San Andrés Islas, el paraíso que desapareció

San Andrés Islas, el paraíso que desapareció

De la isla que antes era un paraíso caribeño lleno de magia y tranquilidad, hoy ya no queda mucho, debido a las problemáticas de seguridad que enfrenta San Andrés

Por: Fernando Botero Valencia
febrero 17, 2025
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San Andrés Islas, el paraíso que desapareció

Recuerdo cuando hace muchos años mencionar a San Andrés Islas era motivo de orgullo para los colombianos, sacábamos pecho cuando decíamos que en el Caribe teníamos una isla de nuestra propiedad que en siglos pasados le había pertenecido a Nicaragua.

Fue la época por donde prácticamente entró a nuestro país la tecnología y los modernos aparatos que eran la moda del momento: equipos de sonido, televisores, ventiladores, lociones, licores finos siendo el rey el whiskey etc., llegaban al país libres de impuestos por lo que llegar con mercancía a las ciudades colombianas salía muchísimo más barato que comprarlos en los almacenes dentro del país. Fue la época dorada de los electrodomésticos y las lociones.

Aterricé por primera vez a “San Andrés Islas” como se le llamaba entonces cuando tenía diecisiete años en una noche de noviembre después de que el avión de Sam atravesara una fuerte tormenta a las cinco de la tarde, tan fuerte que hubo que aterrizar en el aeropuerto alterno en Ciudad de Panamá, con un vidrio de la cabina de los pilotos averiada. Fue un vuelo tormentoso con gritos de mujeres, llantos de niños y hombres presos del pánico, que creo que ese día quedé graduado para más nunca sentir temor a volar en aviones. Claro, no pude ver desde el aire lo que en una espléndida mañana o en una tarde con brillante sol y cielo azul se aprecia cuando se llega a la isla. Mi experiencia fue más bien desconcertante. 

Pero al día siguiente y con una mañana despejada aunque poco soleada por la impresionante tormenta del día anterior y además que iniciaba la temporada de lluvias, vi ese gran mar azul frente a mis ojos con unas playas largas y amplias que se mostraban ante mis ojos, y la imagen surrealista para un jovencito, de una isla pequeñita que se percibía más allá. Ya desde allí ese lugar encantado empezaría a hacer efectos en mí.

De hecho creo que la ventaja que tienen los niños y adolescentes es que se pueden sorprender y maravillar más que los adultos, y yo ya lo estaba con cada descubrimiento y paso que daba en compañía de mis padres, y qué decir el asombro que me produjo escuchar a los nativos hablar en un dialecto muy llamativo y rítmico, recuerdo que le llamaban “patuá”, hoy le llaman “creole”.

 Ver a esos “sanandresanos” puros o raizales con sus cabelleras largas y con trenzas, unos de piel de un negro cobre, otros más claros y muchos de ojos verdes; mujeres esbeltas, altas, hermosas, fue aún más alucinante. Ya mi arraigo con el mar, con su gente, con su aroma, sería épico desde ese viaje.

Dos años después empezaría la magia en mi segundo viaje a San Andrés Islas, cuando me hicieron un “conjuro” con un sorbo de un agua de nombre inexistente que me ligaría de por vida a la isla.

Después de habernos rebuscado fondos para irnos a San Andrés Islas tres amigos con las novias, haciendo una “rumba” en el antiguo y tradicional grill “Los años locos” de Cali con el patrocinio del papá de uno de los amigos, viajamos pletóricos de alegría a la isla yo por segunda vez y con diecinueve años.

El primer día dimos la primera vuelta a la isla de la que serían muchas en ese viaje, y en algún lugar que era como una especie de cueva, un isleño nos dio de beber “agua de racol” que era dulce y caía por algún resquicio. Nos prometió que quien bebía esa agua, nunca dejaría de ir a la isla, que la amaría por siempre, que ese encantamiento duraría por el resto de nuestras vidas; como quien dice, iríamos a San Andrés Islas con solo chasquear los dedos. 

Lo asombroso es que el “embrujo” funcionó al menos para mí, pues continué yendo a San Andrés Islas casi cada año. Lo más asombroso es que en dos o tres viajes más después de ese, traté de encontrar ese lugar y nunca nadie me dio razón de la tal “agua de racol”, nadie jamás había escuchado hablar de esa agua milagrosa. Pero de lo que yo sí estaba seguro y lo sigo estando hasta hoy, es que una vez tomé “agua de racol” en San Andrés, de eso doy fe.

Ya con el bachillerato terminado después de repetir dos años, le dije a mis padres que me iría a estar un tiempo en San Andrés trabajando, algo que a mis papás los descolocó, pero decisión que el muchacho ya había tomado, algo que no era tan disparatado para un “niño bien” que llegó a organizar una rumba para conseguir el dinero para viajar con su novia y sus amigos, y que a los catorce años en Armenia siendo estudiante del colegio jesuíta San José, se puso a vender en el centro juguetería de una empresa española cuando le sacó una caja sin permiso a un cuñado. 

Ya con el tiquete solo de ida, mi entusiasmo y una pequeña maleta, inicié el viaje a San Andrés Islas con la promesa celestial de que iría al “paraíso terrenal”, donde solo existía la felicidad. Cuando me bajé del avión en San Andrés islas, con mi pequeña maleta y una gran sonrisa en mi rostro, pronto empecé a ver la realidad y mi entusiasmo se empezó a diluir. 

Me acababa de dar un totazo en la cabeza al caer en cuenta que no tenía dónde llegar, no sabía qué y cómo comería, y lo peor, no tenía idea dónde pasaría esa noche; fue tanto mi pánico que recuerdo que me puse a llorar en el aeropuerto. En ese momento me di cuenta lo loco que estaba.

Me fui caminando hacia la playa en busca del hotel en el que ya había estado una vez, en donde seguro encontraría a “Danielito”, un raizal que era recepcionista del hotel y con el que habíamos “rumbeado” mis amigos con sus novias en un viaje anterior y con quien habíamos dejado marcada una buena amistad.

Después de amanecerme esa noche en la recepción del hotel y habiendo dormido solo por intérvalos porque me debía sentar cuando llegaran huéspedes, condición puesta por un compañero de trabajo de mi amigo “Danielito”, este aparece para su turno a las siete de la mañana y es cuando la magia en San Andrés Islas se vuelve a encender.

Ese mismo día ya estaba instalado en su casa, dándome la bienvenida su mamá doña Melania, una dulce señora isleña que se había jubilado como cocinera en los mejores hoteles de Cartagena y la isla, mi amigo anfitrión y una hermana. A los dos días ya tenía buen trabajo en la “Perrada de Edgar” un local de comidas rápidas donde se preparaban perros calientes con camarones.

A partir de ese día  viví los once meses más maravillosos de mi vida. La seguridad era total, no había jíbaros, ni proxenetas, ni clanes del golfo, ni traquetos, ni malandros, ni policías corruptos. La “disco” más frenética y “cool” del momento estaba en el último piso del  Hotel Tiuna, en cuya recepción se hacían los mejores “levantes” y al que le llamaban de forma jocosa “aeropuerto”, pues muchacho que aterrizaba allí, levantaba polvo.

“La Estrella” era la otra buena discoteca que competía con la del Tiuna, y que después de funcionar dos años, se incendió misteriosamente. 

Eran días en que salías de “rumbiar” a la una, dos o tres de la mañana y te podías ir caminando, como normalmente uno se movilizaba, y nunca te pasaba nada. Las cadenas de oro estaban de moda y podías llevarlas en el cuello y en las manos y nadie te atracaba y menos apuñalaba. A mis veinte años me sentaba en la playa con amigos isleños y del “continente” a tomar cerveza, y sentía que todo el mar y el mundo me pertenecían, sentía que todo giraba en torno a mí, pues todo era demasiado bueno, bonito, tranquilo y sano.

Siempre estaba conociendo personas de todo el mundo, en todos los idiomas, algo que se me daba por ser guía turístico, mi segundo trabajo.

Vivía de idilio en idilio y a los cuatro o cinco días, dos almas estábamos llorando nuestras despedidas. Corazones partidos que se marchaban para el “continente” o para un país lejano, y un enamorado atribulado que se quedaba secando las lágrimas, esperando que cupido de nuevo me flechara para continuar en el sino trágico del amor. Conocí la felicidad en San Andrés Islas.

Hoy todo ha cambiado y hoy parece que ya nada ni nadie la puede volver a rescatar.

Los asesinatos  suceden todo el tiempo, las extorsiones, los atracos con violencia y muerte, la cínica y descarada corrupción de sus gobernantes y funcionarios, ese paraíso que algún día fue “San Andrés, Islas” es solo un lindo recuerdo.

Incluso creo que ese “conjuro” que alguien nos hizo a mí y a mis amigos con un agua de nombre inexistente nunca existió. Y si realmente existió, entonces creo que un  “duende” lo escondió para darle la “pócima” a los que realmente lo merecen, aquellos que amen con pasión desenfrenada ese pedacito de tierra resguardado en el mar, y que otrora se podía recorrer en solitario y feliz a las doce de la noche, acobijados con su espíritu y contemplando sus noches estrelladas.

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