a un proceso muy exigente, en todos los sentidos. Agotado, le dije a Paulina, “Salgamos de la ciudad”. Providencia, el destino soñado. Desde niño, siempre quise conocer toda Colombia. Crecí en los noventa y fui a donde se podía en carro en esa época. Tantas anécdotas de los viajes en carro por Colombia. Un par de retenes, pescas milagrosas les llamaban. Una vez, nos tocó una del ELN, en la entrada a Antioquia, creo. Los carros que venían, pasaban todos pintados. Cuando llegaron a requisarnos a nosotros, la pintura se había acabado. Dije, “Uff, nos salvamos de tener que lavar el carro, mamá”. Una gran aventura. Pienso ahora, ¿qué habrán sentido mis papás que iban con sus dos hijos en la parte de atrás del carro?

 

San Andrés. A Providencia no fui en esa época, ni siquiera lo pensé porque no sabía que existía Providencia. Algo se escuchaba sobre San Andrés, pero no me acuerdo qué. No aparecía en la historia de Colombia que me enseñaban o, por lo menos, la que yo aprendía. A finales del siglo, yo empezaba la adolescencia y San Andrés se volvía más conocido porque era el lugar de las excursiones de algunos colegios del interior. Yo fui a la excursión del colegio y así conocí San Andrés. Lo que se puede conocer en una excursión en todo caso. Ya eso fue hace muchos años, pero me acuerdo la emoción en el avión, dábamos el último paso en el colegio y ya venía la universidad y todo eso. Me acuerdo del primer momento, la llegada al aeropuerto y tomar un taxi que era en un carro gigantesco y ancho, que siempre me parecieron lanchas, y no los usuales taxis pequeños de las ciudades. Quién sabe qué hace que uno se acuerde de pensamientos y momentos que parecen irrelevantes. Yo me acuerdo, en todo caso, de ir en un taxi al hotel, y pensar entonces, “Los taxis en San Andrés no son como los taxis en el resto de Colombia”. Me acuerdo también que el Medellín le ganó a Cerro Porteño en la Copa Libertadores por esos días y me acuerdo de la última vez en la vida que disfruté de tomar Ron con Coca Cola. Nunca más.

 

Llegar a Providencia. 2017. Paulina había querido ir siempre a Providencia. “Imposible, faltan un par de semanas, no debe haber pasajes y los hoteles deben ser carísimos”, pensamos. Averigüemos. Google, Facebook, “Hostal en Providencia”, “Hotel barato en Providencia”. Un rato por ahí y llegamos a un nombre, Atanasio Howard. Que tiene una posada, bien valorada en general. Que la posada es como su casa, que es un nativo de la isla, que es amable, que es la mejor ubicación de la isla. Que está al lado del hotel más sofisticado de la isla que es impagable. Hay un teléfono. No perdemos nada ya a esta altura. Yo solo pienso en salir de la ciudad, en el hastío del celular, de la negociación, de las coaliciones, de los edificios. Le escribo por Whatsapp a Atanasio Howard. Me parece increíble que alguien en Colombia se llame Atanasio Howard. Más increíble aún, Atanasio tiene un cuarto disponible. Comprar unos pasajes, por un camino surreal que recuerdo de manera borrosa: para llegar en avión toca llamar antes a un hotel, o algo así. Barco para ir ya no hay. Poco a poco las piezas van cayendo en su lugar, hay un cuarto, hay unos pasajes -para ir en avioneta, para volver en barco-. Nos vamos a ir.

 

Atanasio Howard. No hay dirección sino unas indicaciones para llegar. El vuelo en avioneta entre San Andrés y Providencia, para quien no tema volar, es mágico. El mar de los siete colores le dicen, pero parecen mil. San Andrés es Colombia, de tantas maneras, aunque los taxis siguen siendo esos que vi por primera vez hace 15 años. Llegar a Providencia, sin embargo, es llegar a un lugar único, que se ha cuidado de no seguir el camino de San Andrés. Para bien o para mal, no importan los juicios. Providencia es de Colombia, pero eso no le ha interesado ni a Providencia ni a Colombia. Providencia es una mezcla inusual, está África, los ingleses, los españoles, los mestizos, los holandeses. Hay creole, español, inglés, son todas mezclas y Atanasio, el anfitrión, es en una sola persona la síntesis de esas culturas. Altísimo, tiene un acento que, descubriría, es el acento clásico en español en Providencia. De movimientos lentos que son serenos, en realidad. Anda en una moto, parece un gigante en moto. La gente lo conoce y lo respeta, por toda una vida decente en la isla.

 

El cuarto es el paraíso. En una casa sencilla, que ya no existe, dos camas, una mesa de noche, una hamaca y una vista. Un baño y una cocinita. El mar es el sonido de fondo, constante. Atanasio va todas las mañanas a la misma hora, con el mismo desayuno: huevos, pan, jugo de naranja, mantequilla y mermelada. Conversa solo lo que hace falta. Siempre con ese ritmo, con esa tranquilidad contagiosa. Vive con Nancy, su pareja, Andrew el mayor, su hijo, Andrew el menor, su nieto. Desde hace unos años pasa buena parte del tiempo en Bogotá, en el Barrio Las Margaritas en Kennedy. Nancy es profesora de colegio en la ciudad, se traen a Andrew el menor para que estudie en la capital.

 

El sueño hecho realidad, días que se vuelven la serenidad de Atanasio, un libro, un pescado, una cerveza, un día un documental en un café sobre la migración en la isla de los cangrejos, otro día en otro café un documental sobre las trayectorias divergentes de San Andrés – que se abrió a Colombia- y de Providencia – que no se abrió a nadie-, un paseo a El Pico, el punto más alto de la isla, guiados por Andrew el menor, una ida en kayak al lugar que vemos todos los días desde el cuarto de la posada de Atanasio, Cayo Cangrejo, caminar por Santa Catalina, descubrir algún restaurante. El 31 de diciembre, preguntamos a Atanasio que cómo celebrarían esa noche. “Vamos a la iglesia”. Paulina y yo preguntamos si podemos ir, y nos invitan. Fuimos a la misa de una comunidad alegre y generosa. Buen cierre de año.

 

Huracán Iota. Algo había oído de un probable huracán, pero no presté mucha atención. En Providencia y en San Andrés, siempre hablaban de la “brisa” que podía venir y supuse que no sería nada distinto. Poco a poco, las noticias fueron subiendo de tono hasta llegar al punto de destrucción total. Hace unos meses, en silencio, venía pensando: ¿a qué edad mi hija Elena, de año y medio, estará lista para ir a Providencia? Pensaba, también, tengo que escribirle a Atanasio. No lo había hecho, por las excusas de siempre, la pandemia, el trabajo, la ocupación, en fin. Excusas. El lunes le escribí a Atanasio: primera noticia buena, en medio de todo, está en Bogotá me dice, con Andrew, el nieto. No sabe nada de Andrew, el hijo, pero está tranquilo. Va a esperar. Pasan un par de días y me vuelve a escribir, “Una bendición. Andrew está bien. La casa está en el piso”. Lo llamo y me explica con la misma voz con la que servía el desayuno que la casa se cayó, que solo sabe por una conversación de segundos a través de un teléfono satelital prestado que Andrew el hijo está bien, y que está tranquilo, por supuesto. Pienso en que yo había estado preocupado el día anterior por una gotera.

 

Quedamos de almorzar en Bogotá la próxima semana, el día que Atanasio no lleva a Andrew, el nieto, a entrenar básquetbol. Será el primer paso que doy para volver a Providencia, un lugar mágico por su geografía pero, sobre todo, por su gente, que en este caso el cliché es verdad.

@afajardoa

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