¿Por qué la ruptura institucional de hoy la empezó Uribe?

¿Por qué la vieja ruptura institucional de la que hablan hoy empezó con Uribe en su primer mandato?

El equilibrio de poderes se rompió en 2006 con la reelección de Uribe. Cuando Fabio Echeverri propuso cambiar “un solo articulito” y ahí empezó el desmadre

Por: Lizandro Penagos Cortés
febrero 08, 2024
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¿Por qué la vieja ruptura institucional de la que hablan hoy empezó con Uribe en su primer mandato?

Que me disculpe el presidente Gustavo Petro y, de ahí para abajo si lo merecieran, el fiscal Francisco Barbosa y la procuradora Margarita Cabello; y todas las corbatas y pañolones que rigen los entes de control en este país –donde hizo metástasis la corrupción–, que de manera informal se nombran con el acrónimo: ías y que ahora se rasgan las vestiduras acusándose mutuamente de romper la institucionalidad. Señoras y señores, en Colombia el equilibrio de poderes se rompió el 28 de mayo de 2006 con la reelección de Álvaro Uribe Vélez. Así de simple y así de complejo. Y ya se había urdido su ruptura cuando transcurrían apenas seis meses del primer gobierno del amo y señor de El Ubérrimo, pues Fabio Echeverri Correa (papá de Luigi, quien le robó los huevos a la iguana de Ecopetrol) lanzó la propuesta de cambiar “un sólo articulito” y ahí fue el desmadre.

La reelección presidencial inmediata había sido establecida en el artículo 197 de la Constitución Política de 1991 después de vehementes debates en la Asamblea Nacional Constituyente, para evitar lo que todos sabemos ocurre hasta en los más miserables municipios de la patria: que los gobernantes y funcionarios en ejercicio no sólo participan en política y procesos electorales, sino que financian y cohonestan desde hace dos siglos con la reelección en cuerpo ajeno. Bien sabemos que la verdad siempre hay que revisarla porque cada quien tiene la suya y si se llegara en algún caso a una generalizada, es porque básicamente se ha logrado un acuerdo sobre lo fundamental (como aseguraba con su voz grave y su lengua entrapada, el inmolado y estigmatizado por ‘el monstruo’, Álvaro Gómez Hurtado).

Se ha construido a partir de un consenso argumentativo falaz generado por los medios de comunicación tradicionales –voceros de la oposición y de los poderes hegemónicos– que ante el abnegado trabajo de control político que ejercen funcionarios como Barbosa o Cabello, el presidente Petro desconoce la Constitución y desacata la independencia de poderes y las leyes para aferrarse al poder. Pues bien, ninguno tiene la razón. No la tienen los medios que no informan de manera equilibrada y su parcialización es vergonzante. No la tiene el fiscal que no hace control judicial e investigación sino oposición política. No la tiene la procuradora que, sin el protagonismo del fiscal, hace lo propio y envía un pésimo mensaje al mundo con la suspensión del canciller Álvaro Leyva Durán. No la tiene el presidente –insisto–, porque la tal ruptura institucional ocurrió hace rato. Y no la tiene la oposición porque no hay evidencias de que haya ocurrido lo que vaticinaban a través de los contendientes en la carrera hacia la Casa de Nariño.

La Fiscalía General de la Nación nace con la promulgación de la Constitución Política de 1991 y comenzó a operar el 1 de julio de 1992; la Procuraduría (1830), la Contraloría (1923) y la Registraduría (1948), si bien ya existían, fueron fortalecidas con la nueva carta magna que propendió un equilibrio de poderes que resulta sano para cualquier democracia y que en países desarrollados no suele politizarse de la manera en la que ha venido ocurriendo en Colombia. Estas instituciones como muchas otras son utilizadas para atacar a los contrarios políticos y proteger a los amigos. Se urden en sus entrañas todo tipo de tramas políticas, económicas y –por supuesto– judiciales, porque sus cabezas y órganos principales tienen ambiciones electorales que otrora fueron oscuras y ahora no son sólo visibles sino descaradas.

No se puede llamar de otra forma el plan para impedir que la Corte Suprema de Justicia –salpicada también por la corrupción– elija fiscal de manera oportuna y así dejar el cargo en la interinidad –como ya ha ocurrido antes– y en cabeza de una vicefiscal non sancta, según probadas investigaciones periodísticas de medios como Cuestión Pública y Raya; una funcionaria con serios cuestionamientos y vínculos con el narcotráfico al engavetar investigaciones y proteger ‘conocidos’, que sería para algunas fuentes consultadas el verdadero poder detrás del trono. Lo cierto es que la Fiscalía comenzó a perder su equilibrio cuando la reelección hizo que la terna que presenta el presidente a la Corte y de la que se elige fiscal, fuera de bolsillo, de sus entrañas e intereses, porque no cumpliría sus funciones con otro mandatario, sino con el reelegido en un nuevo periodo de gobierno. Lo que claro, también ocurrió con la elección de Juan Manuel Santos (que calculó mal Uribe, sería su segunda reelección, aunque en cuerpo ajeno) y la reelección del mismo Santos.

De modo que esta situación ni es nueva, ni mucho menos extraña. Hace parte de las dinámicas y tensiones propias del escenario político y del circo politiquero. Lo que ahora cambia el panorama es que hay un presidente que en teoría o sobre el papel, ha propuesto un cambio y no pertenece a la tradición hegemónica de Colombia, lo que ha hecho tambalear las bases de los poderes enquistados en el Estado. Y entonces se conjuga la desgracia del país: Yo te nombro, tú me elijes, él se jode, nosotros nos beneficiamos y vosotros te alborotareis sin que nada cambie. Y a ello se suma que hasta la sal está corrompida en nuestro país, pues las altas cortes antes garantes de la justicia y la rectitud, ya hacen parte de los carteles que desacreditan el ejercicio de lo público; y cuentan entre sus filas y pasado reciente, con personajes asociados con la delincuencia que, según los principios rectores de su investidura, deben ayudar a combatir y aportar en la construcción de un país justo y equilibrado.

No debe generar asombro la posición y actitud de una Corte Suprema con magistrados que a todas luces y en todo su derecho, pertenecen a partidos políticos –aunque no militen públicamente– como el Liberal, el Conservador, Cambio Radical, el Centro Democrático y el partido de la U; y que por debajo de la toga defienden intereses de los grandes grupos económicos, legales claro, pero también emparentados en algunos casos con ilegales. Como tampoco debe asombrar un presidente que, a pesar de su discurso y buenas intenciones, no logra consolidar un programa de gobierno cuyo proyecto se socava con yerros y desaciertos cada vez más frecuentes; y que los medios convencionales –propiedad de quienes han llevado este país a su situación actual– aprovechan para opacar sus buenas acciones.

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