¿Por quién votar?

¿Por quién votar?

"Me enfrento a la encrucijada de votar por el candidato que quiero o por el candidato que se necesita. La dicotomía es mucho más compleja de lo que aparenta"

Por: Juan Felipe Cardona Cárdenas
febrero 20, 2018
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¿Por quién votar?
Foto: Colprensa - Juan Páez

Me desperté sin saber por quién votar. No sería una situación tan extraña de no ser porque además de desconocer cuál rostro marcaré con una equis en las elecciones que se avecinan, también desconozco la fórmula que utilizaré para definirlo. No podré usar aquella que motivó mi primer voto dos décadas atrás, porque apoyar al candidato que diga mi partido —y el de mi padre y el de mi abuelo— carece de sentido cuando ya he renunciado a una organización tan penosamente desdibujada ideológica y moralmente. Tampoco podré jugar la carta de la rebeldía para votar por el único aspirante advenedizo en la contienda, como lo hice a inicios del siglo, porque en esta ocasión ninguna de las opciones en disputa ha sido ajena a las mieles del poder. Mucho menos podré recurrir a la conocida lógica de votar por el menor de los males, como me vi obligado a hacer hace poco, simplemente porque la coyuntura no ha llegado a tan desolador extremo, por lo menos aún no.

Prescindiendo de estas enrevesadas opciones y descartando al grupo de aspirantes por los que solo siento repulsión ética, me enfrento a la encrucijada de votar por el candidato que quiero o por el candidato que se necesita. La dicotomía es mucho más compleja de lo que aparenta, especialmente porque no siempre es clara la frontera entre lo uno y lo otro.

La primera alternativa —llamémoslo El Uno— es la más lógica si de lo que estamos hablando es de una democracia romántica, pre-ateniense, apatrida si se quiere; una en la que podemos votar sin mayores miramientos por quien más nos gusta, por quien nos ofrece hacer realidad las utopías. Votar por el Uno, en ese sentido, representaría apoyar al candidato que dice lo que yo pienso, que quiere construir la sociedad en la que yo quiero vivir y en la que, creo yo, más personas podrían buscar libremente su felicidad. En condiciones normales mi voto se inclinaría hacia allá, pero, mientras escribo esto, mi país es todo menos normal, y debo aceptar que la enfermiza polarización en la que estamos postrados ocasiona que tal visión del mundo —mi visión— sería recibida por muchos con desdén y desconfianza, cuando no con terror. Pero eso no es lo que me mortifica; supongo que a muchos también les aterró la idea de separar la iglesia del Estado pero eso no hizo de la Paz de Westfalia una mala idea. Lo que realmente me inquieta son aquellos poderosos que, como una suerte de führers hablándole a Von Choltitz, no tendrían reparo alguno en mandar incendiar al país, aún con la población dentro de la ciudadela, antes que verla en manos de El Uno. ¿Son capaces de hacerlo? La historia ha demostrado que sí. ¿Tienen el poder para lograrlo? Sin ninguna duda. ¿Vale la pena el sacrificio? No lo sé y no me creo el indicado para determinarlo. Es decir, quizás para Robespierre y muchos de sus compatriotas tales sacrificios eran poca cosa al lado del regalo de Liberté, égalité y fraternité, pero no estoy seguro si la campesina que murió durante la Guerre de Vendée sin saber siquiera de qué se trataba, ni conocer a El Incorruptible, pensaría lo mismo. Claro que ni el Uno es Robespierre ni su proyecto político es la Revolución Francesa, pero la parábola igual aplica: ¿Debo apoyar al candidato que mejor representa mi visión de la vida, aún a sabiendas de que su victoria podría desencadenar la venganza de los potentados y de que en medio de este polarizante frenesí serán esas personas, que ni saben ni les importa, las primeras víctimas en caer como peones de un macabro juego de ajedrez ideológico? ¿Me haría eso egoista? ¿Sería más justo ponerme el rowlsiano velo de la ignorancia y votar dejando de lado mi posición en el mundo?

La segunda opción —digámosle El Otro— es la más conveniente si lo que decidimos acoger es la democracia republicana, positivista incluso, en la que se debe premiar ya no al candidato que quiere cambiar al mundo sino a aquel capaz de mejorar la sociedad imperfecta en la que vivimos, que no es poca cosa. Un voto por El Otro es la apuesta moderada pero realista, es apoyar a un optimista conservador —si se me permite el oxímoron—, es aupar a quien realizaría los cambios suficientes para cimbrear algunos de los pilares más corroídos del país, pero sin llegar a reemplazarlos, garantizando con ello que nadie, ni el más enajenado de sus enemigos, pensaría siquiera en dar la orden de poner a arder a París. Quizás esto sea precisamente lo que necesite esta comunidad imaginada en la que vivo: un gobernante lo bastante decente para hacer algunos cambios urgentes, pero lo suficientemente adaptado como para no querer invertir la pirámide de poder; uno que no genere exageradas sospechas en ninguno de los bandos y que esté dispuesto a utilizar esa ventaja para servir de traductor entre tirios y troyanos. Después de seis décadas “aprendiendo a odiar hasta quien fue su buen vecino”, tal vez esto sea lo que necesitemos con mayor urgencia, aún más que soñar. Pero hay algo en esta opción que me desvela: ¿No implica rendirme y reconocer que la sociedad que considero más justa es solo una quimera? ¿Estaría asumiendo que este país solo necesita algunos cambios en vez de una completa reestructuración institucional y de su psiquis colectiva? ¿No estaría renunciando a mis ideales solamente por miedo al caos que podrían ocasionar los poderosos que precisamente aspiro a volver obsoletos con mi voto? ¿Acaso debo tomar como una señal de alerta el hecho de que estos no se sientan del todo incómodos alrededor de El Otro?

En medio de mis reflexiones recordé la primera vez que acudí a las urnas. Debía tener ocho años cuando acompañé a mi viejo a votar. Era la primera vez que los alcaldes y gobernadores no eran electos por el bolígrafo del poder de las elites sino por las balotas del poder ciudadano. Él, a su vez, rememoraba las anécdotas que escuchó de mi abuelo, en especial aquella en la que fue condenado al desempleo, con once bocas que alimentar, por el simple hecho de atreverse a votar por quién quiso, sin hacer caso de las advertencias apocalípticas que se hacían desde los púlpitos, las fábricas los palacios estatales y todos aquellos que fueron capaces de incendiar al país una y otra vez, sin mirar atrás. Si el viejo Alfonso estuviera vivo le preguntaría: ¿Valió la pena comer mierda por la libertad de votar como le viniera en gana? ¿Si pudiera lo haría diferente? Es su respuesta, camaradas, está la mía.

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