¿Qué tan maestros somos? Y otras preguntas antipedagógicas...

¿Qué tan maestros somos? Y otras preguntas antipedagógicas...

La primera necesidad de los maestros es quizá confrontarse individual y colectivamente, de forma constructiva, desde la autocrítica y con humildad

Por: Giovanny Oliveros P.
julio 27, 2022
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¿Qué tan maestros somos? Y otras preguntas antipedagógicas...
Foto: Canva

El pasado 28 de junio, en su sección cartas de los lectores, El Espectador publicó un acertado texto de la colega Carmenza Rojas Fajardo titulado “¿Y si la solución está en el cambio de los docentes desde el aula?”. Es simbólico y maravilloso que el artículo comience y termine con preguntas, y que sea una docente quien las haga, sobre todo tratándose de un oficio que generalmente ha pecado por el exceso en su dinámica ―más por fama, que por realidad― de tener todas las respuestas para darlas a quienes carecen de alguna.

Aquí podemos recordar al profesor Alberto Valencia, quien en su artículo “Ética de la discusión” (1996), recogido en el libro Colombia: la alegría de pensar, nos dice que la educación nos ha hecho creer en que la verdad es un objeto inmutable, exclusivo de ciertos personajes o grupos y su expresión resulta ser un “monólogo, ante un auditorio pasivo”, cuando la realidad social es que “nuestra “condición de existencia” es el diálogo y que no es posible imaginar algo distinto por fuera de él, en sentido afirmativo o negativo. La verdad, por su propia naturaleza, es un resultado del diálogo, a la que solo se llega por la “constante cooperación de los sujetos”.

Y en la referida posición de poder, demasiados profesores se desentienden del carácter comprometido y social que debe tener la educación, hacen cualquier cosa “por salir del paso” ante los deberes académicos, desatienden a sus estudiantes, entre otras omisiones.

En este sentido, la primera necesidad de los maestros es quizá confrontarnos individual y colectivamente, de forma constructiva, desde la autocrítica y con humildad. Como reza cierto aforismo griego: “Conócete a ti mismo”, así debemos ser honestos con nosotros mismos, sincerarnos sobre nuestras cosmovisiones, inquietudes y convicciones, para reducir el riesgo de la doble moral en la enseñanza, para sentir realmente en el ejercicio de construcción de conocimiento y que este nos afecte en lo más hondo, nos ayude a ser de nuevo humanos y no otro engranaje en la maquinaria industrial que a veces resulta ser el sistema educativo: una matriz de algoritmos en que el sujeto deriva en un cartón o en el cuarto de lo defectuoso.

Luchar contra ello, pues parte de la apertura está en reconocer al estudiante como otro legítimo, que con toda seguridad puede enseñarnos mucho, hacer que nos inquietemos ante algo que dábamos por sentado, mejorar las clases, ofrecernos ideas para el beneficio de toda la comunidad, etcétera, un infinito etcétera. Tal reconocimiento debe ser demostrado, reiterado con acciones y muestras de respeto: el niño o adolescente debe saber que su dignidad está en la escena.

Ahora bien, en tal necesidad, pensemos en otro dilema recordado por el artículo de la profesora Rojas: ¿cómo exigimos a nuestros grupos que lean si nosotros no lo hacemos? Claro, puede ser que tengamos algunas frases de cajón y discursos trillados sobre el amor a la literatura y su importancia, de modo que nos creamos a salvo de ser descubiertos; pero ¡cuán poco ético es aquello de “lo que no sabe, no le hace daño”! Sí, no se trata de ser “un libro abierto”, pero al menos creer de verdad en lo que pregona. Hablamos de mínimos del ejercicio, no de mayores sacrificios, en este caso. Y aquí se incluyen otras exigencias que se hacen a los estudiantes: ser respetuosos, conciliadores, entre otras dentro y más allá de lo meramente académico.

Por otro lado, el problema de la escritura: esta no es fácil, pero pretendemos que en la escuela surja mágicamente. Además, en demasiadas ocasiones, la pedimos como parte de ejercicios evaluativos solo para medir dominio sintáctico u ortográfico, dejando para escasas ocasiones ese otro carácter pragmático del lenguaje y la comunicación que se refiere no solo a la “utilidad” de enviar y recibir mensajes, sino que, por increíble que parezca a muchos, se convierte en la posibilidad de crear mundos y liberarse de otros, de escarbar en las propias verdades y entenderlas con mayor amplitud, de abrir el universo.

Entonces, ¡invitados todos los profes a esta terapia! Escribir las propias reflexiones, debatir, inventar historias para sí mismos y para nuestros grupos, responder al artículo que origina los presentes párrafos, dejarse leer y escribir por los estudiantes.

Se requiere entender, además, que la confrontación es aún más larga y pasa por ayudar a la escuela a dejar de ser un campo de batalla. Sí, es un microcosmos de la sociedad en que se enmarca, pero como tal podemos hacerle semilla de una nueva y mejor, por ejemplo, atendiendo a todas las partes en los casos de matoneo, motivando a los niños y jóvenes a que cuenten sus problemas y exijan sus derechos ―recordemos a Paulo Freire, muchas veces olvidado en la práctica―, promoviendo el respeto a la diversidad y el aprovechamiento fraternal de la misma, derribando mitos sobre las diferencias y enaltecerlas como oportunidades. Aquí vale la pena traer, como un hasta luego, palabras recientes de una columna de El Espectador:

“Lo que no se había dicho, desde la institucionalidad, es que la mezcla de clasismo, racismo y machismo iba a ser tan explosiva y tener tanta relación con la matazón que generó el conflicto armado y con la perpetuación del narcotráfico. Son verdades que a mucha gente no le gusta oír, pero responden a realidades vigentes en un país de mestizos (...) El Informe de la Comisión indaga en esas lógicas coloniales —las del patriarcado, la corrupción, el negacionismo y la idea de que la seguridad debe ser garantizada para unos pocos— al reconocer entre los motivos del conflicto valores anacrónicos y crueles que han motivado la acción política e impedido pensarnos como nación. Es que ni siquiera la educación funciona en Colombia como factor generador de equivalencias. Bien lo anota el libro La quinta puerta (...) donde se concluye que el modelo educativo colombiano ha perpetuado la existencia de muros insuperables entre clases sociales.” (Lariza Pizano).

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