O civilización o catástrofe para Colombia
Opinión

O civilización o catástrofe para Colombia

Lo que vamos a dirimir en las urnas es si continuamos cargados de la sed de venganza que nos ha sumido en esta situación o emprendemos la vía del diálogo respetuoso

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marzo 11, 2022
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Pequeños detalles que capté en Suiza. Para usar el transporte público, un autobús, un tren, una lancha, debe uno llevar una especie de tiquete o Transport Card. Aborda el vehículo en una estación para volver a bajarse en la que desee. Nadie le exige la presentación del tiquete, ni el conductor, ni un policía, ni siquiera otro pasajero. Todos parten de la buena fe del usuario. ¿Por qué irían a hacer trampa y no pagar?

En las estaciones del SITP y el Transmilenio de Bogotá, toda clase de gente, joven, adulta, mujeres y hombres viven pendientes de colarse en los buses. Fuerzan las puertas, saltan las barreras. Todos los días y horas. Igual impresiona la suciedad de las ciudades colombianas, en Medellín vi numerosas manadas de ratas escarbando entre la basura de la calle, y en Chapinero, en Bogotá, sucede lo mismo. En Suiza todo es absolutamente limpio e higiénico.

Un estudio en el lago de Ginebra, un paisaje que conjuga el cielo, el azul de las aguas y la vista a la distancia de las montañas cubiertas de nieve, determinó que sus aguas eras demasiado sanas, no contenían bacterias. En él habitan patos y cisnes de gran tamaño, que deben alimentarse de peces y otras criaturas que a su vez se alimentan de seres microscópicos. Para bien de la vida, hubo que inventar algo para que las bacterias maduraran en el fondo.

Antes que hablar de las aguas de los caños de Bogotá y Barranquilla, para sólo citar algo, me interesa señalar la abismal diferencia de condiciones materiales, sociales y culturales existentes entre nosotros y Europa. En Ginebra, una ciudad donde se hablan todas las lenguas y conviven personas de todo el mundo en completa armonía, las gentes aman la paz y el respeto por el otro. Es que diferencian muy bien entre la política y lo demás.

Pueden existir y convivir concepciones políticas distintas e incluso opuestas, pero ellas se debaten o concilian en espacios de la institucionalidad. Fuera de ahí la política no hace parte de la vida de las personas, ni de sus juicios a la hora de tratar o juzgar a las otras. La vida individual, familiar y colectiva tiene muchísimos más espacios que no tienen por qué verse afectados de algún modo por las diferencias políticas. Así lo hacen.

Por eso no existen los odios, los estigmas o las polarizaciones que nos caracterizan a nosotros, los colombianos, quienes pese a ser una sociedad considerablemente desinteresada por la política, como lo muestra el altísimo índice de abstención electoral, somos completamente refractarios, hasta en el trato, con quien no tiene nuestras mismas concepciones. Nos condena el fanatismo, carecemos de la más elemental noción de civilización.

Sin embargo quiero contar aquí, que seguí con atención los dos conversatorios realizados esta semana en Ginebra, Suiza, entre Rodrigo Londoño, Presidente del partido Comunes, y Bertha Fríes, cabeza de un sector importante de las víctimas del atentado al club El Nogal en 2003. Autores y víctimas reunidos en el exterior ante numeroso público, dieron cuenta de su ánimo por sepultar afrentas, perdonar, reconciliarse y trabajar por la reconciliación del país.

El relato de Bertha Fríes eriza la piel. Casi una década para recuperar la movilidad de su cuerpo, tras haber quedado reducida a poder mover solo tres dedos de su mano izquierda, los odios que experimentó hacia las Farc por el angustioso drama propio y el de su familia, su inquieta búsqueda posterior por hallar respuesta a la pregunta de por qué le había sucedido eso a ella, así como a los 36 muertos y 198 heridos resultado de la bomba al Nogal. Su conclusión es ejemplarizante.

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Fríes descubrió que guerrilleros y paramilitares eran personas como ella,  atrapados en un torbellino político, económico y social del que no es ajeno la clase política dominante en Colombia

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Descubrió que guerrilleros y paramilitares eran personas como ella, seres humanos atrapados en un torbellino político, económico y social del que no es ajeno la clase política dominante en Colombia. Podía hablarse con ellos, conocer sus historias y comprenderlas. Pero sobre todo conmoverse cuando manifestaban que si pudieran hablar con sus víctimas les pedirían perdón. La firma del Acuerdo Final de Paz abrió las puertas a eso, a la verdad, el perdón y la reconciliación.

El próximo domingo habrá elecciones legislativas en Colombia, y ellas marcarán el rumbo de las presidenciales en mayo. Lo que en el fondo vamos a dirimir en las urnas, es si continuamos así, cargados de ese lastre de odios, rencores y fanatismos, de esa sed de venganza que nos ha sumido en esta situación, o emprendemos, como en La Habana, la vía del diálogo respetuoso. O nos ahogamos en violencia o emprendemos la ruta definitiva a la civilización.

Voto por esto último. Por Comunes y el Pacto Histórico. Me lo aconsejó el propio Juan Jacobo Rousseau cuando lo visité una noche helada en su isla en Ginebra: prefiero ser un hombre de paradojas que un hombre de prejuicios.

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