En octubre de 2020, un intrascendente llamado Javier Milei, se paró en una silla en la Plaza Holanda de Buenos Aires y frente a unos 100 espontáneos, a grito herido, lanzó su candidatura como diputado por la capital Argentina. El novato político causó más bien risas y fue objeto de burlas por su discurso radical, cargado además de gruesos términos contra la izquierda gaucha.
Sin embargo, con ese estilo entremezclado de lo sublime con lo vulgar fue escalando y no solo ganó el escaño en el legislativo, sino que, exactamente tres años después, se estaba juramentando como presidente de la Argentina. Los insultos en la política no son producto de una deliberada exasperación, sino más bien parte de un cálculo milimétrico que logra cautivar a las masas. Son componentes del marketing político.
Para el caso colombiano, es incluso más atractivo, pues tenemos una tendencia casi que a erotizar con el madrazo. La popular “Doña Gloria” del Metro cable de Medellín, desperdició una oportunidad de oro de llegar al Congreso de Colombia con una votación apabullante -aunque creería que los suyos no se lo permitieron, porque temían que de allá pudiese salir siendo aún más vulgar-.
Cuando el Presidente de la República llamó HP al presidente del Senado, seguramente muchos sintieron un clímax neuronal; pues pareciera que los colombianos ya traemos en el sistema límbico, incluida esa tendencia a la violencia física y verbal. ¿Acaso a los hoy indignados no les parecía fabuloso el lenguaje de Don Rodolfo Hernández? Si un candidato moderado como Fajardo no se anima a mentar la madre, está arando sobre el mar, pues esa es la condición sine qua non para lograr el encantamiento popular.
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