Racismo y pedagogías de la barbarie

Racismo y pedagogías de la barbarie

Tres noticias dejaron al descubierto esta semana la aterradora realidad que enfrentan los niños y adolescentes de comunidades indígenas y afrodescendientes

Por: Elizabeth Castillo Guzmán
agosto 14, 2020
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Racismo y pedagogías de la barbarie

Un reconocido locutor local de una emisora de Valledupar se hizo famoso en el mes de mayo por los actos de racismo con que ofendió la dignidad del pueblo wayúu, al proponer de forma jocosa y descarada que las niñas y las mujeres de este grupo étnico estaban a la venta para quienes tuvieran interés en tenerlas para su disfrute sexual.

Conocimos en el mes de junio el terrible caso de una niña embera chami abusada sexualmente durante varios días por miembros del Ejército Nacional en el departamento de Risaralda. No es el primero ni tampoco el único evento de esta naturaleza contra las comunidades indígenas. Poco a poco han ido saliendo las denuncias de hechos similares en Guaviare y Nariño.

Esta semana, tres noticias dejaron al descubierto la aterradora realidad que enfrentan niños y adolescentes de comunidades indígenas y afrodescendientes en Colombia. Seguramente el horror es mucho mayor, pero las plataformas virtuales están ocupadas en la hipervisibilización del centro, así que a las periferias solo les queda un par de renglones en los diarios locales o el “voz a voz” de los WhatsApp.

8 de agosto. Las imágenes de un grupo de niñas y niños indígenas cooptan el interés de la teleaudiencia. En un andén del Parque Tercer Milenio en Bogotá, lavan sus tapabocas maltrechos. El estupor en las redes sociales no se hace esperar. Detrás de lo que vemos hay una historia de despojo que hemos naturalizado. Esas niñas y esos niños hacen parte del pueblo embera, desplazado hace dos décadas por la guerra que se libra en sus territorios. Sus familias deambulan en albergues e inquilinatos, porque no pudieron seguir haciendo su propia vida a causa de la barbarie que se instaló en varias regiones del Chocó. A comienzos de este siglo comenzó su éxodo por las ciudades del occidente colombiano, donde deambulan como si estuvieran maldecidos. El pueblo embera es una de las mayores víctimas del destierro y del racismo urbano. Su cultura canta y danza para celebrar la vida en tambos de madera al lado de los ríos sagrados. Ahora lloran en las orillas del asfalto y sobreviven a este lento y dramático exterminio.

10 de agosto. En el sur del Cauca, Maicol y Cristian fueron acribillados cuando se dirigían a entregar sus tareas escolares en el municipio de Leiva, en esa frontera entre los Andes y el Pacífico sur, azotada por el miedo que imponen quienes controlan el tiempo y la vida. Sus familias sepultan sus jóvenes huesos en medio de la indiferencia nacional. En lo corrido de este trimestre ninguna entidad nacional responsable de los temas de educación, niñez y adolescencia ha hecho mención alguna a lo que sucede en estas regiones sometidas a las pedagogías de la crueldad y la muerte. Bogotá sigue hablando de un país que apenas cabe en los cuatro dedos que señalan las grandes capitales. Esta nación del sur no hace parte de su agenda publicitaria del “quédate en casa”.

11 de agosto. En Cali masacran a cinco adolescentes del distrito de Aguablanca. Salieron de su barrio a las once de la mañana para elevar cometas con los vientos de agosto. Eran afrodescendientes, hijos de familias víctimas del desplazamiento, habitantes de esta ciudad denominada “sucursal del cielo”. Cinco vidas sentenciadas en total impunidad. Un luto comunitario que no tendrá velorio. Este año se empaña el Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez a causa de la pandemia y la violencia. Las marimbas de Tumaco, Guapi, Magüi Payán, Barbacoas y todo el Litoral Recóndito resuenan tristemente, porque los que matan aquí, también se mueren allá.

La Comisión de la Verdad acaba de despedir a Ángela Salazar. Una mujer afro, valiente y ejemplar, quien trabajó intensamente para demostrar que el conflicto colombiano ha sido mucho peor de lo que sabemos a causa del racismo y la discriminación con el que actúan los señores de la guerra, en especial contra niñas, adolescentes y mujeres afrodescendientes e indígenas.

¿Hasta dónde puede una sociedad como la colombiana admitir estas pedagogías de la barbarie?

No soy afrocolombiana, ni tampoco indígena, pero el racismo no puede ser el grito solitario y desesperado de sus víctimas.

Me sumo solidariamente a la lucha por una educación antirracista como una forma de contribuir a la paz con verdad y justicia.

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