Miserias del debate público y la educación

Miserias del debate público y la educación

"Aún es tiempo de superar la visión de sociedad compartimentada que se nos impuso para dejar atrás la miopía y mezquindad del pasado y el presente"

Por: DAVID NAVARRO MEJIA
junio 11, 2021
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Miserias del debate público y la educación
Foto: Pixabay

El debate público en Colombia hoy se encuentra envenenado. ¿Qué lo ha generado?

Sin duda, buena parte de ello lo ha determinado el ambiente de familia, la educación, la religión y los medios. Esto se ha quebrantado a partir del surgimiento de las redes sociales al amparo del universo que puso a disposición internet, pero buena parte de la explicación está en la herencia de la educación colombiana.

Hasta hace unos años, sin embargo, el debate público en Colombia estaba marcado por una mezcla de complacencia, simulación y violencia. Intentaré una breve explicación del asunto.

Quienes somos hijos de la educación pública colombiana solo tenemos palabras de gratitud para ella, pese a sus evidentes limitaciones y carencias. Avanzando un poco en nuestra historia educativa los más despiertos y curiosos, advertimos que las carencias había que cubrirlas con un poco más de disciplina, talento y templanza.

En la educación privada de élite, por su parte, se han dispuesto las cosas para separar a los hijos de las elites, de la clase alta y clase media alta, lo cual ha reforzado el sistema de segregación y discriminación que impera en la sociedad.

Este escenario tuvo en su momento un telón de fondo que quiero recordar a título de ilustración: un amigo me comentaba tiempo atrás que, en su infancia, los paros de los maestros a raíz de que el Estado pocas veces les pagaba puntual, eran un asunto de todos los años. Hubo ocasiones, me decía, que el paro se extendía hasta por tres meses. Pues bien, el caso es que esta historia sucedía mientras se daba comienzo a una intensificación de la educación privada, pese a que ahora se quejen algunos desmemoriados que la olvidan o la ignoran para atacar al gremio de educadores que es el único que en verdad le queda al denostado y eliminado sindicalismo colombiano. De esos años, queda de memoria la emblemática canción vallenata Los maestros del compositor guajiro, Hernando Marín.

El sistema educativo que se echó a andar reforzó y normalizó pues, por años y años, la desigualdad. Mientras, los medios seguían ofreciendo una agenda en la que el país se modernizaba y era testigo de una clase dirigente que, aunque afrontaba enemigos poderosos —léase guerrilla y narcotráfico—, sacaba adelante la economía y conservaba una fisonomía de país en la que funcionaban las instituciones, pese a sus efectos de violencia y discriminación.

El asunto es que la educación, pese a su avance notable en cobertura de las últimas décadas, la élite gobernante optó por establecerla en un sistema que profundizó la segregación educativa entre las clases sociales, con lo cual se intensificó cierto espíritu de servidumbre que pervive y concibe que los miembros de la clase alta deben relacionarse separadamente con el resto de la sociedad.

En el siglo XX si bien los vástagos de las élites en muchos casos se les enviaba a educarse en el exterior, no pocos también se educaban en universidades como la Universidad del Rosario o la Javeriana. Algunos, sabedores de la notoriedad y calidad de la Universidad Nacional de Colombia, se desprendieron de prejuicios y aceptaron su educación o enseñanza en esta Universidad, como fueron los casos de las prominentes figuras de Carlos Lleras Restrepo y Alfonso López Michelsen.

Pero la segregación había que mantenerla, en especial en la educación superior. De este modo hubo un momento, en que decidieron fundar algunas de las universidades elitistas en donde se ha educado buena parte de la dirigencia de la alta dirección del Estado y de la empresa privada colombiana. Así, después del surgimiento de la Universidad de los Andes en Bogotá, en 1948, le siguieron en 1960 el Eafit en Medellín o la Universidad del Norte, en Barranquilla en 1966 y la más reciente, el Icesi en 1979, en Cali.

Es decir, la elite política y económica dirigente colombiana optó por separar definitivamente la educación de sus hijos por fuera del sistema de universidades del Estado que, sin embargo, se reservaba para la clase media y una franja mínima de sectores excluidos. A la par, también se impulsó la creación de notables colegios privados de élite sobre todo en las ciudades de Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y Bucaramanga.

Ese modelo de educación ha prohijado en buena parte el resentimiento y rencor que hoy se da en la sociedad colombiana, con el agravante que, tanto en el sector de la educación estatal como en el privado, han resuelto que sus territorios deben ser una suerte de coto de caza de “las prácticas democráticas” que cada una concibe con distinto significado: en un caso, se toma la inobservancia de reglas como un ejemplo dizque de sentido y desarrollo de una conciencia crítica y libre. En el otro se exige obediencia ciega como sinónimo de convivencia pacífica.

Por eso en las universidades privadas y públicas se ha instalado un ideario que supone que en las públicas solo hay lugar a pensamientos adscritos en eso que se llama la izquierda o el pensamiento emancipatorio y crítico, mientras en las privadas también se esgrime con orgullo que allí no tienen cabida ideas y valores del ideario de izquierda y mamerto que llaman. Es decir, de alguna manera han legitimado eso que hace décadas un pensador de las ciencias sociales llamó el pensamiento único, o que ahora una destacada escritora ha llamado el peligro de la historia única. Pero tanto en un sector como en el otro, lo cierto es que debe haber lugar para el examen y enseñanza del vasto ideario de las ciencias sociales, las humanidades y las ciencias naturales.

En la manera como se ha dispuesto la educación en Colombia, se encuentra la semilla que ha dado frutos que muchos hoy rechazamos. El impasse presentado en semanas anteriores de una estudiante con un profesor de la Universidad del Rosario, solo es una muestra de esa educación autoritaria, proselitista y segregacionista que se despliega en las aulas de no solo de universidades privadas sino también de las públicas. Sumémosle un dato que puede sorprender: dónde estudian los hijos de buena parte de los docentes de las universidades públicas y se entenderá también que el ambiente educativo y del debate público no es estimulante.

Una educación integradora debe ser parte de la agenda social del país. Pero también revisar la manera como se deben disponer los contenidos de la enseñanza y el aprendizaje. Y por supuesto, quienes gobiernan y la sociedad debe plantearse la creación de nuevas universidades públicas, un asunto ya prácticamente cancelado, mientras hoy vemos a miles de jóvenes que protestan por más y mejor educación superior. Aún es tiempo de superar la visión de sociedad compartimentada que se nos impuso para dejar atrás la miopía y mezquindad del pasado y el presente.

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