Miedo y asco en Bogotá
Opinión

Miedo y asco en Bogotá

Por:
diciembre 25, 2015
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"No tiene sentido pelear ni de nuestro lado ni del de ellos. Teníamos todo el momentum; navegábamos en la cresta de una inmensa y bellísima ola. Y ahora, menos de cinco años después, puedes ir hasta la cumbre de alguna colina en Las Vegas y mirar al Oeste, y, con la mirada apropiada, casi podrás ver el lugar donde finalmente la ola rompió contra la tierra y comenzó a retroceder." Hunter Thompson/Miedo y asco en Las Vegas

Bogotá, mayo 13
1:30 a. m.

Bogotá es una tormenta deliciosa. Las calles, los colores, la vida que de a poco se pierde en cada semáforo, en cada esquina. Escribo esto en un computador prestado. Alguien  robó mi viejo Acer y nunca más nos volveremos a ver. Escribo esto sin saber muy bien qué quiero decir y para dónde voy. Pienso en esta ciudad y en la gente que veo desde mi ventana. Un pánico químico me comprime el cerebro. Tomo notas. Respiro. Fumo. Vuelvo a fumar. Fumo de nuevo. Es la una y media de la mañana y miro este papel en blanco y no sé qué pasa. Bogotá es un calamar gigante que escupe su tinta cada noche. Y nos ataca. Hace un par de años que vivo aquí y su ruido es la música que arrulla mis días. Me temo que ya no funciona la combinación de escribir y andar de fiesta con viejos amigos, el embriagador y exasperante síndrome de derrochar el tiempo postergando la escritura hasta el otro día. La presión se acumula como el coqueteo de una silla eléctrica en mi cerebro.

Bogotá es la muerte.
Bogotá es un bus que atropella los sueños de la gente en cada esquina. En cada bocanada de aire que entra a los pulmones.
Bogotá es un libro mojado que dobla su tamaño al secarse.

Bogotá es un auto sin frenos que viaja hacia el futuro. Estoy en el mejor momento de mi caída. Agotado y despelucado de no dormir, o por lo menos no lo suficiente. Alguien a quien conocí alguna vez en mi ciudad acaba de morir aquí. No sé si espantarme o seguir con mis asuntos pendientes. Paro. Pienso. Fumo. Espero que la presión acumulada encuentre una brecha de salida y me ponga en movimiento, desoxide mis ruedas, me lleve a algún destino, quiebre este maldito hábito de no llegar nunca al final de nada. Nada.

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Hunter Stockton Thompson (18 de julio de 1937 - 20 de febrero de 2005)

Camino  hasta mis libros y escojo uno al azar. Allí está Hunter Thompson con sus lentes de piloto de nave interespacial. Fuma, como si el cigarro que siempre tiene en su boca hubiese sido pegado quirúrgicamente. Pienso en Mr. Gonzo y en la bala que se puso en la cabeza hace diez años. Pienso  en Hemingway y en Virginia Woolf y en Carloncho y en Silva y en cada uno de esos hombres y mujeres que decidieron saltar por la ventana. Esta vez no saltaré. Fracasar siempre de la manera más estrepitosa parece fácil, pero requiere una dedicación plena y muchos sacrificios.

Bogotá es un río apestoso por donde navegan los mejores años de nuestras vidas.

Ayer un tipo trató de colarse a Transmilenio y perdió un pie. Una chica de 17 salió volando por la puerta de una buseta en movimiento. Llevaba un bebé en sus brazos. Traté de no reírme. La felicidad se encuentra en las pequeñas cosas, como en una buena conversación, o en la morfina. Bogotá son esas luces en la distancia. Los cerros a los que nunca subiré. Los aviones que vuelan por el cielo gris como ballenas aladas en busca de otros mares. Bogotá es una hermosa mañana de sol y la oportunidad de ser alguien. De ser nada. Estoy a catorce navajazos en el pecho de entenderlo.

Mientras tanto las colinas siguen desmoronándose.

4:30 a. m.

Está por amanecer. Hay una niebla gelatinosa  en mi cabeza. Ya no tengo cigarrillos. No queda nada en la nevera. Reviso mis cajones y tan solo encuentro un par de Ritalines y una ridícula cápsula de Apronax de 500 mg. El frío entra por mis huesos y hace que mis rodillas tiemblen de dolor. Mi corazón se ha encogido. El Ritalin es inservible a esta altura. Es un juego de niños ante el dolor de la muerte. La muerte es un compromiso de todos reza aquella máxima noventera. Bogotá es el sol que nace al otro lado del edificio en donde vivo. Un niño que me sonríe desde abajo cuando sale para el colegio. Como la escena de los balazos en aquella película, de cuando Natalie Portman tenía doce años y una marida cáustica. Y luego va con su plantita por la calle como si la vida fuera eso.

Dios, las 6:15.El Apronax ya dejó de hacer efecto. La  rodilla duele. Este maldito computador no tiene la H y debo cortar y pegar de todo lado. Apesta. Bajo por cigarrillos y el vecino de la tienda me saluda de buena manera. Hay un gótico congelado sobre el asfalto. Para un conspiranoico como yo hasta la hora en que se para un reloj puede tener un significado oculto. Bogotá no tiene mar. La mañana se me ha venido a toda prisa y me ha caído encima como un piano gigante. Aún no sé de qué se trata todo esto.

Vivir en Bogotá, es pilotear la vida. Saber que al cruzar la acera cualquier cosa puede estar esperando. Es un bonito juego en medio de un futuro apocalíptico."Futuro apocalíptico" me parece una redundancia. Vivir aquí es conducir un auto por el desierto. Un auto lleno de murciélagos que revolotean en el estómago como el amor.

Aquí la política se hace con Photoshop.

Aquí el amor dura lo que dura subir emparejado a Monserrate.

Aquí la vida vale lo que uno pueda hacer por ella.

Y es hermoso. Y es divertido. Y es así porque así es la vida. Una plantita en manos de una niña armada hasta los dientes.

Miedo y asco en Las Vegas, novela de Hunter Thompson  ilustrada por Ralph Steadman, apareció por primera vez en dos volúmenes en la revista Rolling Stones, en 1971

Miedo y asco en Las Vegas, novela de Hunter Thompson  ilustrada por Ralph Steadman, apareció por primera vez en dos volúmenes en la revista Rolling Stones, en 1971

Subo al apartamento y allí está el sol que se cuela por mi ventana y la chica a la que amo me mira malhumorada porque según ella acabo de llegar. Le digo “calma guapa, traje cigarrillos y mi amor por ti es tan grande como quinientos  F14”, entonces sonríe y todo pasa. Le mando una berenjena a mi madre por whatsapp. Preparo café: cargado y sin azúcar. Retomo el libro de Hunter Thompson, leo una línea al azar. No tiene sentido mencionar esos murciélagos, pensé. El pobre bastardo los verá muy pronto.” Hace diez años Thompson se pegó un balazo en la cabeza. En la nota que hallaron junto a su cadáver decía entre otras cosas: “Quiero pensar que todo esto de alguna manera valió la pena. No es por nada pero mi vida es una puta mierda. Así de simple. En el submundo de mis amigas drogas fui un ganador. El de los muertos vivos realmente no lo entiendo. No entiendo la forma de cómo se hacen las cosas que para bien o para mal, siempre te terminan jodiendo. Yo tomé el camino difícil. Ese en el cual las reglas no importan porque realmente no existen.” Grande.

Mi estómago aúlla. Voy de un lado a otro de la sala. Miro por la ventana de nuevo y ahora la multitud se ha empecinado en ocuparlo todo. Secretarias, abogados, vendedores, peatones, ciclistas, ladrones, muertos de amor y de odio, una bolsa blanca que vuela a la distancia, los universitarios que llegan a ocupar sus puestos cada día, cada año, cada segundo. El olor a marihuana que llega desde el parque frente a mi casa. Y más allá están el amor, la calle, la vida con sus diferentes pesares. La belleza de vivir dentro de esta gran ballena. La belleza de amar y caminar por ahí escudriñando todo, mirando todo, dejándose mojar por el frío que esta ciudad esparce sin clemencia. La belleza de poder ser en medio de este huracán de gente. Enciendo el televisor y veo las muertes del día y los colados del Transmilenio y me alegro por la ciudad que habito. Porque mi Bogotá tiene las paredes rayadas de tanto enloquecer, los cerros ocupados por luces que se pagan a la distancia, la hoja de una espada de acero valyrio, los oídos llenos de todo lo que impide escuchar, la función social de estar muerta por dentro. La mala memoria de aquellos para quienes la vida es agacharte a recoger esa cosa que se te ha caído y que se te caigan otras dos. El amor que viene y se despide con un beso y te promete que regresará del trabajo y que todo va a estar bien. La gente que me odia. Lo tengo claro como el agua del río que cruza esta ciudad.

Las cenizas de Hunter Thompson fueron enviadas al espacio en un cohete que tenía la forma de un puño cerrado apretando un botón de peyote, el símbolo del periodismo Gonzo que Thompson había ideado junto a otro de sus amigos, el artista Paul Pascarella. Su íntimo amigo Johnny Deep financió el proyecto. Luego del disparo se escuchó la voz de Bob Dylan. Y entre lágrimas, los asistentes gritaron al unísono: “we love you Hunter”. Así tenía que ser. Quizá sus cenizas cubran hoy nuestro cielo gris. Quizá nos mire desde arriba y suspire por un pase en Chapinero.

Bogotá desde  mi ventana

Bogotá desde  mi ventana

Bogotá es una autopista venenosa. Unas calles que roban vidas a cada parpadeo, que engendran ideas en cada muro. Una ciudad cargada de recuerdos y de historias. Encuentro un porro viejo entre los bolsillos de mi chaqueta, lo enciendo, cierro los ojos y trato de recordarlo todo. Necesito la caja negra de todos estos años entre estas calles. Son las 8:30 a. m. y una risita pendeja amanece en mi cara cansada. Voy a extirparme los escrúpulos pienso. Voy a extirparme el miedo y el asco que me producen esta ciudad y tantas otras cosas y voy a ser feliz como ninguno. Me dirijo al cuarto.

Sin mirar atrás...
Tengo que descansar...
Respirar profundo...
Cerrar los ojos...

Publicada originalmente: 15 mayo de 2015

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