De acuerdo con el sociólogo alemán Franz Oppenheimer —citado por Murray Rothbard en El igualitarismo, como una revuelta contra la naturaleza— hay solamente dos formas mutuamente excluyentes de obtener riqueza: los medios económicos y los medios políticos. Los medios económicos son los que usamos cada día en los contratos de intercambio legal de los bienes y servicios que consumimos para nuestros fines: ir a la panadería a comprar los alimentos para el desayuno; ir al centro comercial y comprar artículos para la casa, o adquirir ropa, o libros, o cualquier otro bien, son ejemplos de estos medios.
Si el panadero ofrece un pan de buena calidad y a buen precio, con buena atención a sus clientes, si tiene una buena administración de sus finanzas, si sabe invertir y planear, podrá generar riqueza para él y su familia. Y con el tiempo podrá abrir otras panaderías en otros barrios, para ofrecer sus productos a más personas, generando más empleos formales.
Modelo estelar de este mecanismo de producción de riqueza es Bill Gates, a quien nadie podrá acusar de haber hecho su fortuna a partir de circunstancias distintas a su propio esfuerzo y liderazgo intelectual y creativo. Existen decenas de otros ejemplos más modestos en nuestro barrio o en nuestra ciudad. Este modelo está basado en la disciplina, en el esfuerzo, en el empuje individual. En la libertad de intercambio de bienes y servicios.
El otro mecanismo para obtener riqueza es el que utiliza el Estado, y que no se basa ya en el esfuerzo ni en el emprendimiento de sus agentes, sino que se afinca en el expolio sistemático de la riqueza que producen los que trabajan a través del primer mecanismo. A este expolio se le denomina “impuestos”.
En palabras de Murray Rothbard, este medio no requiere de productividad, dado que consiste en la captura de los bienes o servicios de otros por medio de la fuerza y la violencia. Este es el método de la confiscación unilateral, del “robo” de la propiedad de otros, y se llama los “medios políticos”. El Estado no produce nada; vive de quitar a otros lo que producen.
Cada vez que se propone una reforma tributaria, el gobierno de turno está haciendo uso de los medios políticos para saquear a los contribuyentes, metiendo las garras en sus bolsillos con el fin de quitarles parte de los recursos que producen a través de los medios económicos.
He formulado la idea de que la Carta de 1991 produce un esquema político y económico que perpetúa el subdesarrollo y la pobreza, y creo que las reformas tributarias, además de ser instrumentos de atraco estatal, tienden a reproducir el mismo sistema mendicante que las justifica.
La Constitución de 1991 creó un Estado Robin Hood, comprometido con quitarles a los ricos para darles a los pobres. Sin analizar el fundamento ético de este modelo, es evidente que las reformas tributarias se meten en el bolsillo de todos los contribuyentes, con el pretexto de que el Estado cumpla con sus funciones "robinhoodianas".
Un funcionario del Ministerio de Hacienda explicaba a Yolanda Ruiz de RCN que la reforma tributaria se hace inaplazable para que el Estado pueda atender todos los programas sociales de los que se benefician millones de personas y familias vulnerables, programas que hoy se encuentran desfinanciados en una cifra aproximada de 14 billones de pesos. (¿No es mejor si el gobierno despilfarra menos?)
Son intenciones plausibles, pero los métodos son inmorales.
Los programas sociales del Estado tienen un costo que asciende a 72 billones de pesos, poco menos que una tercera parte que el presupuesto para el año 2019. Estos programas, llamados técnicamente transferencias monetarias condicionadas, tienen el objetivo de luchar contra la pobreza.
Pero a mí me parece que el resultado de esos programas no ha sido sacar a la gente de la pobreza, sino mantenerla en ella, de modo que se desarrolle cada vez más una dependencia material directa de las personas hacia las dádivas estatales.
Hay subsidios que se entregan a las familias con la condición de que sus hijos asistan al sistema escolar, se apliquen algunas vacunas, asistan a programas nutricionales y condiciones similares. De modo que cuando los encuestadores y medidores técnicos de la pobreza publican sus cifras —respaldados por todo el aparato burocrático, público y privado, que se lucra de ella: la pobreza es un negocio multimillonario—, lo hacen precisamente con base en los indicadores que estimo equivocados.
Si la persona recibe cierta cantidad de ingresos, si los niños asisten a la escuela, si se han aplicado las vacunas de rigor, y otros factores, a esta persona se le muestra en las cifras como si hubiera salido de la pobreza. Pero este es un dato falso. Yo no dejo de ser pobre porque los recursos con que vivo me los regale el Estado; lo que sucede al momento de la encuesta es que a mi situación de pobreza se ha unido otra situación peor: la de “beneficiario” estatal.
Y esto sucede en todos aquellos países que siendo pobres aspiran a crear un Estado de bienestar a costa del bolsillo de los demás, en ausencia de esquemas que desincentivan la inversión de capital y la generación de empleo, que es lo que produce la riqueza.
Con el sistema económico que creó la Carta de 1991, ha surgido una nueva clase de personas: los beneficiarios o dependientes del Estado. No se ha valorado aún el terrible efecto sicológico que produce un Estado pobre y empobrecedor en las mentes de las personas que reciben las exiguas ayudas públicas.
De manera preliminar se sabe, por ejemplo, de familias cuyos integrantes se niegan a aceptar un empleo formal por el efecto de perder las ayudas estatales. También se sabe de familias en donde se renuncia a tener una vida propia, basada en el esfuerzo, acompañada de la renuncia a buscar un empleo formal, a cambio de la poca comodidad que representa el recibir las ayudas de los programas sociales.
En estos casos, se prefiere seguir gateando que aprender a caminar por sí mismo. Y así, tenemos una enorme cantidad de dependientes públicos a quienes se les da el pescado, sin que se les enseñe a pescar por sí mismos.
En una nota económica de El Heraldo, se expresa que algunos informes del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) demuestran que los beneficiarios de este tipo de programas en Colombia y América Latina continúan siendo pobres o vulnerables en su mayoría y que la necesidad de asistencia social persiste, lo que en mi opinión se explica en que los programas no tienen fines sociales, sino políticos o electorales.
De modo que los programas sociales que se quieren financiar con esta y todas las demás reformas tributarias no van a eliminar la pobreza. En realidad, ningún país ha salido de la pobreza a fuerza de ayudas sociales, y el nuestro tampoco lo hará.
Y esto se explica a partir de dos factores.
El primero de ellos es el acomodamiento psicológico que produce en las personas pobres el hecho de recibir una ayuda económica que alivia su situación. Una persona acostumbrada a ser pobre –de hecho, muchas han crecido en una cultura que enaltece la pobreza- puede considerar que puede seguir viviendo en esa misma situación, con el alivio económico que recibe del Estado.
Como un enfermo que se resigna a vivir con un dolor crónico pero aliviable y soportable. O como una persona que en lugar de atacar las causas de su hipertensión —mala alimentación, poco ejercicio, alto estrés— para sacarla de una vez de su vida, se condena a vivir el resto de sus años tomando píldoras que sólo atacan el síntoma. Una resignación similar puede instalarse en el ánimo de las personas más vulnerables.
Adicional a esta suerte de resignación, se debe sumar que seguramente estas familias cuentan con otros factores que las desmotivan para hacer otros esfuerzos económicos, debido a que cuentan con salud subsidiada, educación subsidiada, y transporte y alimentación escolar para sus hijos. En estas condiciones, hay alta probabilidad de que sean destruidos sus incentivos para el trabajo y el esfuerzo individual.
Aparecer registrado en el Sisbén se puede convertir en la solución para la vida, pues permite a muchas personas vivir a costa del esfuerzo de otras. Como una lista de Schindler del gasto público social: quien este allí se salvará; quien no esté…, tendrá que trabajar.
El segundo factor obedece a una motivación política, que se presenta en dos aspectos: uno es el esquema económico empobrecedor que creó la Constitución de 1991, representado en un Estado altamente burocratizado que interviene en todas las áreas de la actividad económica, agravado con un sistema tributario progresivo y confiscatorio y un mercado laboral fuertemente regulado que desincentiva la creación de empresas y empleos formales, con presencia de altos costos de contratación y de sindicatos ideologizados y extorsivos protegidos por el Ministerio del Trabajo.
La Constitución no quiere que se genere riqueza; más bien aspira a perpetuar la pobreza. En esto es profundamente antihumanista.
El segundo aspecto es un aparato estatal altamente politizado, que no promueve la independencia ciudadana de los políticos, lo que produce a su vez el surgimiento del político profesional que se presenta ante la ciudadanía con una retórica al estilo de Robin Hood: como el salvador de la sociedad y de las personas pobres.
Es el inicio de un círculo vicioso: la dependencia genera clientelismo, y este necesita ser alimentado para perpetuar en el Estado al político que aparece como el dador generoso de las ayudas económicas: como resultado, el clientelismo se alimenta con las ayudas sociales, justo hasta el nivel en que se pueda garantizar que las personas que las reciben seguirán siempre dependiendo de ellas para su subsistencia.
Y en la medida en que las ayudas se necesitan, el político tendrá siempre una base electoral que le servirá para perpetuarse en los círculos de poder del Estado.
Por eso es que el Estado necesita que haya pobreza. Cuando una persona vulnerable vota por un político que le promete dádivas o ayudas sociales, cree que está votando por su benefactor, pero en realidad se está rindiendo ante su verdugo: no le cortará la cabeza, pero tampoco tiene interés en alejarla de la guillotina.
Las reformas tributarias que no están orientadas a fomentar la inversión, la creación de empresas, las transacciones libres, el empleo formal, en fin, la independencia del individuo respecto al Estado, no solo son expoliaciones inmorales, sino también inútiles.