Nada nuevo bajo el sol

Nada nuevo bajo el sol

Mientras siga hablando el odio y no la razón, mientras la culpa sea del otro y no mía, mientras el presente esté en retaliación con la memoria, jamás avistaremos el perdón

Por: Álvaro Claro
agosto 28, 2020
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Nada nuevo bajo el sol

Cuarenta y cuatro colombianos muertos, masacrados, en zonas rurales del país. Son estas cifras que nada expresan si la imaginación no interviene. ¿Y qué ve la imaginación? Una jauría de hombres, con máscaras de cuervo sobre sus rostros, dispuestos a arrancar las uñas de quien se atreva a increparlos.

No es la primera vez que estas imágenes —estos dolores— tan insoportables se nos ofrecen. En 1960 comenzó una época que los más grandes de entre nosotros han llamado blandamente la época de la violencia, queriendo decir la época del odio, de la irracionalidad y la desesperanza. Durante 60 años, cada vez que nos llegaba la noticia de que unos seres desnudos y desarmados habían sido pacientemente mutilados por hombres que podríamos cruzarnos en la calle, nuestra pequeña dosis de alteridad se alebrestaba y preguntábamos mirando al cielo cómo podía ser aquello posible.

Y aún así era posible. Durante 60 años ha sido posible. Y hoy, tal vez para recordarnos que el silencio de las armas no es un triunfo cerrado, volvemos a encontrarnos entre miembros despedazados y ojos cegados a culatazos. El nudo de esta soledad se encuentra en sus autores. Los que ahora hacen esto, como la mayoría de los que han tenido que hacerlo durante años, no encuentran nada reprochable en sus actos, porque nunca han recibido nada gratis, ni han podido comprarlo, pues a la puerta de sus casas no llegó la invitación de un colegio, en las calles no encontraron posibilidades de trabajo y, aunque oigan constantemente esa palabra, no han sentido nunca la existencia del Estado.

Esa es la razón, quizás, de que esto haya sido posible, ahora lo podemos ver claramente.  Aún así, muchas cosas lo son, entonces ¿por qué decidieron hacer esa cosa mejor que otra? No se trata en este caso de doblegar un espíritu, una fuerza, pues su propio espíritu ha sido aniquilado; los mueve la rabia, no una fuerza. Porque cuando se cree en la fuerza, hay que conocer bien al enemigo. Y estas personas están rendidas hace tiempo. Se rindieron y aceptaron las manchas de sangre entre sus manos sabiendo profundamente que mil fusiles disparando no impedirán que otros hombres crean, en su fuero interior, que ellos son las principales víctimas, que probablemente tengan razón y no sean responsables por el infierno que cargan y multiplican a diario.

Cuando casi todos mueran —inevitablemente dentro de una masacre prolongada—, otros dirán ‘‘no más’’ hasta que la fuerza los abandone. Entonces, en el eterno retorno, será evidente que en este país matar al justo no basta. No basta con obligarlo a renunciar a su dignidad, con prohibir que sus ideas se compartan y algún día se concreten. Aquí es necesario, primero, doblegar los espíritus de la mayoría, pero sin quitarles la vida, para que en su agonía y vacuidad se encarguen de oscurecer a los que tienen cerca, para que se encarguen, a fin de cuentas, de poner la primera y última piedra sobre los hombros de quienes quieran correr el cerco, lo que tratan de derrumbar tanta frontera. Esto es lo que podríamos llamar la ideología de la Violencia: crear una falsa causa de los problemas y así excusar para siempre nuestra barbarie.

Desde hace 60 años este pueblo se ha dedicado a la destrucción de su propia fuerza. Hemos estado tan seguros de nosotros mismos como para creer que, en adelante, el otro era el único obstáculo y que, precisamente, por eso es preciso encargarnos de él. El otro, para desdicha suya, no ha sido impermeable a su contagio: ahora desconfiamos de todo porque la única certeza es que hay una hora del día o de la noche en que el hombre más animoso también se siente cobarde. Y los cuerpos sin espíritu han sabido esperar esa hora. En esa hora han buscado y, a través de heridas a la consciencia, han hecho zozobrar, enloquecer y, a veces, traicionar las fuerzas de los otros. Los han obligado incluso a mentir, a retractarse.

Así las cosas, ¿quién se atreve todavía a hablar de perdón? Si los pueblos, a contracorriente de sus intenciones, han comprendido que no se puede vencer a la espada más que con la espada, mañana se alzarán nuevamente las armas y cada bando se dedicará a lamentar sus minúsculas tragedias. ¿Quién puede decirle al otro que se rinda, que se detenga y que lo piense mejor? Hoy no hay candidatos para esta empresa. Mientras siga hablando el odio y no la razón, mientras la culpa sea del otro y no mía, mientras el presente se construya en retaliación con la memoria, jamás avistaremos, ni de cerca, aquella justicia eterna y compleja que es el perdón. Porque perdonar es una acción que muy pocos conocen; nos falta bastante practicarla. Perdonar por todos los que han muerto sin haber hablado en la alta paz de un corazón que jamás traiciona. Perdonar, que no consiste en el terrible castigo que pueda ejecutar el más animoso de los nuestros. Perdonar, por el contrario, a quienes se han convertido en cobardes, lo que han desangrado su espíritu y morirán llevando en su corazón devastado el desprecio de sí mismo y el odio a los demás.

De no ser así, en lo único que acierta el presidente es que este velorio nacional, que es de los más viejos bajo el sol, podrá extenderse otros 60 años.

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