Por aquí pasaban los caballos
Opinión

Por aquí pasaban los caballos

En un pueblo de mancos ni siquiera el ciego es rey.

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diciembre 07, 2021
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La riqueza les había quitado todo. La sensatez, la voluntad y el aire puro -que bajaba de la sierra de mañana- desaparecieron con la llegada de gigantescas empresas y complejos. Nunca habían sido tan pobres como cuando les prometieron tantos millones. El pueblo había nacido, siglos atrás, como una fortaleza de resistencia y protección ante el abuso y la crueldad. Ahora, ese palenque, era tan solo un lugar de paso del polvo, de las regalías y de los turistas. Casi nadie se quedaba; y los que llegaban de inmediato buscaban dónde esconderse. La ambición ajena los creyó insignificantes y el mito del aburrimiento se convirtió en la canción más estridente. El ruido calló a las campanas de la iglesia.

Nada sucedió de repente. Hacía décadas la llegada del puerto y de los barcos desde Filipinas anunciaba la tragedia de los días venideros. Un ingenioso canalla -que por supuesto se supo multiplicar- empezó el lucrativo negocio de ofrecer las virtudes -y el hambre- de las niñas del pueblo para saciar marineros inescrupulosos de piel ajada, que pagaban en dólares y monedas inexplicables. La miseria de toda una generación de mujeres se transportó en canoas apenas empezaban a caer las tardes. Cientos de ocasos mancillaron a muchas con la falsa prosperidad: con el trabajo en su versión más sanguinaria. En el Caribe, que yo conocí, toda tragedia termina convirtiéndose en un refrán. “Ir al buque”, dicen los más jóvenes cuando se quieren referir a buscar dinero rápido. Todo golpe de látigo sabe dejar rastros. El puerto se mudó. El hedor a sudor, saliva y sal aún puede sentirse.

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En el Caribe, que yo conocí, toda tragedia termina convirtiéndose en un refrán. “Ir al buque”, dicen los más jóvenes cuando se quieren referir a buscar dinero rápido

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Ante la partida de los barcos, los pescadores volvieron al mar resentidos y malgeniados. Por años el oficio ancestral -de madrugadas inundadas de paciencia y de inmensas soledades- había adelgazado gravemente; se le marcaban las costillas en el torso y ya casi no le quedaban dientes. Ahora parecía una locura gastarse horas esperando la llegada de cardúmenes cuando por años la plata, de vez en cuando, florecía con las yucas de la tierra y caía -de repente- de los árboles de mango. De nuevo el ingenio sumado al aburrimiento se convirtió en maldición. La llegada de la dinamita que aturdía a cientos de peces con su onda explosiva bajo el agua no solo arrasó con lechos marinos, ciénagas y corales, también hizo estallar brazos y manos que caían destrozados a las aguas. En un pueblo de mancos ni siquiera el ciego es rey.

El fin del pueblo llegó con el progreso. O mejor dicho, con los progresos que se prometieron, se anunciaron con fiestas y luego partieron para siempre. Porvenires engañosos, embelecos con acento chillón, que resultaron devastadores. Esa noche en el funeral del Mamertico Ahumedo (el fantástico tamborero que viajó por el mundo con la música del pueblo entre las manos) el silencio de las miradas gachas fue interrumpido por un retumbar a lo lejos. Desde la sierra que purificaba el aire, que sirvió de escondite de los primeros hombres y mujeres libres, de donde bajaron las aguas que bañaron los cuerpos sanos de las niñas y calmaron la sed del pescador de aliento salado, se oyó un ruido lejano pero certero. Golpes secos de cueros sin estrías; ritmos que recordaron a un pueblo que atravesó el mar y el tiempo con la vida entre los dientes y se puso de pie en la arena mojada atrapando el nuevo horizonte con los ojos. Todo eso que sucedió antes de que el futuro llegara llevándoselo todo por delante.

 

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