Popayán
Opinión

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Desde hace 549 años, posiblemente desde un Jueves Santo, la prestigiosa Popayán nos recuerda, un año tras otro, que existe y crece

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abril 14, 2017
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Fue el gotoso Felipe II el rey que expidió la cédula real que oficializó en 1558 las procesiones de la p rocera Popayán, diecinueve años después de fundada la ciudad y doce después de erigida la Diócesis, convencido por sus consejeros espirituales (tan distintos a los de ahora) de que la solemnidad de los desfiles y el boato de las imágenes sagradas reforzarían la capacidad de convicción de los frailes y misioneros encargados de catequizar a los raizales del valle de Pubenza, indios en su mayoría, y menesterosos de orientación espiritual.

Cuando hablamos de 549 años es porque la tradición se dio en serio. Los historiadores atribuyen el origen de la Semana Santa payanesa a un punto de luz que se fue volviendo un tumulto de alumbrantes que salían de una iglesia de techo pajizo, y que desbandó a otro tumulto de aborígenes decididos a asaltar y matar a los invasores blancos que, según sus caciques, exterminaban a su gente y extinguían su cultura a golpes de opresión. El pavor que les produjo la romería, con sus velas encendidas en alto, los ahuyentó. En segundos, se frustró la tropelía urdida en silencio.

Desde aquella noche del agitado siglo XVI –posiblemente un Jueves Santo–,  la prestigiosa Popayán nos recuerda a los colombianos, un año tras otro, que existe y crece a pesar de los terremotos devastadores (1564, 1736 y 1983) y de las furias arrasadoras de subversivos y paramilitares sanguinarios e insaciables, pues en los días santos renace el fervor de los patojos y en las celebraciones se funden con devoción sus etnias, demostrando que la convivencia y el respeto por la fe merecen la pertinacia del culto y la consolidación de su ejercicio.

Tradición, en la Semana Santa de Popayán, no ha significado rigidez ni terquedades ni intransigencias. Las juntas organizadoras han sido flexibles, las autoridades municipales receptivas y la aristocracia y el pueblo consecuentes con las innovaciones en el ritual, la ornamentación de los símbolos, la renovación de los atuendos y la participación de familias que vivían privadas del honor de cargar en regla durante los recorridos, sin alterar el sentido  inspirador de la Pasión y el sufrimiento de Cristo. Las aperturas con creatividad, serenidad y  circunspección han resultado constructivas.

Desde la procesión de Nuestra Señora de los Dolores hasta la del Señor Resucitado, la mística no se resistió a la evolución que exultó el contenido de cada una de ellas: la Pureza de Jesucristo, el gozo por su redención, el gran Amor del Redentor, el inconfundible Hijo de Dios, el luto universal por su injusta crucifixión y el júbilo presentido por su Resurrección y subida a los cielos. La síntesis de un recorrido vital destinado a partir en dos la historia de la humanidad, como se desprende de los testimonios del romántico vizconde de Chateaubriand y del polémico Ernesto Renán: El genio del cristianismo y Vida de Jesús.

 

Tan obligante es el deber de cargar,
que el general José María Obando no tuvo corazón para incumplirlo
ni estando fugitivo

 

Tan obligante es el deber de cargar, que el general José María Obando no tuvo corazón para incumplirlo ni estando fugitivo, buscado y perseguido, en plena guerra de los Supremos (1841). Días inciertos y engorrosos para tirios y troyanos. Amparado en su capirote, llegó al templo de San Agustín a tomar el barrote trasero de la esquina derecha de su paso a honrar a la Virgen. Estuvo a un segundo de ser apresado, junto con Juan Gregorio Sarria, pero, alcahueteado por la solidaria velocidad de los cargueros, se escabulló como un objeto inaprensible en medio del desorden inocente de unos niños del vecindario.

La temeridad del prócer dio pie para que el gobernador Manuel José Castrillón prohibiera, irritado con Obando y Sarria, sin que la atmósfera de oración morigerara sus catecolaminas, el uso de los capirotes.

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