¡No basta con un nobel de paz ni con que Bogotá sea la capital de la paz!

¡No basta con un nobel de paz ni con que Bogotá sea la capital de la paz!

"Debemos apostarle a que los colombianos vivan lejos de repetir cifras tan escandalosas como los 8 millones de victimas del conflicto armado"

Por: Alejandro Primiciero Calvo
febrero 13, 2017
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¡No basta con un nobel de paz ni con que Bogotá sea la capital de la paz!
Foto: Archivo pulzo.com

Ninguna generación viva de colombianos conoce lo que es vivir sin conflicto armado, sea en un pueblo u otro, en algún corregimiento o ciudad, sea perpetuada por un grupo de Izquierda, derecha o por el mismo estado, sea como víctimas o simples espectadores, este conflicto ha permeado nuestras conciencias y hemos vivido irremediablemente atados a ella. ¡8 Millones de víctimas sin contar las cabezas caídas en época de liberales/conservadores! Además de eso, pérdidas de capital institucional, educativo y en el sistema axiológico (valores). En cualquier otro país esta cifra sería alarmante y reprochable en todo sentido, pero aquí en mi país, Colombia, hemos naturalizado tanto la violencia que 8 millones parecen no hacer tanto eco. Por el contrario, hemos heredado una cultura de violencia que nos ha conducido a lo largo del tiempo a una lamentable sistematicidad de violaciones a los derechos humanos, ¡Es que aquí se ha matado hasta por sospecha, miles de ciudadanos del común han sido objetivo de guerra sin tener velas en este entierro! Segovia, el Salado, Mapiripán, Bojayá, Tibú, Apartadó, Fundación, El Castillo, son evidencias de que en Colombia la violencia (Que muchas veces se legitima) se antepone a cualquier intento de compasión, tolerancia o diálogo.

Sin embargo, la posibilidad de las nuevas generaciones de vivir sin conflicto armado parece estar materializándose de a poco; un postconflicto con las Farc y el inicio de la mesa de dialogo con el ELN parecen llenarnos de nuevos aires de paz, y un hecho que señalo con gran vehemencia es que las muertes a causa del conflicto armado disminuyeron notablemente; según El Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac), desde el 20 de julio de 2015 hasta el 20 de enero de 2016 se redujeron en 97% las acciones ofensivas de las Farc y bajó en un 73% el número de combates entre guerrilla y Fuerza Pública. ¡Hace 51 años no se registraba un número tan bajo de víctimas! No fue ninguna casualidad que la mayoría de pueblos afectados por la violencia directa e incesante hayan dicho sí a los acuerdos mediante el plebiscito, ¡Es que ellos si han tenido que enterrar sus muertos! Sumado a esto, las noticias ya no están enmarcadas en lo que solíamos escuchar desde que éramos niños: Pueblos tomados, secuestros masivos, masacres sistemáticas, centenares de familias desplazadas en menos de una semana, cilindros bomba cayendo desde los cielos, actos terroristas frecuentes en ciudades, docenas de militares y guerrilleros muertos en un solo enfrentamiento, etcétera.

Evidentemente algo está cambiando para bien, nos acordamos medio siglo después que anteponer el diálogo y reconocer las diferencias por encima de la violencia es muchísimo más beneficioso para el país. Precisamente en este cambio tangible de realidades es donde aparece el postconflicto como proceso y oportunidad de reparación de víctimas, reinserción de combatientes a la vida civil, inversión en capital social, educativo, en infraestructura y crecimiento de la economía, pero sobre todo, es una oportunidad para comenzar una nueva transformación cultural e institucional que permita abandonar por completo la vía de las armas como opción de lucha ideológica y política. ¡Colombia debe aprender de su propio dolor, hacer memoria y educar para el nunca más!

En todos los niveles de educación (Preescolar, básica primaria, secundaria y educación superior) se necesitan crear espacios de expresión y enseñanza de la historia y la memoria para la formación de sujetos capaces de construir escenarios de paz desde el reconocimiento del pasado que reconfiguren la pesada herencia de la guerra. Hago alusión a algunos dichos populares que poseen gran validez en este caso; “Los pueblos que olvidan el pasado están condenados a repetirlo”, o la antigua creencia judía; “recordar es el secreto de la redención”. El propio Nelson Mandela había definido inicialmente la reconciliación como un estado de cosas en el que las “injusticias y los agravios del pasado serían enterrados y olvidados y se forjaría un nuevo comienzo” le tomó un tiempo revisar esta opinión para reconciliarse con la idea de que el pasado no se podía dejar atrás. Sufrimos de una enorme amnesia social en la que muchos colombianos parecen acomodarse perfectamente, sobre todo, los que quieren que la verdad ante algunos hechos siga enterrada. ¡Los desaparecidos del palacio de justicia, el genocidio de la Unión Patriótica, la muerte de Jaime Garzón! Estos son solo tres ejemplos de amnesia social o de lo que no conviene recordar.

Chile puede darnos ejemplos claros del papel que juega las políticas públicas de la memoria a raíz del régimen pinochetista en donde también hubo una continua y sistemática violación a los DDHH; Primero creó el informe de la comisión de verdad y reconciliación sobre la violación a los derechos en humanos en Chile conocido como el informe Retting y en el 2004 conformó la comisión nacional de prisión política y tortura conocido como el informe Valech. Durante el primer mandato de Michelle Bachelet se dio continuidad a esta política y se construyó el museo de la memoria y los derechos humanos en Santiago. Estas políticas públicas de la memoria permitieron esclarecer hechos que habían quedado en la impunidad y paulatinamente crearon escenarios de verdad, justicia y reparación. En Colombia ya existe el centro nacional de memoria histórica el cual ha jugado un papel determinante en la recuperación de material sobre las violaciones a los DDHH en Colombia durante el conflicto armado. ¡Es un gran paso, pero aún insuficiente!

La historia como parte de los planes de estudio y las políticas de la memoria debe ser ejes necesarios e ineludibles para una apropiación del pasado por parte de todos los colombianos que logre dignificar y reparar  a las víctimas y a todos los territorios afectados por el conflicto armado. Por ello, la educación debe visualizar el postconflicto como una oportunidad clave para replantear los currículos y los modelos pedagógicos. La forma en cómo se enseña y se piensa el país en estas nuevas transformaciones sociales, culturales, económicas y políticas debe generar cambios en las subjetividades de los sujetos, comprender que la paz no es únicamente en las montañas entre gobierno y grupos insurgentes silenciando los fusiles, sino es también aprender a convivir con el otro reconociéndole sus derechos, creando escenarios de cultura de paz y convivencia ciudadana.

¡No basta con un nobel de paz ni con que Bogotá sea la capital de la paz! Esto no va más allá de una representación simbólica, lo cual es positivo y se aplaude, pero la realidad y la cotidianidad es otra, no podemos seguir matándonos por dinámicas de intolerancia en los hogares y en las calles. Debemos apostarle a que las nuevas generaciones de colombianos vivan en un territorio libre de violaciones continuas a los DDHH y lejos de repetir cifras tan escandalosas como los 8 millones de compatriotas víctimas como resultado del conflicto armado.

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