¿Poetas?
Opinión

¿Poetas?

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febrero 13, 2014
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Crecí en una ciudad de frontera en donde la gran mayoría de poetas no escribían pero sí recitaban. Se reunían al final de la tarde en el parque central y entre todos juntaban sus moneditas grasientas y lograban conseguir lo suficiente para llenar un bidón con alcohol antiséptico revuelto con Fresco Royal. Apenas se tomaban ese menjurje agarraban las guitarras y empezaban a escupir sus versos. Se leían entre ellos como si fuera una masturbación colectiva. Se aplaudían gozosos y cada uno se ponía una corona de laurel en la cabeza.

Tendrán que perdonarme, yo era muy joven y estaba cansado de los idiotas del colegio y quería probar algo real, entonces me metí a un grupo de teatro y los descubrí. Me uní a ellos. Nos apeñuscábamos entre las ruinas de mi ciudad. Casi siempre estábamos solos o nos acompañaban unas mujeres de piel mortecina y pelo largo, revenantes que salían de sus tumbas cada noche tan solo a escuchar nuestros versos. Con los nervios crispados por la noche y el cóctel Molotov que engullíamos nos encontraba la madrugada, unos se ponían a hacerle incongruentes odas al alba y otros terminaban agarrándose a puños y correazos como si fueran malditos hippies, y no faltó el que trató de levantarme porque en su video me había confundido con un funcionario público “capitalista” que le había negado a la humanidad la publicación de uno de sus libros.

Había el rumor de que, escondidos en sus buhardillas, existían poetas abstemios que trabajaban todo el día en sus poemas. El ruido del centro no los cautivaba. Los del parque central se reían de ellos, ¿Qué clase de poeta era aquel que no se doblegaba ante una botella de moscatel? Para los poetas del parque central la verdadera poesía era estar borracho de sol a sol esperando infructuosamente que el Espíritu Santo bajara travestido de musa y los iluminara. Al ver que nada bajaba del cielo no volví a frecuentarlos y decidí nunca más volver a andar en grupo.

Desde entonces entendí que la literatura era una mierda de prosa y sobre todo de soledad. Tengo amigos que  me recomiendan  grandes poetas: “Tienes que leer a Hoderlin si pretendes ser un escritor decente”, me dice Matías y me muestra, detrás suyo, ese cementerio de gigantes que es su biblioteca. Me da un libro de pasta  verde de la editorial Hypeiron y yo paso sus páginas pero no me dicen nada. Para mi es puro papel muerto. Salgo de su casa tomo un taxi y llego a mi casa y me revuelco con mi propia mediocridad. A punto de dormir, tocan la puerta y es un mendigo. Le ofrezco un pedazo de pan pero me dice que no quiere nada material, que lo único que necesita es que alguien lo escuche y con su voz cavernosa me recita un par de versos: es uno de los  poetas del parque central. Al reconocerlo le cierro la puerta en la cara. La lluvia lo encontrará en el jardín, con su pelo lleno de moscas y la bragueta  abierta.

Yo me he asomado por las rendijas de los grandes  poetas  y he alcanzado a atisbar sus opresivas atmósferas, sus alucinantes paisajes, sus tórridos amores. Seguramente me quedaría pastando allí si en los atardeceres no me acordara de los poetas de mi ciudad. Entonces  asqueado, le cierro la ventana a la belleza y tengo que buscar, con la desesperación de un adicto a la heroína,  la poesía en otro lado, en un plano de Tarkovsky, en un disco de los RollingStones, en los cuchitriles de Dostoyevsky, en la desesperanza de Roberto Arlt.

Y sin embargo los envidio cuando  pasean delirantes por las orillas del río, desesperados por ser libres, con ganas de no sentir nunca más hambre. Jesús pudriéndose cuarenta días en el desierto. Pero cuando el sol se oculta y el bajón depresivo paraliza el cuerpo, empiezan a escuchar el llanto de sus innumerables hijos. Sacuden la cabeza y meten la mano en la hedionda agua del río, es importante tener las uñas limpias cuando a primera hora vayan a la Secretaría de Cultura a alargar la mano como pordioseros para pedir un contratico. Ninguno piensa en escribir… eso pa que, todos miran a ver la forma de arrancarle un pancito al estado para llevárselos a sus diez mil hijos. Porque la poesía fortalece al espermatozoide, nada debe haber más emocionante que la carrera de millones de espermatozoides por la uretra de un poeta. Los poetas de mi ciudad son fértiles como los campos de Ucrania.

No leo poesía por culpa de los poetas que he conocido. A veces, cuando paso por el parque central los veo allí, misóginos e igual de viejos que hace muchos años, rodeados de jóvenes que dentro de poco estarán arruinados para la poesía, o peor aún, convertido en uno de ellos, inmunes al hambre, al sol calcinante y sobre todo al talento. Los miro de lejos y les hago pistola pero ellos no me ven: están demasiado ocupados mirándose el ombligo.

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