El covid-19, un virus iconoclasta

El covid-19, un virus iconoclasta

Harari y Byung-Chul Han, dos teóricos muy leídos, expusieron un concepto que deberían reevaluar por los cambios que ha generado la pandemia del covid-19

Por: Juan Raúl Navarro
febrero 03, 2022
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El covid-19, un virus iconoclasta
Foto: Pixabay

Un agente patógeno –invisible, silencioso y demoledor– ha venido a arrasar con nuestro statu quo, con creencias y estados de bienestar que creímos consolidados. Por causa suya y como una consecuencia colateral, situaciones y conceptos que considerábamos sólidos han sufrido una transvaloración radical, y muchos de ellos, si aún no se han desmoronado, se encuentran en la cuerda floja.

Gran parte de las pérdidas ocasionadas por esta pandemia son evidentes, pues nos han llevado a experimentar medidas de emergencia y privaciones que no habíamos sufrido quienes no hemos sido víctimas de una gran guerra o damnificados por luchas intestinas.

Pero existen otras pérdidas, más veladas o menos evidentes, que se encuentran en un terreno no tan incluyente, el del conocimiento (la tecnología, la ciencia y la filosofía), al que no todo el mundo tiene acceso.

Debido al coronavirus, dos de las figuras más preponderantes del pensamiento contemporáneo, el escritor e historiador israelí Yuval Noah Harari y el filósofo y ensayista surcoreano Byung-Chul Han, deben replantearse –por honor a la verdad y respeto a sus seguidores y a ellos mismos– algunas de las tesis con que sustentan una parte importante de su obra.

Harari, el reconocido escritor e historiador israelí, argumenta, en su libro Homo Deus, publicado en 2016, que el hambre, la peste y la guerra –que desde el comienzo de los tiempos y hasta el siglo XX fueron los tres grandes azotes de la humanidad– ya han sido controlados: “…Han dejado de ser fuerzas de la naturaleza incomprensibles e incontrolables para transformarse en retos manejables…”, sostiene. Y anota que “…ahora que sabemos que dichos flagelos no se deben a la voluntad de Dios y que tenemos el conocimiento y la tecnología para evitarlos; ya no necesitamos invocar a ninguna divinidad para que nos ayude a evitarlos…”. Dichas afirmaciones las ilustra con ejemplos que hasta la víspera de la llegada del covid nos parecían convincentes y casi incontrovertibles a muchos de sus seguidores

Explica que ahora que ya los hemos “controlado” los grandes retos de la humanidad, en el actual milenio, son conquistar la felicidad, la inmortalidad y la divinidad, y con lúcidos ejemplos de los avances que “…los inmensos nuevos poderes que la biotecnología y la tecnología de la información nos proporcionan…”, despliega las razones por las que él considera que estamos encaminados a lograrlo. Detalla que el hambre que aún existe no se debe a la falta de la comida necesaria para suplir las necesidades de la humanidad, sino a políticas económicas y gubernamentales, pues ya contamos con la tecnología para producir alimentos suficientes.

Paso a citar, textualmente, algunos apartes de Homo Deus, para ilustrar, con palabras de Harari, mi llamado de atención: “Hoy en día mueren más personas por comer demasiado que por comer demasiado poco. Más por vejez que por una enfermedad infecciosa, y más por suicidio que por asesinatos a manos de la suma de soldados, terroristas y criminales. A principios del siglo XXI, el humano medio tiene más probabilidades de morir atragantado en un McDonald's que a consecuencia de una sequía, el ébola o un ataque de al-Qaeda”.

“Durante los últimos 100 años, los avances tecnológicos, económicos y políticos han creado una red de seguridad cada vez más robusta que aleja a la humanidad del umbral biológico de pobreza. De cuando en cuando se producen aún hambrunas masivas que asolan algunas regiones, pero son excepcionales y casi siempre consecuencia de la política humana y no de catástrofes naturales. En la mayor parte del planeta, aunque una persona pierda el trabajo y todas sus posesiones, es improbable que muera de hambre. Seguros privados, entidades gubernamentales y ONG internacionales quizá no la rescaten de la pobreza, pero le proporcionarán suficientes calorías diarias para que sobreviva. En el plano colectivo, la red de comercio global transforma sequías e inundaciones en oportunidades de negocio, y hace posible superar de manera rápida y barata la escasez de alimentos. Incluso cuando guerras, terremotos o tsunamis devastan países enteros, los esfuerzos internacionales suelen impedir con éxito las hambrunas. Aunque centenares de millones de personas siguen pasando hambre casi a diario, en la mayoría de los países pocas mueren en realidad de hambre.”

Y respecto a la guerra afirma lo siguiente: “Cuando políticos, generales, empresarios y ciudadanos de a pie hacían planes para el futuro, siempre dejaban un margen para la guerra. Desde la Edad de Piedra a la era del vapor, y desde el Ártico al Sahara, toda persona en la Tierra sabía que en cualquier momento los vecinos podían invadir su territorio, derrotar a su ejército, masacrar a su gente y ocupar sus tierras. Durante la segunda mitad del siglo XX, finalmente se quebrantó esta ley de la selva, si acaso no se revocó. En la mayoría de las regiones, las guerras se volvieron más infrecuentes que nunca. Mientras que en las sociedades agrícolas antiguas la violencia humana causaba alrededor del 15 por ciento de todas las muertes, durante el siglo XX la violencia causó solo el 5 por ciento, y en el inicio del siglo XXI está siendo responsable de alrededor del 1 por ciento de la mortalidad global.[22] En 2012 murieron en todo el mundo unos 56 millones de personas, 620.000 a consecuencia de la violencia humana (la guerra acabó con la vida de 120.000 personas, y el crimen, con la de otras 500.000). En cambio, 800.000 se suicidaron y 1,5 millones murieron de diabetes. El azúcar es ahora más peligroso que la pólvora”.

Por su parte, Byung-Chul Han, el filósofo surcoreano tan consultado por los medios en la actualidad, quien ha hecho carrera en Alemania y es en apreciado al rededor del mundo por sus libros y sus opiniones, sostiene, en su obra La sociedad del cansancio de 2010, que la época bacterial ha culminado con la llegada de los antibióticos y que “…A pesar del manifiesto miedo a la pandemia gripal, actualmente no vivimos en la época viral. Que la hemos dejado atrás gracias a la técnica inmunológica. El comienzo del siglo XXI, desde un punto de vista patológico, no ha sido ni bacterial ni viral, sino neuronal. Las enfermedades neuronales como la depresión, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), el trastorno límite de la personalidad (TLP) o el síndrome de desgaste ocupacional (SDO) definen el panorama patológico de comienzos de este siglo. Estas enfermedades no son infecciones, son infartos ocasionados no por la negatividad de lo otro inmunológico, sino por un exceso de positividad. De este modo, se sustraen de cualquier técnica inmunológica destinada a repeler la negatividad de lo extraño…”.

Sostiene que varios discursos sociales, aún en boga, están equivocados, pues se sustentan en el esquema inmunológico que considera lo externo y lo extraño como una amenaza, y centran su atención en objetos y problemas del pasado que, según él, ya no siguen vigentes. Apunta, con argumentos que se le han desmoronando, que lo extranjero y lo diverso han dejado de ser una amenaza. Chul Han, reitero, no creía que en pleno siglo XXI siguiéramos aún en “plena época inmunológica” y sostiene que “el llamado «inmigrante» no es hoy en día ningún otro inmunológico, ningún extraño en sentido empático, del que se derive un peligro real, o de quien se tenga miedo. Los inmigrantes o refugiados se consideran como una carga antes que como una amenaza. Del mismo modo, al problema del virus informático no le corresponde ya una virulencia social de semejante dimensión”.

Con este virus, que nos tiene en jaque, ha regresado la peste, y a dos años de su aparición aún no sabemos cómo superarla. Una parte considerable de la humanidad ha retrocedido, o va en camino de hacerlo, a un umbral biológico de pobreza que provoca enfermedades y muertes por desnutrición o hambre. Las crecientes carencias alimenticias que hoy están padeciendo millones de pobladores del planeta, y el incremento en los costos de la comida y los insumos para producirla, son una consecuencia de la crisis económica provocada por las cuarentenas impuestas alrededor del mundo. El cierre temporal de millones de empresas y factorías, muchas de las cuales no sobrevivieron; la mengua de los cultivos como producto del aislamiento; y las trabas logísticas para transportar alimentos y bienes de consumo, han provocado que decenas de millones de personas hayan perdido sus empleos y el poder adquisitivo que les permita acceder a la comida y a otros artículos, cada día más caros.

Hoy, la peste, el hambre y la guerra vuelven a estar sin control y se han convertido, de nuevo, en los principales retos a superar. Han retornado, desplazando las ansias y la urgencia del hombre por lograr la inmortalidad, la divinidad y la felicidad que la biomedicina, la nanotecnología y la tecnología de la información –de la mano de la criogenética, la farmacopea, los nano robots y la decodificación y el manejo de la información y los datos biométricos– nos han presentado como realizables.

La pandemia del covid-19 ha traído consigo una involución que nos aleja de alcanzar, en un futuro próximo, el mundo “saludable, próspero y armonioso” que menciona Harari y que algunos optimistas creían posible. Nos ha regresado, además, a la época viral que Byung-Chul Han daba por superada. La enfermedad, la escasez, la carestía, la pobreza, la hambruna y los enfrentamientos recientes evidencian la debacle de innumerables logros colectivos que se estaban consolidando. Sumados al malestar causado por la corrupción y la rapiña de buena parte de las élites mundiales que siempre caen paradas, y han aprovechado incluso la enfermedad y las cuarentenas para seguirse lucrando –y en yunta con la frustración por los emprendimientos particulares que han fracasado o han tenido que ser postergados, y con las medidas restrictivas o coercitivas impuestas por muchos gobernantes– están nutriendo la incertidumbre y el descontento crecientes.

Cada vez más personas, y más a menudo, se manifiestan con rabia, en un hervor de resentimientos que, de no transformase, seguirán degenerando en confrontaciones de fuerza entre colectivos con diferentes idearios y propuestas, o, incluso, entre clases sociales. Debemos sanar ese desasosiego que hoy se manifiesta con actos de vandalismo o de genuina y justificada resistencia, en asonadas e insurrecciones, en apariencia incipientes, que con frecuencia terminan en enfrentamientos violentos entre los manifestantes y las autoridades y que, de no implementarse un dialogo respetuoso y sincero entre la sociedad civil y el Estado, representado por los gobernantes de turno, con el fin de implementar políticas sociales incluyentes y distributivas, nos pueden llevar a nuevas y dolorosas confrontaciones y, por qué no, a una guerra civil.

Es posible, incluso, que germine entre los más pobres –sobre todo entre aquellos a los que la pandemia y su manejo han ido regresando a la miseria– un odio visceral por quienes consideran privilegiados: la clase media-alta, la oligarquía y el Estado. Sobre todo, en países como el nuestro, donde no existe el Estado Social de Derecho que pregona la Constitución, y donde la justicia distributiva es tan nula y la inequidad tan escandalosa, que muchos desposeídos reseñan como a ricos reprochables a aquellos que tienen una casa y un automóvil propios, sin considerar que esas supuestas fortunas, que ellos envidian y resienten, con frecuencia, son menores que lo las deudas de sus propietarios. “Pocos tienen lo que yo debo”, suele decir un querido amigo mío. En estas naciones, con gobiernos sancionadores, expropiadores y extractivistas, donde celebramos la “avivatez” y existe un desprecio inveterado por el trabajo del campesino y su cultura, y donde cada opositor se convierte en un enemigo que es posible silenciar, eliminar y hasta desaparecer con impunidad, se cuece un caldo de cultivo en el que se sazonan los conflictos y las luchas intestinas.

Ahora, a 20 años de comenzado el siglo, cuando nos creíamos ad portas de resolver muchos de los problemas fundamentales que le han preocupado a nuestra especie durante milenios, llega un microrganismo y pone la positividad, la pluralidad y el futuro en entredicho. De nuevo, como en las épocas más oscurantistas, vamos a tientas por el mundo sin saber qué hacer para enfrentar la peste, el hambre y la guerra; y no solo rehuimos la “negatividad de lo extraño”, sino que, por temor a contagiarnos de un virus que nos tiene desconcertados y con la brújula loca, evitamos a nuestro prójimo, tememos al extranjero, repelemos a los vecinos, e incluso, a nuestros amigos y familiares cercanos. De un tajo regresamos al esquema inmunológico que, cuando se adopta en el discurso y se infiltra en el comportamiento, considera a todo lo externo o extraño como posible portador de una amenaza, y aprovechando el temor al contagio se convalidan comportamientos y posturas egoístas y radicales tales como la xenofobia, el racismo, el aislacionismo y ciertos nacionalismos.

Quisiera preguntarle a Yuval Noah Harari: ¿qué propone ahora, cuando “los inmensos nuevos poderes que la biotecnología y la tecnología de la información nos proporcionan” no han sido suficientes para sacarnos de la actual encrucijada? Y saber ¿qué piensa hoy Byung-Chul Han cuando un ser microscópico ha venido a replantear, entre muchas otras cosas, su teoría de que la época viral está superada? Y, de paso, pedirles disculpas por desnudar la invalidez de una parte de sus relatos.

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