Un niño venezolano que sonríe en las puertas de la frontera colombo-venezolana

Un niño venezolano que sonríe en las puertas de la frontera colombo-venezolana

"No evade las ayudas, recibe comida y ropa de las manos amigas, a tan corta edad se siente como un hombre cada vez que le lleva un paquete de galletas a su madre"

Por: Angélica Rojas Cárdenas
septiembre 18, 2017
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Un niño venezolano que sonríe en las puertas de la frontera colombo-venezolana

Joseito, un negro  que sonríe sin tener dientes, es un venezolano proveniente de Petares, Caracas y hoy recorre las calles del comercio de La Parada como si fueran las de su patria, donde dio sus primeros pasos.

Son las calles, las que le sacan la sonrisa con la que arruga su rostro, mostrando las encías de su boca, porque como todo  niño se le cayeron los dientes, pero ni eso lo detiene cada vez que le ofrecen un plato de comida.

Él y su familia no tienen hora de trabajo, unos días llegan en la mañana, otros en la tarde y aveces no lo hacen. Lo cierto es que siempre toman un bus desde Rubio con su joven madre y hermana de 10 años.

En menos de una hora, cruza el Puente Internacional Simón Bolívar y con sus azabaches cotizas pisa el camino de cemento en La Parada.

Con sus 70 centímetros de altura y su piel negra, camina con un tumbao que irradia alegría, una emoción que no se le escapa a pesar de no tener juguetes y ropa fina, en un camino de preocupaciones en el que se han sumergido miles de venezolanos que vienen a territorio colombiano en busca de una nueva oportunidad.

Su sonrisa confirma que se siente como en su patria y es su notable acento venezolano que lo identifica con algunos de sus paisanos del hermano país.

A pesar de su corta de edad, Jean Carlos, de seis años lleva a cuestas la crisis que afronta su país, pero aquél peso pareciera no incomodarle a su inevitable inocencia con la que hace amigos en el comercio de La Parada.

Mientras su madre ofrece los shampoo, cremas y víveres en los locales comerciales, Joseito brinca con sus cortos pies en las calles que día a día toman la apariencia de trochas.

Así como Joseito y su madre, diariamente llegan decenas de venezolanos con la ilusión de vender pan,carne, verduras y frutas para conseguir algo de dinero.

Al parecer el polvo y las piedras se convirtieron en sus juguetes, su fiel compañía son las tardes soleadas, que marcan su piel con las gotas de sudor que escurren de su cabeza mientras corre con pasos de gigante en una zona donde todos luchan por sobrevivir.

Aunque es un niño, toma la libertad para alejarse durante horas de su madre en un corregimiento en el que se siente tan confiando para no perderse en sus angostas calles.

En medio de las caminatas de juegos, su estomago le recuerda lo hambriento que esta y llega hasta el comedor Divina Providencia, ubicado a dos cuadras del comercio de La Parada. Se siente como en casa cuándo sus ojos ven los platos de comida, sus pupilas gustativas parecieran dilatarse mientras su lengua hace un leve movimiento por sus labios, hasta que decide probar el primer bocado y no levantarse hasta dejar vacío los platos.

Su apariencia refleja el descuido de un niño que sonríe a pesar de tener su camisa rota y curtida por el polvo y sudor.

Tal vez, es su pequeña estatura o su inocencia, la que lo aleja de evadir el rechazo que se ha despertado en los cucuteños por la llegada de los venezolanos, o es esa figura de niño la que despierta la compasión en los habitantes de La Parada, pero es Joseito quien representa el sufrimiento de miles de padres venezolanos que diariamente cruzan territorio colombiano y buscan en la informalidad un salvavidas de supervivencia para sus hijos.

Con sus rizos negros maltratados por el sol y su piel morena reseca, juega en medio de las piedras hasta ensuciar sus manos en medio de las polvorientas calles. Sus uñas se tornaron negras por la arena que acumula debajo de ellas.

Aunque afirma que no le gusta bañarse, no es esquivo ante algunos habitantes de esta zona que lo acogen por horas en sus casas, que le brindan un baño de agua fría y un plato de comida.

Joseito siempre está acompañado de su hermana, que a diferencia de él, se caracteriza por su silencio. Un silencio que refleja la impotencia de una niñez que no ha disfrutado tiempo de diversión, sino horas de caminatas al sol.

Joseito no evade las ayudas, recibe comida y ropa de las manos amigas, a tan corta edad se siente como un hombre cada vez que le lleva un paquete de galletas a su madre.

Mientras el sol se desvanece en el anochecer, Joseito desaparece en busca de su familia y cuando no logran conseguir los pasajes de regreso a casa, buscan cartones y un lugar cubierto en la calle donde dormir.

Así, se acobijan con el viento de la noche y los susurros de los miedos de la frontera, una frontera que es visitada por las promesas de políticas, pero es conocida por quienes intentan sobrevivir en ella.

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